Todo el amor que tengo para darte está justo acá.

Todo el amor que tengo para darte está justo acá.

Miguel Ángel Casiano era un empleado ejemplar, un vecino responsable y el mejor amigo que pudieras pedir. Parecía que lo tenía todo, o casi todo. Pero había un pequeño detalle, él cargaba una bolsa negra con cintas en su espalda. Sí, como esas de basura, de consorcio. Una bolsa pesada, que hacía que su espalda se arquee y sus hombros se tuerzan.

Aquella tarde decidió salir a caminar, tal vez haría una parada en el lago. Le gustaba el lago, el aire y el otoño. Sentía que se fundía en ellos y que juntos formaban algo hermoso. Sentía que combinaba con el otoño.

Cuando Casiano caminaba, todos se daban vuelta, pues sus pasos resonaban por toda la cuadra. Su bolsa al agitarse hacía un sonido parecido al que hacen los papeles que envuelven a los caramelos de miel.

Esa tarde de otoño, esa mismísima tarde de otoño, la vió. No podía creer que ella estaba justo ahí, en la calle de enfrente.

Dentro de la bolsa se encontraban sus peores acciones. Pero, sin dudas ella era su carga más pesada.

—¡Olivia! ¡Olivia, espera, no te vayas! —Gritó Casiano cruzando la calle al ver que ella también lo había visto.

¿Qué querés, Miguel? Pensé que habíamos dejado las cosas en claro. Vos no me hablás, yo no te hablo.

Olivia, escuchame, por favor te lo pido —le rogó al ver que ella emprendía rumbo de nuevo —Cometí muchos errores, y a los peores los cometí con vos, pero si me acompañas vamos a un parque. a un café, nos sentamos en la orilla del lago o lo que prefieras y te explico todo, pero por favor, acompañame, dame otra oportunidad.

Por una milésima de segundo, Casiano logró divisar un brillito en sus ojos y un intento de sonrisa que se parecía más a una mueca, luego volvió a ver aquella expresión neutra que Olivia ponía siempre, como si tuviera una fuerte coraza que no dejaba llegar a mostrar sus verdaderos sentimientos.

Bueno, pero… —dijo y se quedó con las palabras a mitad de camino —Nada, vamos a tomar un café.

Pasaron toda la tare allí, y luego de dos cortados medianos, entre sonrisas ella le dijo «Vení, acompañame a casa, quiero mostrarte algo». Y él se levantó de aquella silla de aquel café ubicado en aquella calle, los cuales no importaban en lo más mínimo ahora.

Casiano iba delante como deslumbrado, el sol ardiéndo en su espalda llena de cicatrices y un sentimiento muy agradable recorriéndolo. De pronto se sintió más liviano, más ágil, más feliz.

Aquel día, en aquel horario, en la casa de aquella mujer que le había robado un poco más que la mitad de su corazón, Miguel Ángel Casiano lo supo. Su bolsa se había caído.

Sí, aquella bolsa negra con cintas que permaneció en su espalda por años, aquella como de basura, de consorcio. Pesada, tan pesada que hacía que su espalda se arquee y sus hombros se tuerzan.

Sí, aquella bolsa se había ido para no volver.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS