Me enamoré de sus hojas y sus lápices y de todo lo que creaba en ellas. Me enamoré de sus trazos y de la forma en la que hacía que las líneas tomaran forma de sueños y miedos. Me cautivó su mirada hacia la vida y cómo desplazaba sus dedos por las páginas de un libro al adentrarse en historias de espías y amores. Me enamoré de su risa y de sus manos, del brillo del sol en su pelo y del talento para escribir cartas hacia corazones dolidos.
Me enamoré de sus ideas, de la forma en la que defiende otra vida y de su sonrisa al ver un día soleado o un perro andando por un prado floreado.
Me enamoré de su gentileza, de sus abrazos cálidos y de cómo toma otra mano cuando las lagunas se forman con lágrimas.
Me enamoré de sus miedos al darme cuenta que no podría curarlos, que bastaba con amarlos y dibujarlos. Encontré en ellos una parte de mis defectos y decidí aceptarlos para logar sobrellevarlos. Se dijo a sí misma que los miedos no son siempre lógicos y no pretendía enfrentarse a ellos. Su karma la seguía aunque en su mente se decía que ya había logrado pagarlo y se sentía ilógica, fue ahí cuando vio que no valía seguir complaciendo a los otros. Su miedo al fracaso, al rechazo, a la soledad. Porque si fracasaba se sentía inútil y nadie quiere a alguien inútil en su vida y entonces se encontraba sola. Ahí estaba su miedo incoherente, irracional; amaba conocer gente, hablar con personas nuevas y tener amigos con quien salir de fiesta y bailar. Pero su necesidad de soledad la jalaba y su independencia le susurraba al oído «salgamos, o terminaremos por ahogarnos». Puede que sí. Sentía que se ahogaba con la gente si duraba demasiadas horas que no tenía previstas en un mismo sitio, en una misma situación, en un mismo foco de atención.
Me enamoré de sus problemas, de su felicidad y su cuerpo. De las formas de escape que creaba con sus manos. Me adentré en sus deseos, en sus más profundas muestras de amor y en su idealización del mismo. Me gustaba cómo apreciaba los cambios de color en el globo azul que la cubría y como los compartía con la gente a su lado, porque compartir atardeceres era una manifestación de su amor.
Me enamoré de los planetas, de ese infinito lleno de estrellas, de la luna y el brillo que irradia en esa oscuridad que cubre sus ojos cada noche cuando ella sale a admirar. Me enamoré de su silencio, de como decía tanto sin soltar una sola palabra.
Sus fragmentos rotos cual espejo tirado por miedo a ver un reflejo inquietante. Eso era ella: un espejo fragmentado. Sin embargo, me enamoré de sus pedazos y me propuse a armarlos para recrear esa pieza que solía ser su alma. Tomé su mano como ella solía hacerlo con otras personas en pena. Dibujé corazones en sus dedos y logré sentir que volvía a confiar en alguien de nuevo. La dejé en su espacio, la observé bailar en el pasto con sus pies descalzos y me enamoré de nuevo. Me enamoré de su renacer.
Salió entonces un poco más a la superficie.
Tomé sus lágrimas con mi boca, de a pequeños besos le robé una sonrisa y le abracé con ternura. De a poco fue soltando sus ataduras, recorriendo su mente para encontrar y soltar. Ya no le temía tanto a la soledad, a encontrarse en una caja negra con solo su propia voz como respuesta. Aprendió a abrazar sus horas propias, a no depender de nadie para encontrar su felicidad y se dio cuenta que no estar enamorado de alguien no es tan malo. Siguió los pasos de otros artistas inspirándose para sus obras y volvió a plasmar con gentileza sus pensamientos. Rellenó páginas con letras y al ver que no las iba a poder entregar se dispuso a quemarlas y regar las cenizas restantes al viento.
Decidió dejar de hacerse daño, de quemar su propio cuerpo y odiar cada esquina.
Me enamoré entonces de su valentía, de su habilidad de reconstrucción y de los pedazos rotos que decidió no volver a unir, y yo tampoco intenté hacerlo. Me enamoré de su tristeza, de la ansiedad que la rodeaba, de la falta de apego hacía personas que la aman, porque «así no podrán dejarme sola». Decía que sus metas eran más grandes que sus miedos y cayó miles de veces en la penumbra, siguió cayendo con sus alas rotas y su corazón encogido hasta que abrió los ojos y se dijo a sí misma que no todo tenía que estar perdido, así que decidió alejarse del hoyo negro en el que se había quedado de estadía y recuperó sus bolsas llenas de acuarelas y decidió subir de nuevo para poder pintar el cielo.
Ahí encontró grandeza.
Envolvió los pétalos de una rosa blanca que encontró atropellada en un pañuelo de seda, los guardó en su bolsillo y los liberó en un río como muestra de gratitud. Repitió un mantra a lo bajo para que solo la tierra la escuchara y se colgó cristales al cuello y se vistió de amarillo; prendió un incienso con olor a canela y dibujó su sonrisa, se enfocó en sí misma. Por primera vez sintió alivio, su pecho vacío y sus manos sin temblor alguno. Levantó su cara al viento e inhaló el aire fresco con conciencia de por medio. Porque aprendió que solo con su oscuridad podía existir de nuevo su luz. Sin embargo esta nunca la abandonó, solo siguió sus pasos como un perro curioso. Alabando sus caídas y sus nuevos pasos desde atrás, escondiéndose de vez en cuando hasta que se sintió lo suficientemente fuerte para salir y dejarse encontrar. Y por una razón, le gustó encontrar esas dos partes de ella.
Nunca iba a deshacerse de ninguna de las dos, no porque no quisiera, sino porque no podía. Y lo aceptó. Y se enamoró.
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