LA ZAPATERÍA BORCEGUÍ

LA ZAPATERÍA BORCEGUÍ

N. N. Arroyo

05/07/2023

Una tarde fría de aquellas, en la que los pájaros no quieren dejar sus nidos, vi tras la ventana a una dama de angosto cuerpo y encorvado andar, cruzar la calle. Ocultaba su rostro bajo un sombrero adornado con plumas de faisán que atraían mi mirada al agitarse con el viento.

Era la primera vez que veía a una persona de esta manera. La dama del sombrero parecía no encajar en esta ciudad. Llevaba objetos tan vistosos y únicos que, pese al frio de la tarde, decidí salir. Quizás si seguía sus pasos, llegaría hasta sus aposentos y ahí todos los objetos serían tan únicos y vibrantes como los que ahora llevaba sobre su cuerpo. Quería saberlo, me devoraba la curiosidad. El deseo irresistible de saber más de ella se apoderó de mí.

Me fui acercando cauteloso, hasta estar tan cerca del llamativo carmesí de sus zapatos, tan cerca que vi  colgar rubíes del velo francés que cubría su semblante.

Al llegar a la calle Bolívar, la dama se detuvo frente a una antigua puerta de cobre labrado y mientras yo observaba el enorme letrero dorado con la frase “Zapatería Borcegui” grabada, la dama hurgaba en su bolso de piel, del que segundos después saco una elegante llave en forma de garza, introduciendo parsimoniosamente el pico del ave metálica en la cerradura. Tras un chirrido de metal oxidado, el portón se abrió abruptamente, dejando a la vista una escalera que conducían a la planta alta del edificio. Al fondo de la escalinata, la oscuridad lo cubría todo, que, sin necesidad de una voz, me susurraba que entrase, que subiera uno a uno los peldaños de mármol y me adentrara a la penumbra para descubrir los tesoros que albergaba. Así lo hice, Subí sigilosamente, siguiendo el aroma mohecido que la dama había esparcido.

En la negrura de la planta alta, me deslicé por las paredes hasta escabullirme por un rincón, intentando que mi presencia no fuera percibida por la dama. Al encenderse simultáneamente los candelabros, permanecí quieto, alerta; observando el amplio salón finamente decorado en el que me encontraba. Las paredes estaban repletas de bellos retrato al óleo y al centro del salón se encontraban innumerables y elegantes estantes llenos de zapatos, de múltiples formas, telas y adornos. Cada objeto en el lugar poseía una belleza única; incluso algunos eran tan exóticos que me dejaban anonadado.

—Es para nosotros muy agradable tener visitas —un eco inundó el salón.

Me sobresalte de inmediato al sentirme descubierto, hasta escuchar a la criatura de belleza juvenil y ordinaria responder.

—Perdone mi intromisión, la puerta estaba abierta.

—Descuida, nos complace tu visita —la voz glacial de la dama, se dispersó nuevamente por el salón.

Miré a la joven; carecía de algún rasgo peculiar que llamará mi atención, por lo que rápidamente ignoré su presencia y me dediqué en plenitud a observar el precioso calzado que abarrotaba las vitrinas.

Recorrí los pasillos del lugar observando detenidamente los zapatos, y debo admitir que aunque mi interés no se centraba en la joven, no pude evitar observarla un par de veces. Reconocía en ella esa mirada ensimismada, maravillada con lo que veía: las altas plataformas, las plumas de diversos colores e incluso la madera tallada, con la cual estaban confeccionados los zapatos, nos asombraban a ambos. La frágil figura saboreaba el tiempo a través de los zapatos, tanto que se dejaba llevar por la soledad, leyendo en voz alta las notas esparcidas entre ellos, zapatos de charol blanco de los años cincuenta, Zapatos con montura de cedro e incrustaciones de nácar traídos desde Egipto… y de pronto fijo la mirada en algo que desde mi lugar no podía a preciar. Me acerque, al mismo tiempo que ella se acercaba a la vitrina y sus pupilas se dilataron como lo hicieron las mías.

Al fondo del estante se hallaban un par de zapatos, confeccionados con raso azul celeste y sutiles racimos de flores, bordados en plata. La joven, encandilada, observaba cada detalle, cada costura… Ensimismada, no se inmutó, ante la presencia casi fantasmal de la dama, que la observaba a unos pasos de distancia.

Vi a la joven postrar sus delicadas manos en la vitrina, mientras un extraño presentimiento erizaba mi pelaje, por lo que me dispuse a arrastrar mi cuerpo tras una cortina azabache que cubría un ventanal, observando por el rabillo del ojo.

La piel porcelana de la joven se estremeció, como mi piel hace unos segundos, al ver a la dama a su lado. Observé los labios de la joven abrirse y asentir con la cabeza, mientras la dama, con la cabeza gacha, abría delicadamente la vitrina, retiraba los zapatos celestes, para entregarlos a la joven frente a ella.

La joven sostuvo el par de zapatos por unos minutos, se agachó y coloco los zapatos sobre el suelo para liberar sus manos, desató cuidadosamente sus botines de piel negra y se dispuso a meter delicadamente sus pies entre la suave tela de los zapatos celestes.

Cuando la criatura hubo terminado de ponerse el calzado, todo a nuestro alrededor había cambiado repentinamente, un lujoso salón de muros blancos y ricos adornos dorados nos envolvía. Mientras una gran multitud de hombres vestidos de fracs y sombrero caminaban del brazo de finas damas adornadas con gemas y joyas preciosas, para ocupar los asientos frente a un gran escenario… Intentaba no perder de vista a la joven, pero fue en vano, de un momento a otro se disipó entre tanta muchedumbre, por lo que sigilosamente, me adentré entre las filas pasando por debajo de las finas butacas tapizadas en terciopelo carmín. Y cuando al fin llegue a la primera fila, el bullicio del recinto se contuvo ante el grito de un solo hombre. Las luces se apagaron casi en su totalidad, iluminando únicamente la plataforma que se extendía al frente de las asientos, por lo que decidí ocultarme en lo alto de lo que me pareció el telón, intentando descifrar qué pasaba, De pronto descubrí a la joven, sentada en una de las sillas en primera fila, con la mirada fija al vacío, envuelta en un vestido vaporoso, de un tono azul zafiro, con pequeñas perlas incrustadas por todas partes, que apenas dejaba a la vista los zapatos azul celeste.

Quise saltar hacia ella, pero mi intención fue interrumpida por una cortina aterciopelada que se abría parsimoniosamente, dando paso a un cielo tan natural que no parecía artificial. Bajo él, tres arboledas. Una mujer envuelta en lienzos blancos surgió de entre ellas danzando, parecía flotar, y, a su paso, un hombre resplandeciente como el sol la asechaba.

Un leve tumulto en la tribuna llamó mi atención, las mujeres hablaban entre cuchicheos y los hombres las silenciaban autoritariamente con la vista. La joven estaba de pie, pálida, con la mirada desconcertada nadando en dos lagunas negras, cubría una y otra vez el vestido con sus palmas, su mandíbula estaba tensa, y por un momento nuestras miradas se cruzaron, lo supe de inmediato ella me reconoció[N1] … por un momento la sorpresa me hizo retroceder y supe por el estruendo que mi tambaleo provoco la caída de un objeto metálico, sin embargo el instinto de querer acercarme a la joven me impidió corroborar el acto y sin pensarlo más salte hacia ella… un efecto resplandeciente segó mi vista por un momento, escuchando únicamente la euforia del público, acompañada de aplausos; mientras yo aterrizaba por el suelo y trataba de moverme tan ágilmente como me lo permitían los eufóricos movimientos de los zapatos del emocionado público, hasta que al fin reconocí las zapatillas celestes…

—¡Fuego! ¡Fuego! —gritó un actor con gran ímpetu. La multitud aplaudió reconociendo la gran representación del actor que desesperadamente volvió a gritar.

—¡Fuego! —pero nuevamente el público excitado aplaudía con gran arrebato, hasta que todos los presentes vieron al actor saltar de escenario momentos antes de que el telón colapsara, consumido por las llamas. De inmediato me escabullí y salte a la posición más alta y segura del lugar, para ver a la joven que, en un intento desesperado de abrirse paso entre la multitud abatida, corrió entre las butacas con torpeza, hasta dar con uno de los pasillos que conducían a la salida, pero al fondo la aglomeración apanicada y anhelante por salir, formó un tapón de lamentos y ruegos, que no permitían abrir las puertas.

La muchacha, con el rostro marcado por el pánico, buscaba con desesperación la manera de salir, pero entre el gentío un hombre de cuerpo robusto la empujó, tirándola bocabajo, en su afán de encontrar la salida. La joven no tuvo la menor posibilidad de poder levantarse, pues la ola de zapatos salvajes y asustados marcharon sobre de ella, acabando con su vida antes de que las llamas la alcanzaran.

Me deslicé por la rendija que encontré minutos antes de verla morir. Al salir del recinto noté que de alguna manera estaba nuevamente dentro de la zapatería. La dama buscaba, con una sonrisa maliciosa, un espacio en sus estantes para exhibir el par de zapatos azules y los zapatos negros de piel que la joven había dejado sobre el suelo. Noté cómo una pintura al óleo de la mismísima joven cruzando la calle Bolívar se formaba, justo al lado del retrato de una mujer cuya vestimenta era idéntica a la que la joven usaba en el teatro. .

-Veo que sigues aquí -escuché decir a la dama del rostro cubierto–. Vete, asquerosa bestia, antes de que… -la dama se acercó tanto a mí que, tras el velo francés, reconocí las marcas faciales de una quemadura, y antes de que pudiera alejarme de un manotazo, salí del local.

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