El burdel de los abrazos de pan

El burdel de los abrazos de pan

yomismosoy

13/09/2023

Cuentan que Honorato, el hijo del panadero, fue concebido sobre el mesón de amasar en una noche de deseos urgentes, y que fue tal la intensidad del momento, que luego de hacer el amor sus padres Simón y Jacinta se descubrieron llenos desde el pelo hasta los pies de harina, huevos y manteca. Panetes de masa quedaron adheridas sobre el mesón, que necesitó una limpieza profunda con cepillo y manguera para poder usarlo de nuevo. Se cree que la harina se mezcló con el semen y la levadura y el útero materno sirvió como un horno de cocción lenta. Lo cierto es que luego de unos meses nació un bebé, y para sorpresa de todos, este niño estaba hecho de pan.

Nació esponjoso y suave. Tanto que la enfermera debió buscar unas sabanas para sostenerlo porque el cuerpo flácido se descolgaba entre sus dedos. Sorprendidos, los médicos llamaron a una junta de emergencia y luego de mucho deliberar concluyeron que debía meterse al horno a fuego lento. Todo parecía indicar que, más que prematuro, Honorato había nacido crudo. Así lo hicieron, improvisando una cuna con una bandeja enmantequillada. Pasada una hora el calor le procuró una delgada cobertura tostada, un poco piel y un poco concha que cubría todo su cuerpo dándole firmeza.

La noticia del niño de pan se esparció rápidamente. Largas filas se hacían en la panadería y las personas entraban a comprar cualquier cosa para ver a este fenómeno. Sus papás se debatían entre proteger a su muchacho del escarnio público o aprovechar el suceso que mantenía la caja registradora repleta. Salomónicamente convirtieron el almacén en un cuarto para el bebé y con simulado descuido dejaban entreabierta la puerta para que los curiosos pudieran observar los deditos de pan y las piernas gorditas que el niño agitaba cuando despertaba. Sin embargo, con el tiempo decidieron dejar de ocultarlo y abrieron la puerta del almacén. Así todos se acostumbraron a verlo jugar con la mercancía o correr por la tienda.

Crecía muy rápido, con ocho años ya tenía la contextura de un adolescente. Su voz se tornó grave y en su rostro asomaban pequeños granos de ajonjolí que él procuraba extirpar frente al espejo. Cinco años después, con apenas trece años ya era físicamente un hombre, pero no había vivido suficiente para desarrollar malicia. Era en extremo inocente y noble. Puede sonar redundante, pero Honorato era un pan de Dios. Sensible, tímido y solitario. Incapaz de entablar una conversación extensa y siempre dispuesto a pasar horas disfrutando de la paz de un crepúsculo. Nunca se le conocieron amigos ni mucho menos un Amor, ni siquiera platónico. Parecía incapaz de manifestar sentimientos. Pero todo cambió aquella noche de mayo.

Tenía dieciséis años, pero ya aparentaba treinta y cinco. Atravesaba el parque cuando reconoció, sentada junto al tobogán, a Doña Graciela. Una anciana de noventa años que había perdido a su marido recientemente. Desde ese día fatídico, cada jornada era una carrera contra la nostalgia que la perseguía sin tregua. Cuando la alcanzaba, solía regresar al lugar donde se sentaba con el viejo Manuel y lloraba su ausencia hasta que los ojos se le vaciaban. Y esa noche el dolor brotaba como un manantial interminable.

Se le acercó lentamente. Ella levantó la mirada y bajo una cascada de lágrimas logró reconocerlo. Entonces sucedió algo inesperado. Honorato se despojó de su ropa, se introdujo las puntas de los dedos en el pecho, justo en el área del esternón y lo abrió como quien abre un pan sin tener cuchillo. La raja comenzó debajo de su cuello y se extendió hasta la base de su abdomen. Instintivamente, tomó a Graciela y abrazándola le metió dentro de sí.

Graciela cedió dócilmente. Él aguardó con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre su abdomen de pan en absoluto silencio por varios minutos. Apenas se escuchaba el sonido de los grillos escondidos en la vegetación. Abrió sus párpados y hurgó dentro de sí buscando a Graciela, que emergió de su interior como un brote germinando. Salió en paz aunque sorprendida, intentando descifrar lo sucedido. Lo miró con sus ojos gastados, sostuvo sus mejillas con sus manos de venas azules y lo besó en la sien. Con voz trémula atinó a decir -Dios te bendiga hijo-. Y se fue, con el cabello gris lleno de migas y las piernas todavía temblando de la emoción.

El rumor arrasó el pueblo como una avalancha de nieve que baja creciendo por la colina. Doña Graciela le contó todo a su nieta sin tener muy claro si había sido o no una inmoralidad. Su nieta lo contó a sus amigos en la plaza, y estos regaron la noticia como quien esparce un virus. Al día siguiente ya todos hablaban de Honorato y la energía mágica, inexplicable y reparadora que guardaba dentro de su alma de pan.

Esa noche, al atravesar el parque rumbo a casa. Honorato se encontró con cuatro o cinco habitantes del pueblo que le esperaban, intentando simular un encuentro fortuito. Tenían los ojos llenitos de miedo y vergüenza, pero también cargados de necesidad. Así lo entendió, y sin mediar palabra se internó en un área oscura del parque, se desvistió y uno a uno fue sosteniéndolos en su interior por algunos minutos para luego dejarlos salir, cubiertos de miga y con el corazón recargado de energía. La segunda noche fueron diez, luego quince, y así hasta salirse de control… La mañana del domingo el parque era una feria. Más de cien personas hacían fila esperando por Honorato y su abrazo de pan.

El Padre Sebastián se alistó muy temprano para oficiar su misa y dar la comunión. Se puso el alba prístinamente blanca, el cíngulo dorado y la estola verde esmeralda con espigas de trigo bordadas a lo largo. Concentrado, agradeció a Dios por permitirle ser su instrumento. Subió al púlpito y levantó la mirada. Apenas unos pocos fieles ocupaban algunos bancos ese domingo. Al preguntar por sus feligreses le contaron sobre Honorato y sus abrazos. Todos parecían haber suplantado la palabra de Dios por el interior de miga de este muchacho.

No hubo misa, salió de la iglesia a paso firme para recuperar su rebaño. Al llegar se encontró con un despelote. Vendedores de golosinas, fotógrafos, puestos de comida y una fila inmensa de personas. En la punta encontró a Honorato abriendo su cuerpo y a Cristina saliendo de él. Esa mujer osada había tenido la idea loca de desnudarse por completo. Según contó después, con palabras atropelladas y mucha agitación, nada se comparaba a la sensación de dejarse abrazar estando en cueros. La miga del pan era esponjosa y cálida, y sin ropa cubría todos los recodos y orificios. Sentirla en sus axilas, en las coyunturas de los dedos de sus manos y sus pies. En el pliegue oculto debajo de los senos, los labios de su vagina y en su perineo nunca explorado… Era un chapuzón de calidez que inundaba el cuerpo y abría las puertas del alma a otro nivel. Muy superior a cualquier sensación. Incluso muchísimo más íntimo y poderoso que el más fuerte de los orgasmos.

Para el Cura Sebastián esto era Sodoma y Gomorra invadiendo su pueblo. Perdió los estribos y empujó, insultó a todos y los corrió con un sermón improvisado que era pura increpación y amenaza. Los pobladores, que tanto le respetaban, volvieron a sus casas cabizbajos y culpables. Incluso Honorato, aún sin entender que de malo había en diluir la tristeza de las personas con un abrazo.

La gente regresó a las misas Domingueras, al Cura Sebastián y sus sermones contra quienes buscaban placeres ajenos a Dios. Los mismos que esperaron por horas un abrazo de Honorato ahora se daban golpes de pecho y despreciaban a ese ser antinatural. El Cura procuró el apoyo del Alcalde, y en una asamblea popular influyó para expulsarlo del Pueblo.

Jacinta y Simón le dieron al joven todos sus ahorros para que marchara cuanto antes. Sentían Vergüenza por lo sucedido, pero también la sentían el uno del otro. Por anteponer sus intereses en lugar de su hijo. Como cuando era un niño y lo exponían a todos por el bien del negocio. Aquella mañana Honorato se marchó. Y aunque nadie lo defendió, muchos lloraron su partida en silencio, escondidos tras las cortinas de los ventanales. Se alejó con pesar, sin tener muy claro hacia donde ir. Caminó algunas horas hasta alejarse de los límites del pueblo y sus habitantes hipócritas. Con la tristeza quemándole por dentro.

Se detuvo a descansar en una explanada junto a un riachuelo minúsculo y soltó el equipaje. Y en una especie de epifanía entendió que no quería irse a ningún lugar. Así que allí, a escasos kilómetros de esos verdugos que tanto amaba decidió establecer su morada definitiva. Ramas y troncos le sirvieron de refugio para pasar la noche y luego fueron los cimientos sobre los que construiría una modesta cabaña donde pasar sus días en soledad.

Tiempo después, los gitanos que llegaban al pueblo por temporadas regresaron contando las fantásticas aventuras de sus viajes, y como algo banal dijeron haber visto la cabaña de Honorato a pocos kilómetros de allí. El Cura Sebastián temió su regreso y arremetió de nuevo en sus sermones contra ese engendro malvado. Entre aleluyas todo el pueblo parecía apoyarle. Pero muy adentro de ellos, en un espacio al que Sebastián no podía llegar, brotaba una inmensa alegría y un deseo incontrolable de sumergirse de nuevo en ese abrazo tibio de miga de pan, encontrarse consigo mismo y deslastrase de sus pesares y miserias.

Han pasado muchos años desde aquella tarde cualquiera en la que Honorato se marchó. Ya nadie lo nombra ni parece recordarlo. Pero es un secreto a voces que montones de personas caminan todas las noches fuera de los límites del pueblo, siguiendo el camino secreto que bordea el riachuelo hasta la cabaña de Honorato, que a sus treinta años es un anciano regordete y canoso. Allí se despojan de sus ropas y se entregan a la experiencia sensorial y espiritual más hermosa que ser alguno pueda imaginar.

Incluso hay quienes afirman haber visto, escondido bajo una manta oscura, al mismísimo Padre Sebastián saliendo a medianoche para liberarse de los demonios que acechan su corazón. Y que se siente más cerca de Dios allí, en ese lugar bendito al que él mismo bautizó en sus sermones como el Burdel de los Abrazos de Pan.

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