Ni tanto ni tan poco

Las etiquetas son nuestra forma de conocer el mundo a través de una simplificación injusta, pero no hay mayor reflejo de la realidad que la injusticia como símbolo. Esto es algo que siempre me costó mucho acatar. De pequeña me ponía histérica cuando se me calificaba de cualquier forma, incluso cuando lo hacían para bien. Nunca me gustaron los halagos, al igual que nunca he gestionado bien los juicios ajenos de cualquier tipo. Que me repitieran hasta la saciedad lo “buena niña” que era siempre provocaba que me recorriera un escalofrío de esos que te desbaratan los pensamientos, hasta que la aversión tomaba el control de mi pequeño cuerpo y me incitaba a correr desesperada hacia la vereda del mal, aunque nunca diese más de un par de pasos temblorosos antes de volver al camino que parecía que el resto del mundo había construido para mí. Todo porque yo no quería ser nada más que yo, sin palabras ni deberes añadidos. Esa rebeldía atenuada por la opinión de los que me rodeaban se sentía como deben sentirse los perros cuando les ponen el collar para salir a pasear: aprieta, asfixia, limita tus movimientos e instintos en gran medida, pero es lo que toca si quieres experimentar un ápice de la ilusión de la “libertad”. La crianza fundamentada en el castigo, con el miedo por bandera y en la que no comportarte como una niña pequeña, aunque sólo seas una niña pequeña, constituye el mayor de los méritos. El asentamiento de las bases de la cultura del “esfuerzo” y la semilla de la peligrosa ambición de querer ser siempre algo que no eres, para acabar no siendo nadie más que lo que la sociedad espera que seas. Lo llevamos arraigado de una forma tan natural en la construcción de nuestro ser que casi no nos resultan ajenos a nuestra condición de humanos.

Luego llega la adolescencia, la época de la rebeldía por excelencia, y en consecuencia, en la que la vigilancia extrema está más que justificada, no vaya a ser que nos “echemos a perder”, después de todo lo que ha trabajado nuestro entorno por educarnos como “gente de bien”, sea lo que sea eso. Siendo una adolescente se abren dos frentes, que si de pequeña ya podían intuirse, en esta etapa se contraponen de forma violenta hasta que opacan por completo tu pequeña realidad, que se va ensanchando dolorosamente a golpe de acumular prejuicios derivados de observar el esquema social que nos rodea. Por un lado, sientes esa necesidad de constituirte como individuo independiente, de experimentar todo aquello que siempre te han dicho que no debes, de salirte del boceto que habían diseñado para ti siendo niño y que ahora se te queda pequeño. Pero a la vez que se va avivando, esa rebeldía que te quema por dentro y te incita a actuar se dispone en la fina línea entre la curiosidad y el miedo. Es entonces cuando comienzas a dejarte llevar por ese aluvión de emociones candentes. El miedo a no encajar entre tus iguales te incita a adoptar conductas y actitudes que no son tuyas, por mucho que nos autoconvenzamos de que sí. Cuando tú sólo querías desmontar la etiqueta que tu familia te había puesto de niño, cuando actúas instintivamente para que conste que no eres lo que ellos creían y querían que fueras, cuando quieres demostrar que eres una persona que se forma así misma y actúa únicamente por voluntad propia, es precisamente cuando más nos esforzamos por encajar en la etiqueta de un grupo social que percibimos como mejor, adoptando todos sus pensamientos y actitudes, para que no nos falte ningún accesorio por el que nos puedan tachar de diferentes. La adolescencia constituye una etapa paradójica y de ella derivan muchas de las contradicciones que nos atormentarán durante el resto de nuestra vida. La época en la que decides por voluntad propia acumular etiquetas mientras tratas de huir despavorida de aquellas que se te imponen, para finalmente comprender que ninguna de ellas es lo suficientemente cómoda para habitarla durante mucho tiempo, mucho menos toda una vida. La adolescencia también es la etapa de las primeras experiencias adultas, y como no podía ser de otra forma, la manera en la que experimentamos éstas también nos dejan marcados a fuego para el futuro, tomando los juicios que dedujimos de ellas como condenas que nos determinaran hasta el final de nuestros tiempos, en lugar de una base para empezar a trabajar en situaciones futuras similares. La peligrosa duda sobre nuestra identidad comienza a asomar dentro de nosotros, y en una etapa en la que somos tan vulnerables, aunque tratemos de performar justo lo contrario, no hay otra opción que tirar de respuesta fácil y camuflarnos en identidades vacías y prefabricadas que nos protejan de cuestionarnos cualquier cosa.

Al final te acabas dando cuenta de que las fases en las que se suponía que debías invertir el tiempo en ir desarrollando una personalidad propia se han reducido a adoptar diferentes etiquetas sucesivas, a veces saltando de una a la antagónica, para ver cuál te quedaba mejor o te hacía la personalidad más atractiva. Con un poco de suerte, incluso puede que encuentres alguna que te resulte lo suficientemente adecuada como para portarla con orgullo durante años, pero las etiquetas tampoco escapan del deterioro augurado por el paso del tiempo. Cuando por fin te paras a pensar(te), te das cuenta de que sólo te concibes como concepto, y como tal, sólo tienes la opción de ser una cosa u otra completamente diferente, sin intermedios, sólo términos estrictamente delimitados cuyas implicaciones se atan a tus muñecas y tiran de ti hacia un extremo o el contrario, sacrificando el placer voluntario de experimentar los matices del sabor fusionado en el centro. Habiéndote esforzado en demarcar y hacer notar de manera exagerada eso que eres, descubres que no puedes ser nada que no sea lo que salga de ti mismo en un momento y contexto concreto, que las categorías absolutas son un buen refugio, pero nunca se sentirán hogar, y lo más importante: nunca serán fieles a la complejidad y el dinamismo de la confusa realidad. Y así es como te descubres de nuevo huyendo de aquello que (no) fuiste, pero esta vez sin la tranquilidad que supone el amparo de conformarse con una identidad esbozada por otro. Poco a poco te vas construyendo, en un proceso lento y dolorosamente consciente, del que nadie puede asegurarte que algún día tenga fin. Cada paso hacia delante supone cuestionarse constantemente si todo aquello que utilizas deriva de algo de lo que fuiste y no quisiste ser, o si por el contrario te encuentras a ti mismo forzando la vista en la dirección opuesta, por mero rechazo a la misma causa, para acabar siendo esclavos de categorías vacías y límites impuestos con la excusa de hacerlo por gusto o por la imposibilidad de cualquier otra alternativa. Yo ya no quiero creer en las etiquetas como definiciones de condición humana, porque de ellas vengo y aborrezco todo lo que implique acatar. Aunque esto suponga despreciar también toda identidad.

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