Veintidós historias de la más pura y cotidiana infelicidad

Veintidós historias de la más pura y cotidiana infelicidad


Solo soy un fantasma que deambula de un lugar a otro sin rumbo fijo; sin embargo, hace muchos años, yo tenía sueños… Era feliz y estaba enamorado, había echado raíces a través de mis dos hijos, y gracias a todo ello, me despertaba cada mañana rebosante de ilusión, pese a saber que algún día me llegaría el final. Nada ocurrió conforme esperaba… no me hice viejo lleno de gozo, fue más bien al contrario, porque, una maldita mañana, ese pequeño cosmos en el que habitaba dejó de estar en armonía. Desde ese fatídico segundo, la vida comenzó a robarme, poco a poco, todas y cada una de las cosas buenas que me importaban, hasta dejarme por único tesoro mi tiempo.

Ahora que soy etéreo y tengo el don de comprender los entresijos y misterios del universo, sé que aquello no fue una maldición; simplemente era una misión, mi verdadera y única misión en mi obligado tránsito carnal: necesitaba pasar por ese trance y sentir en mi interior la desdicha, para, de este modo, poder describir la infelicidad que es capaz de encerrar el hombre en toda su magnitud. No, ni Dios ni nadie quería mi mal, porque todo formaba parte de un plan… Pero dejadme que os narre cómo fue mi último día de existencia en el mundo de los hombres.

Valdepeñas, 22 de septiembre de 2022

Suena el tic tac del fastidioso reloj de pared. Ese armatoste de plástico duro parece seguir a lo suyo, indiferente; no tiene piedad de mí; además, le importa un bledo el deterioro en el que se encuentran los enseres que nos rodean a los dos…; no me echa en cara ese desorden; tampoco me regaña para que recoja ese plato con comida pegada que lleva en el mismo sitio dos días; ni se inmuta, a pesar de tener que soportar, al igual que lo hago yo, el profundo hedor a sudor que desprenden las sábanas de esta cama que lleva semanas sin hacer. Sí, la ruina hace años que vive conmigo en casa, pero esa es, si lo pienso, la manera con la cual logro el escenario perfecto para que avance con éxito la historia que voy leyendo conforme aporreo cada tecla en el monitor del ordenador.

Mi figura va a juego con el resto del mobiliario. A mis sesenta y muchos, soy un compendio de arrugas, con una barba descuidada y blanca que cuelga dos palmos por debajo de mi mentón; entre el pelo blanco y pelirrojo, casi no se aprecian mis labios, ni mi gruesa nariz; los cristales de las gafas están arañados y llenos de mugre; además, luzco el mismo pijama de felpa día tras día. En definitiva, cualquiera me echaría treinta años más a la saca, si no fuera porque «cualquiera» vive en la calle y yo, en cambio, vivo atrapado cuan monje de clausura aquí, en el interior de esta pocilga… Para mi fortuna, también para la de los demás, no me dejo ver, por lo cual, a estas alturas, tan solo la casera estará al tanto de que aún respiro. Sin embargo, no todo en mí está en decadencia. Mis manos se mueven ágiles encima del teclado, y mi mente, pese a todo lo que he abusado de ella, funciona bien… responde siempre que se lo pido, como en este preciso instante, en el que repaso por enésima vez el libro que estoy a punto de concluir… 

Y tras haberos descrito la escena, paso a enseñaros cómo son mis entrañas. Puede que lo peor de mi no esté afuera, sino que se halle dentro. Mi alma no es sofisticada… es quebradiza, fina como el cristal. Solo cuando la escudo tras las ficciones que escribo, logro que sobreviva a un nuevo despertar; así paso cada ciclo de veinticuatro horas. Exacto, de eso me alimento, de letras que conforman palabras, que a su vez generan frases, que construyen párrafos, que se engarzan entre ellos para rematar capítulos, y esos conjuntos, funcionando como un todo, siempre cobran vida desde mi imaginación. Por medio de ese combustible, más que a través de lo poco que ingiero, he conseguido permanecer en pie a lo largo de estos últimos lustros; lo he hecho a la par que lo hacía el dichoso reloj de pared, él emitiendo sin parar ese «tic tac» tan molesto, y yo despidiendo leves gemidos de satisfacción cada vez que sentía a las musas inspirándome. De esta guisa, di a luz las veintiún obras que hasta la fecha he publicado. No nos vamos a engañar, Amazon me ayudó mucho… Amazon, mi fiel y único amigo en todo el proceso; y digo fiel, que no milagroso, porque pronto descubrí que todas esas novelas que colgué pululan en la red mendigando una dulce reseña de algún buen samaritano, aunque es como si no hubiera buenas personas cerca, porque la página de mi perfil no engaña, y, cada vez que me asomo por ella, me enseña a redescubrir mi fracaso en este oficio que es escribir.

No obstante, no debo engañarme; tampoco puedo abandonar… lo único que me queda son las palabras, las mismas que repaso de izquierda a derecha en este preciso momento. ¿Acaso soy tan distinto al resto de la gente? Casi todo lo que sale de mi pluma goza del don de erizarme el vello… mientras tanto, por más que me devane los sesos en crear la combinación literaria que definitivamente atrape, no se levanta ni una pizca de pasión en ninguno de los pocos que se aventuran a leerme…

«Tic tac… tic tac», mi viejo compañero sigue su camino, justo cuando estoy terminando mi vigésimo segunda novela. Le doy al botón de «guardar», me reclino sobre el asiento, y acto seguido, sin darme un respiro, me incorporo de nuevo y regreso al inicio del documento… Por un instante, estoy tentado a comenzar una nueva corrección, pero no, ya ha sido suficiente; haga los cambios que haga, me temo que esto último que he escrito correrá la misma suerte de siempre: naufragará  en los mares del olvido. Así pues, lo doy por concluido… Tan solo, y para terminar, leo muy despacio su título: «Veintidós historias de la más pura y cotidiana infelicidad». 

Ahora que caigo, no me costó ni lo más mínimo escribir esos veintidós capítulos, lo hice en veintidós días, a día por cada infeliz personaje que mi cabeza se inventó. Comienzo a pensar que, de tanto sentirlo, me he convertido en todo un experto a la hora de describir el dolor.

Lo que viene después apenas si me lleva una hora: monto la plantilla, añado la portada, le doy el formato electrónico y lo cuelgo en la plataforma. Finalmente, agrego el título, la reseña y… Por cierto, ¿qué precio le pongo?

Entonces, medito en ese número, el veintidós. Nací un veintidós, mi mujer también nació ese mismo día, nos casamos un veintidós, vivimos juntos veintidós años… Es más, hoy hace justo veintidós otoños que me quedé viudo, y, por añadido, completamente solo.

Tecleo 0,22 euros y me quedo tan pancho. En este caso será un coste muy asequible para cualquier bolsillo: un céntimo por cada una de esas veintidós tristes historias. Si no las leen no será porque resulten caras…

Parece que ya es de noche, a juzgar por la poca luz artificial que se filtra a través de los visillos de la ventana… Ya es de noche también para mí… Solo sé pensar y escribir. Este descendiente de Cromañón no es más que otra alma entre las miles de millones de almas que han transitado, están transitando, o transitarán por este planeta… Así de pequeño, así de diminuto soy… Esto es lo último que se me pasa por la cabeza antes de cerrar los ojos. Caigo en un profundo sueño y mis latidos se acompasan con el tic tac del viejo reloj de pared, hasta que este vetusto mamotreto se para sorpresivamente justo a las veintidós horas, a la par que también lo hace mi ajado corazón.

Madrid, 22 de septiembre de 2222

Estoy fluyendo por el aire y me acerco al mundanal ruido. Inés pasea por la Castellana, justo cuando llega a la altura de ese rascacielos de cristal que han inaugurado en plaza Colón. Compruebo cómo observa desde la enorme fuente de hormigón la gigante proyección animada donde  se pueden seguir las noticias del mediodía… Están hablando de esa archiconocida novela. En ese momento, la joven junta los cinco dedos de su mano derecha y, con ello, da la orden para que se ilumine el holograma rectangular que hace las veces de Smartphone; de este modo, escucha el telediario justo a su lado… El locutor le está diciendo que hoy hace exactamente doscientos años de la muerte de «Kalopsia», el misterioso escritor del cual jamás llegó a saberse su verdadero nombre, porque solo trascendió ese curioso seudónimo. Su recuerdo se torno en mito, el cual creció y creció al igual que lo hace una bola de nieve, y todo debido a que alcanzó la fama una vez muerto, cuando había malvivido sus últimos años en la más triste de las indigencias, como ya le ocurriera a Vincent Van Gogh.. Su suerte se volvió del haz de manera repentina tras publicar «Veintidós historias de la más pura y cotidiana infelicidad»,; lo hizo a título póstumo, ya que la novela vio la luz justo cuando si autor se marchaba al universo de las sombras. Hoy, sus obras se estudian en todos y cada uno de los rincones del planeta,  no en vano, están traducidas a más de quince idiomas. Pero, sin lugar a dudas, su última novela  es su obra cumbre, a la altura, según sus más entusiastas seguidores, del mismísimo «Don Quijote» de Miguel de Cervantes…

«¿Cervantes? ¡Venga ya! No le llego ni a la suela de los zapatos. El mundo se ha vuelto loco», me digo.

Inés, a sus veintidós años recién cumplidos, es muy feliz, lo intuyo. Apuesto a que le pica la curiosidad por descubrir que se siente al estar al otro lado, en el lado oscuro de la vida. Yo quisiera que no indagara demasiado, pero no puedo impedírselo, no tengo forma de evitarlo; por tanto, arqueo mis cejas de espectro y sigo su dedo índice mientras describe una curva, el patrón con el que la Inteligencia Artificial abre Amazon. Entonces, escucho su voz suave y resuelta: «Abrir obras de Kalopsia»… Ella no lo sabe, pero está a punto de conocer al alter ego escritor del tatarabuelo de su abuelo: la sangre, de la sangre, de la sangre, de la sangre, de la sangre, de la sangre, de su sangre. Es decir, que ella es la sangre de mi sangre de fantasma. ¡Menudo lío!

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