La Huella de María

LA HUELLA DE MARÍA

María era sensible y vergonzosa, frágil como pétalos de rosa, había sido dotada de un alma limpia y hermosa. Ya, desde su niñez, el mal le había sido ajeno:

– ¡ A ver si espabilas!-, le decía su madre con preocupación, sabedora de que la ingenuidad de su hija podría ser un reclamo para las fieras de esta sociedad. Le daba miedo imaginar el daño que le podrían hacer y trataba de advertirla una y otra vez: “ María, es que no todo el mundo es bueno, va a haber gente que quiera hacerte daño”.

– ¿ Pero por qué mamá, si yo no le he hecho nada?-.

Aquella pregunta que María formulaba en los primeros años de su infancia, cuando una amiga le rompía su dibujo o cuando en el patio no habían querido jugar con ella, se fue silenciando conforme crecía aunque en los ojos de la pequeña su madre advertía que su hija no entendería de las oscuras razones de las maldades, que el brillo luminoso de su mirada de esperanza siempre relucía inocente por la mañana, por negra que hubiera sido la noche.

Y así, María cabalgó, sin darse cuenta, por los años infantiles de colores de arco iris, entre juegos, peluches, muñecas y helados de fresa, entre las risas con sus hermanos y los abrazos de sus abuelos, enamorados de sus piruetas de salón. Poco a poco la niñez se fue, como testigo de su infancia quedaron los trazos de su madre en la pared que, a golpe de verano, le mostraban como crecía en aquellos largos inviernos entre libros y canciones, entre vestidos que se le iban quedado pequeños y quedaba perdidos en el baúl de los olvidos.

Luego los años de inquietud de la juventud en los que María encauzó su torrente de energía en el deporte y en los estudios. En esta época, los lazos inquebrantables de la amistad le daban un valor inigualable a cosas como las tardes de primavera eternas paseando al salir de la escuela, los secretos compartidos, las confidencias sobre el primer amor que brotaba al galope descontrolado sin que, sus corazones inexpertos, pudieran hacerse con las riendas, a aquellas primeras miradas enamoradas que le arrancaban las risas y los colores de las mejillas.

La primera vez que dormía fuera de casa, el cine, las excursiones, los proyectos e ilusiones, todo un círculo de emociones vividas con sus amigas que les hizo pensar que aquellos vínculos entre ellas nunca se rompería, que la fuerza que las unía resistiría las adversidades con las que el tiempo, viejo, rencoroso y acechante, estaba dispuesto a ir sembrando el calendario. Pero, de momento, al paciente tiempo no le quedaba más que batirse en retirada aceptando resignado la derrota en la batalla de estos días primaverales y juveniles, cuya fuente parecía brotar inagotable como la verde hierba que cubría los jardines del Instituto.

María entró en la Facultad y un nuevo mundo arrebatador, enorme y adulto, se le abría delante como un mar azul sin horizonte. Un pozo de conceptos ignorados se le mostraban pendientes de descubrir y solo, con responsable disciplina, fue capaz de ir tomándole el pulso a una carrera en la que la prioridad, más que aprobar, era aprender. Entre el día y la noche se borró la pared y a jornadas vespertinas le seguían veladas largas de café y luz de flexo, suave música de fondo y programas de radio que se consumían en la madrugada desvelando, a través de las ondas, las intimidades de aquellos que llamaban para sincerarse con extraños, bajo el embrujo del halo que envolvía a la luna llena.

Los pisos de estudiantes, las fiestas universitarias, el sexo llamando a la puerta con las ganas del principiante y la torpeza del inexperto, años exigentes y veloces que la fueron moldeando, lijándole del alma los últimos restos de infancia, esculpiéndole la mirada serena, la sonrisa discreta y la duda despierta frente a una realidad diferente.

Poco a poco, su entorno iba rotando, el lazo con sus amigas ya no le aferraba tan fuerte el corazón, atrás dejaron su mejor canción y las noches de botellón y a María el vacío que se anunciaba tras el inminente fin de carrera le inquietaba. Ese sería su primer gran cambio, hasta ahora siempre había estudiado y eso sabía bien cómo hacerlo pero y después, ¿qué pasaría después?.

Con las ganas de quien no sabe nada, el futuro dorado le brindó la opción de acceder pronto al mundo laboral, le llamó la atención no estar ya siempre rodeada de rostros jóvenes, la ropa, las conversaciones las situaciones y las emociones que la rodeaban eran ya tan diferentes que no se identificaba más que con su madre. Ella era lo único que no había cambiado desde que tenía uso de razón, la que le daba la calma del hogar cuando volvía a casa por las noches agotada de la jornada y apabullada por tanto desconocimiento, con el que tropezaba cada día cometiendo errores que le robaban el sueño y la inundaban de ansiedad. “Si no fuera por mi madre”, se decía, “si no fuera porque sigue iluminando mi camino como un faro que muestra el sendero entre el acantilado, me hundiría en la incertidumbre”.

Pero María era más fuerte de lo que sentía, poco a poco se fue asentado, ganando temple, aprendía rápido y tenía la virtud de no olvidar sus errores. “Disciplina y organización se decía”, el método para alcanzar la meta.

Sin embargo amiga, María en el amor era otra cosa. Para el amor, de siempre supo que su corazón se imponía a la razón. Cuando conoció a Fidel, la química no se hizo esperar, “amor a primera vista pensó”. No era racional pero no lo podía evitar. Empezó a quererlo antes de pensar que lo quería, antes de sentir que quería verlo todos los días. Fidel era vitalista, jovial, ocurrente y divertido, meses de rojo pasión, sexo a cada ocasión y, en el alma y en la piel, las ganas de volver a estar con él. “De momento,- se dijo-, la rutina y la ceniza de los días grises tendrían que esperar para verlos caer”.

Así, ciega de amor no se dio cuenta de cómo Fidel cambió. Los ojos de este oscurecieron sin brillo, parcos de ilusión como los de un tiburón. Su risa abierta era, ahora, la mueca de una hiena por la que resbala el odio de quien nunca ha querido. Y mientras ella ajena, no vio venir la silueta del lobo recortando la luna llena. Aquella madrugada de lluvia fina, él se vino sobre ella, su rostro violento, el alcohol en su aliento y un golpe de irá quemándolo por dentro. La tira con fuerza por las escaleras, María encoge su cuerpo ante el vacío entre el asombro y el vértigo, los escalones le fracturan los huesos. Aturdida e incrédula imagina que es una pesadilla, pero una patada en la barbilla le descubre la realidad de una vida destrozada herida de gravedad. Por su mejilla las lágrimas resbalan empapando el mármol frío, traga saliva y nota el cálido sabor de la sangre que al instante ve, con espanto, extenderse sobre el suelo, mientras vislumbra las botas de su agresor alejándose a la carrera, antes de que un telón negro se baje sobre sus ojos dejándola sin conocimiento.

Esa madrugada las tinieblas envuelven el cuerpo de María, la aurora la encuentra entre sabanas de hospital, sus constantes son inconstantes y la hemorragia cerebral amenaza con desbordarse y llevársela al otro lado de la vida. En el delirio de un coma inducido María se debate entre el abismo y la luz, como un funambulista se aferra al equilibrio de su juventud, no puede ver a su madre llorando en la sala de espera ni como sus amigas se abrazan y se consuelan. Allí solo está ella, esa pequeña criatura que creció llena de ilusión ajena al dolor, la joven carismática que llenó de luz y de color los sitios por los que pasó dejando huella, la mujer de hermoso semblante y futuro brillante que, cuando la mañana despierta ahuyentado a los fantasmas del miedo de su almohada y haciendo que la pálida dama se aparte derrotada, abre los ojos y ve con alivio como el destino le ofrece otro día para seguir su camino y le dice al oído, como si fuera un amigo: “ María, este mundo sigue contando contigo”.

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