…Otra vez me llaman la atención. Otra vez la vecina golpea tres veces mi puerta porque el agua de mi ducha le saluda por debajo de su puerta. Otra vez mi cuerpo se arruga antes de tiempo. Otra vez se me olvida el tiempo. Una y otra vez me encuentro escapando, huyendo y escondiendo de la realidad, de la gente, del mundo.

Otra vez le lloro bajo la ducha. Otra vez me lloro sin lágrimas.

Otra vez me quedo más de una hora de pie con los ojos cerrado bajo la ducha, balanceándome al son de los llantos del grandísimo Camarón de la Isla.

Otro día lago. El tiempo no pasa. Los días se repiten, su ausencia se hace más presente.

Estoy anclada y varada en el recuerdo. Y desde hace tiempo mi hogar, mi lugar favorito es la ducha. Ahí es donde puedo ser yo. La persona hipócrita, débil, frágil, enferma y endeble que siempre fui. Ahí mis lágrimas son libres. Ahí no hay censuras, me desnudo, lloro, bailo y río a mi manera, sin los ojos sedientos que me juzgan normalmente en la calle.

Por las mañanas me levanto temprano, tiritando de frío, me hago el café y voy directa a la terraza con la esperanza de ver el amanecer, pero como es invierno y vivo en el norte, me ciega la oscuridad e indignada como si viviera en el Caribe vuelvo adentro y entonces empieza mi oscuro día.

Llego al trabajo. Me saludan los miserables de siempre. Me paro cinco minutos para hacer el paripé, eso de socializar, esa maldita manía que tiene el ser humano de fingir que es maravilloso, amable, feliz y que su vida es perfecta; y no solo le basta con eso, también quiere enfermar a los demás. Hablo con las chicas de la oficina sobre moda: -“Viste la nueva colección de Giorgio Armani”, “me ha encantado”, como si tuviera idea de marcas o fuera a comprarme algo, pero como es la comidilla de la semana, tengo que hablar de ello.

Después de fingir, me encierro en mi estudio respirando profundo. A lo largo del día hago cincuenta llamadas. Todas a personas ajenas a nuestra empresa. Tengo que convencerlas para que se pasen a nuestra perfecta multinacional. Y para ello tengo que fingir. Tengo que poner mi mejor voz y tengo que vomitar todas las estupideces que a la gente deprimida le gusta escuchar. Luego me despido “Que tenga un maravilloso día”. Cuelgo y me recuerdo lo cínica que soy y luego marco el siguiente número.

Acabo la jornada. Me despido con una gran sonrisa y dejo a mi paso un montón de abrazos a gente que no soporto. Cojo el tren. Me siento en la última fila para tener el menor contacto posible con la gente.

Llego a casa. Me desnudo. Enciendo el vinilo. Entro en la ducha. La vecina golpea tres veces la puerta…

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