Anatomía de un suicidio

Anatomía de un suicidio

#bocadillo

Me asomo a la ventana y me embeleso con el movimiento de las ramas de los abedules de enfrente, las cuales se agitan ignorantes a mis pensamientos. Apenas si quedan quince minutos para que mis compañeros de trabajo estén de vuelta. Eso es poco tiempo, o mucho, si pienso en lo lento que está avanzando el minutero en este fatídico descanso vespertino…

Entonces, paso a un estadio aún más oscuro: siento que en casa no me espera nada, que, en realidad, nunca nadie me estuvo esperando, y jamás fui el objeto de deseo de alguien, ni tampoco tuve la oportunidad de ser el centro de algo… Puede que eso no sea del todo cierto, es posible que mi cabeza me esté engañando, aunque me he quedado tan vacío de sentimientos gratos, que las realidades que merecerían la pena repasar no afloran…

Me miro las manos y cuento las arrugas en ellas… Es fácil concluir que mi empeño solo me sirvió para ser gastado en vanos esfuerzos; resulta cobarde ese relato aprendido de que el fracaso siempre acompañó a todos mis intentos, pero la autocompasión es lo único dulce a mano en estos instantes, así pues, dejo que ese ejército de negras ondas oculte una felicidad olvidada…

Se acaba de abrir esa puerta, la que debería haber permanecido cerrada… He atravesado el umbral, y al hacerlo, he caído en la tentación de enumerar todas las cosas malas que me han pasado… una tras otra se van desovillando en mi memoria, haciendo más grande al monstruo, el cual será mi final. Recuerdo esa infancia solitaria, también mi estúpida adolescencia; siento ese abuso, noto ese tortazo, aquel engaño, la soledad, y caigo en la cuenta de todos y cada uno de los reveses que me deparó el destino. No puedo ver en el camino ni tan siquiera un único buen momento, porque estos ya están lejos en mi mente, se fueron a algún rincón de mi cerebro, junto a esa estrella que también supo brillar en mí, por más que ese brillo esté a punto de apagarse para siempre.

Quedan cinco minutos para que todos regresen, no obstante, serán suficiente. Me levanto, salgo del despacho y tomo la escalera de incendios. Subo con parsimonia, contando los escalones, peldaño a peldaño, mientras llega a mis oídos una melodía.

“Desearía ser la evidencia, desearía ser el motivo […] Ojalá fuera mensajero y todas las noticias fueran buenas […] Desearía ser el recuerdo en el que guardaste la llave de tu casa […]”

—Desearía ser muchas cosas, pero siento que no soy nada de lo que deseo ser— me digo en voz alta.

Al abrir la trampilla de la terraza del edificio, siento una agradable brisa en mi cara, la última. Seguramente, sea la misma que movía hace un rato las hojas de los abedules que me aguardan allá abajo… Solo son cuatro pasos, los cuales doy con determinación, sin dejar que mi cabeza se enrede en más cavilaciones… Ni tan siquiera me asomo al vacío; únicamente cierro los ojos y vuelo, permito que la gravedad me acelere, para recorrer los veintiséis metros que me separan del suelo; lo hago justo en cinco segundos y tres décimas. Mi cuerpo choca con violencia contra el asfalto cuando el reloj de la oficina está dando exactamente las cuatro de la tarde de este gris, pero luminoso, jueves.

Todo deja de mostrarse por fin, y de este modo, he dejado de sentir, de estar, de ser… Ahora les tocará a los pocos seres de este mundo que me querían, eso de llorarme, sin poderse explicar por qué, de repente, decidí irme. Desearía que me perdonasen, pero soy incorpóreo, insípido, neutro, sin voz, sin mente, sin luz, ya no soy nada, y como tal, no hay deseos en mí.

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