Esa macroestructura de agua y sal que forman un mar de lágrimas condensadas en la historia el sufrimiento de los inocentes; ese pedazo de ser, fugaz, obtuso, intrínsecamente imperfecto, a veces vacío, a veces contenedor de miles de relámpagos recorriéndole el cuerpo en forma de torrente sanguíneo que explota entre latidos de pesar y quejidos de incoherencia. Ese estúpido violador, sanguinolento y pestilente, ese bebé hincando la rodilla ante la sombra de la vida mientras emite el primer grito ahogado al recibir su primer azote; ese vagabundo saliendo de casa para correrse emocionalmente en una danza diseñada mediante trucos de marketing, colorines y musicalidades varias que le permiten escapar de su auténtica realidad durante unas horas ante el reflejo oscuro de si mismo que le devuelve la noche; ese pescador que se ríe ante su imagen al reflejarse sobre el agua dulce de un río, consciente de que la única, auténtica locura que puede sentir y ser capaz de comprender un ser humano, solo puede emanar, también, de sí mismo.

Esa pobre estrella de cine venida a menos; esa astilla de oro infectando de parsimonia un dedo.

Esa inacción que le recorría el cuerpo.

Esa ansiedad convulsa, esa cruenta guerra civil promulgada por los dos hemisferios de su cerebro, ese sentimiento y esa razón que le carcomen, a partes iguales, las comisuras de los labios y los nudillos de los dedos, provocando así que el movimiento de éstos últimos sea más lento, que, al rozar la madrugada, los huesos de las manos duelan encarecidamente, provocando también, asimismo, un dolor agudo, como el que produciría un cristal roto deslizando su cara afilada sobre un tímpano humano.

Ese espíritu alicaído que nace, va adquiriendo forma y rostro, dándole lecciones de un nivel que no es capaz de comprender o asimilar, que le vocifera desde el infierno, el de verdad, el que subyace sin capacidad de decisión sobre su propia existencia, el infierno que él sentía, el que llevaba dentro, su propia cabeza urgiendo recibir oxígeno, ése que le permitiera de nuevo bombear pensamientos conexos dentro de una mente enferma, rumiante como estaba de ideas, de esas furibundas, de esas que se retroalimentan de su propia, corta, perecedera y vacua existencia.

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