Llegas a la oficina, como todos los días, 15 minutos antes de tu hora, pero has tenido tiempo para dejar la comida preparada y los niños en el colegio . Colocas todas tus cosas sobre el escritorio y enciendes el ordenador, con mucho cuidado de no romperte la uña con esa trampa para osos que tiene por botón.
Mientras el ordenador se despereza, cruzas el pasillo flanqueado por mamparas que conforman modestos despachos. Al fondo, a la derecha está el de Lorena: tu compañera. Tu confidente.
—¡Bueno, ve preparándote para tu gran día! —te dice ella con sus ojos resplandecientes—
Esbozas una media sonrisa, apenas una mueca, mientras piensas en las horas que has dedicado a ensayar frente al espejo lo que está a punto de ocurrir.
—Esta vez no va a poder negarse.
Es ahora o nunca, piensas. Tiene que ser ahora. Lo tienes al alcance de los dedos. Casi lo puedes tocar. Los nervios te paralizan y…
—¡Despierta! —te dice Lorena mientras te zarandea por los hombros.— Luego me tendrás que invitar a comer para celebrarlo. Por fin vas a tener un despacho junto al mío. Nos vamos a comer el mundo.
Aprovechas el empujón de ánimo, te giras con decisión a la vez que guiñas un ojo. El corazón te bombea a toda velocidad y notas cómo finas gotas de sudor van cubriendo todo tu cuerpo. Decides no usar la escalera, vas al baño, cierras los ojos y respiras hondo intentando no pensar en nada. Te lavas la cara con la intención de refrescarte y aliviar la tensión, sales del baño y te diriges a los ascensores.
Subes al piso superior, la planta noble. Ya has estado ahí otras veces, pero no deja de impresionarte. Está diseñado para eso. Hay maderas nobles por todas partes, y el pasillo está salpicado de retratos de personas en actitud muy seria. Te acabas cuadrando frente a una puerta oscura con un pequeño letrero en el que puede leerse «Gerente Cuesta».
Te atusas el pelo y te revisas la ropa. Todo está perfecto, así que inspiras hondo y llamas a la puerta.
— Adelante, Martínez, siéntese.
Entras en silencio, intentando mantener la cabeza alta y el paso firme. Miras a tu alrededor, suelo enmoquetado, enormes ventanales con las mejores vistas de la ciudad, grandes estanterías de madera de roble plagados de libros. Todo lujo pero ni rastro de toque personal. Ves una silla vulgar de oficina situada frente a un enorme escritorio. Un escenario preparado a conciencia.
Te sientas, y mientras reúnes el valor necesario para empezar a hablar, finges admirar las vistas de la ventana con cara de asombro.
— Buenos días, señ…
— ¡Nada de formalismos, Martínez! Llámeme simplemente Cuesta, que estamos entre colegas —te interrumpe, con un tono de condescendencia que no se esforzaba en disimular.
— Pues eso, Cuesta…, —alcanzas a musitar tratando de que tus ojos sean capaces de subir más allá de la altura del cuello que tienes enfrente— … quería recordarle lo del ascenso. Ahora que Vega se ha jubilado, confiaba en ocupar su puesto.
La cara de Cuesta adopta una sonrisa que le hace desaparecer de un plumazo la mitad de las pecas que le pueblan las mejillas. Te sube de pronto un hormigueo desde el estómago que te libera de la mayor de las cargas y te acomodas en la silla con esperanza.
— Por supuesto, Martínez, sabe usted que puede contar conmigo para cualquier cosa que necesite en esta empresa. Para nosotros es primordial que nuestros empleados se encuentren a gusto, y le consta que valoramos su trabajo.
Te suena a discurso memorizado y repetido hasta el aburrimiento en situaciones similares.
— Sí, pero… precisamente…
— Mire, Martínez, no es cuestión de sexo, que últimamente está todo el mundo a vueltas con la pamplina de la discriminación. —te espeta levantándose de su sillón de ejecutivo y paseándose por el despacho hasta sentarse sobre su escritorio, colocando de forma estudiada su cara justo enfrente de la tuya, pero un palmo por encima— A usted le encanta su trabajo.
— Sí, pero sé que…
— Se nota que disfruta. ¿Seguro que la diferencia de sueldo le compensaría? Tenga en cuenta que se trata de más responsabilidad, y eso, se lo digo yo, no está pagado. En cierto sentido, me da usted envidia
—Esto ya es demasiado —piensas mientras Cuesta regresa con arrogancia hacia su trono y sientes que tu cuerpo va menguando por momentos y hundiéndose cada vez más en la silla.
Alzas por primera vez la mirada para encontrar la de tu oponente. Toda la sangre que había huido de tus manos de tanto apretarlas se dirige a tus mejillas, que enrojecen mientras te debates entre la frustración y la ira.
— Llevo ya más de 8 años en el puesto —estallas levantando la voz— Nadie en esta empresa ha estado tanto tiempo sin ascender. Todo el mundo me adelanta por la derecha, y en cualquier caso, me gustaría intentarlo.
—Si no me convence, siempre podré volver a mi puesto actual. —Ahora eres tú quien no quiere ocultar el tono sarcástico.
— Hombre, eso no siempre está garantizado, pero en cualquier caso, no se desaliente, debe tener paciencia. Siga demostrando su valía y tarde o temprano el ascenso llegará. Mientras tanto hágame caso. Seguro que su familia y, sobre todo, sus hijos, van a agradecer que pueda pasar tiempo con ellos, y usted podrá dedicarse a ellos en cuerpo y alma.
Te pones en pie. Sabes que no hay nada más que hablar, así que decides que, al menos vas a ser tú quien diga la última palabra. Te das la vuelta con decisión te diriges a la puerta, la abres y mientras sales le sueltas a bocajarro y sin apenas girar la cabeza:
— Pues sintiéndolo mucho, señorita Cuesta, he de decirle que pienso seguir demostrando mi valía, pero no como empleado de esta empresa.
Cierras la puerta tras de ti, ya relajado das un enorme suspiro y corres hacia el despacho de Lorena. Te abrazas a ella mientras se humedecen tus mejillas y tras reconfortarte con su calor le miras a lo más profundo de los ojos y le dices con una risa nerviosa:
— Me temo, cariño, que durante un tiempo vamos a tener que vivir de tu sueldo.
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