LO MEJOR Y LO PEOR DEL DÍA

Gerardo no estaba bien.

Inicialmente pensó que se trataba de una mala racha, pero ya llevaba así el tiempo suficiente para saber que aquello no era pasajero. Muchos le decían que era un tipo afortunado, pero él, que no estaba de acuerdo, les mandaba a la mierda de pensamiento y, ocasionalmente, también de obra. Estaba convencido de que sus días eran una ruina. Se levantaba de la cama sin ganas de nada. Iba a trabajar con el mismo interés con el que reza un ateo. Donde antes todo era ilusión, porque, por fin, después de tantos tumbos, había encontrado un trabajo en lo suyo, ahora le amargaba ir a la oficina, le asqueaba ver allí las caras de siempre, redactar los estúpidos informes que John, su jefe, le reclamaba constantemente, y aborrecía la parada para el café de las doce, porque nada le parecía más lamentable que los monólogos coñazo que se marcaban sus compañeros sobre sus insignificantes vidas.

Y lo de después tampoco era mejor. Cuando volvía a casa, no tenía más propósito que pasar la tarde tumbado en el sillón observando los relieves del gotelé del techo, que, por efecto de la ininterrumpida constancia con la que los miraba y de las secuelas de antiguas humedades, parecían cobrar vida y configurarse mágicamente en mapas de continentes irreales o en animales fabulosos. Cuando sentía hambre, como tenía la nevera vacía porque, con lo de mirar el gotelé, se le pasaba el tiempo y no salía a comprar, pedía comida a domicilio.

Por lo demás, los colegas ya casi no le llamaban. Se cansaron de sus pretextos inverosímiles para no quedar. Pero es que no le apetecía. Desde que andaba así —mal—, la cuadrilla le aburría casi tanto como los monólogos coñazo de sus compañeros en el café de las doce. Pensaba que sus amigos eran unos fracasados como él. Unos tipos que, aunque les quedaba poco para alcanzar la cuarentena, continuaban anclados en vacías conversaciones adolescentes, llenas de videojuegos, de fútbol, de bandas de rock y de despecho disfrazado de indiferencia por el rechazo de las mujeres que nunca habían querido nada con ellos y de las que no lo querrían jamás.

Hablando de mujeres y de su rechazo, Alejandra, la secretaria de John, su jefe, seguía sin reparar en su existencia y, para colmo, hacía tiempo que tampoco se veía con Diana. La última vez que habló con ella fue por WhatsApp y la cosa no fue bien. «¡Mira chico!», le grabó en un audio cuando, harta de sus monosílabos, terminó por perder la paciencia, «¡no sé qué te pasa, pero no estoy yo para tus mierdas, que bastante tengo ya con las mías! Cuando te arregles, me dices. Hasta entonces, chaíto.» Él la dejó en “visto”.

Para colmo, padecía insomnio. Hasta que bien avanzada la madrugada el cansancio le vencía, pasaba el resto de la noche dando vueltas en la cama: que si se arropaba, que si tenía calor, que si bocabajo, que si bocarriba, que si la comida a domicilio regurgitándole en la boca del estómago… En fin, una odisea.

Fue precisamente buscando remedios para el insomnio que un buen día probó a escuchar la radio con la esperanza de que su runrún lo arrullara y le ayudara a conciliar el sueño. Tras probar sin éxito con la parrilla de programas nocturnos de las cadenas de radio, finalmente dio con el podcast de un periodista que, a medio camino entre la entrevista y la conversación, charlaba largo y tendido con sus invitados, generalmente divulgadores en el ámbito de la psicología y de la neurociencia. No es que escuchándolo conciliara antes el sueño, pero sí se peleaba menos con las sábanas porque el contenido de las conversaciones le resultaba interesante y le entretenía.

Una madrugada, la invitada de turno, una filósofa experta en comunicación que presentaba un ensayo sobre motivación personal, explicó que una buena técnica para dar sentido al día a día y romper con indeseables sensaciones de monotonía y frustración consistía en escribir al final de la jornada unas líneas sobre lo que se ha hecho durante la misma. No tenía que ser un diario propiamente dicho, pero sí una breve reflexión sobre lo mejor y lo peor del día que, según la experta, serviría para identificar su singularidad y paliaría la asfixiante sensación de que la vida no es más que la repetición crónica de una misma nadería.

La noche siguiente no lo dudó. Antes de meterse en la cama, anotó la fecha del día en la primera página del cuadernillo que había comprado y, animoso, quizás también esperanzado, se dispuso a escribir el resumen de lo que había pasado en las horas previas. Sin embargo, pese al entusiasmo inicial, no tardó en desalentarse. Ningún hecho que le pareciera digno de mención acudía a su cabeza. En el trabajo, todo había sido como siempre. Después del trabajo, había vuelto a pasar la tarde con lo del gotelé. Además, para colmo, le repetían los jalapeños de las patatas-bacon-cheese-picantes
que, casi frías y algo revenidas por la demora del repartidor en la entrega, se había cenado. Iracundo, apretó tanto el bolígrafo contra el papel para escribir la palabra «NADA» que lo rasgó. Seguidamente, al borde de un ataque de ansiedad, cerró el cuaderno y lo tiró contra el suelo.

Esa noche no quiso escuchar el podcast. Se sentía traicionado por él, engañado. La experiencia del pseudodiario le había convencido de que las conversaciones que había escuchado no eran más que palabrería inútil y tramposa, que él, ingenuo, se había creído como un idiota.

Al día siguiente, vuelta a la rutina. Lo de siempre en el trabajo, el “visto” que dejó a Diana en el WhatsApp
hacía ya casi un mes, lo del gotelé. Otro día igual.

Sin embargo, cuando llegó la hora de acostarse, se extrañó al ver el cuadernillo sobre la mesilla, porque no recordaba haberlo recogido del suelo. Desdeñoso, lo miró con un gesto de desprecio y, aun en el convencimiento de que, esta vez, ni siquiera escribiría la fecha, sus manos, sometidas a una fuerza misteriosa, lo abrieron con movimientos lentos y ajenos a su voluntad.

Al ver la página, primero se sorprendió y, de inmediato, entró en pánico. Lo que tenía frente a sus ojos era imposible. Debajo de la palabra «NADA» que había escrito la noche anterior, aparecían ahora la fecha del día en el que aún estaba y, debajo de esta, unos párrafos que, pese a estar redactados con su grafía, tenía la seguridad de no haber escrito. El texto celebraba que John, su jefe, por fin le había ascendido a director de márquetin, así como que, en dos días, se haría cargo de presentar junto con el gran Ibai Llanos, el último diseño de la compañía, lo que acontecería en el cóctel con photocall que esta había contratado con el Hotel Ritz, al que acudiría la prensa y lo más florido del panorama empresarial de su sector. Lo peor del día, el adiós definitivo a Diana, a la que tuvo que convencer de que, aunque se querían (sobre todo ella a él), lo mejor para los dos era dejarlo. “Como dicen que un clavo saca a otro clavo”, seguía el texto, “creo que ya no me voy a hacer más de rogar por Alejandra y voy a quedar con ella para cenar.”

Desconcertado, escrutó el cuadernillo de arriba abajo buscando una explicación. Al no encontrarla, llegó incluso a dudar si, absorto quizás por el psicodélico espectáculo del gotelé, su inconsciente no hubiera intercambiado roles con su consciente y, en un desdoblamiento dimensional de la realidad, su otro yo, o su yo de otro plano, hubiera escrito aquellos párrafos.

Tras pasar toda la noche en vela dando vueltas al asunto, se fue a la oficina con la injustificada esperanza de encontrar allí alguna respuesta. Pero, como no podía ser de otro modo, no la halló. Una vez más, las mismas caras, los mismos informes, el mismo John, la misma indiferencia de Alejandra, el puto café de las doce y los monólogos de sus compañeros, todo igual.

Sobrepasado por el inexplicable suceso, decidió no ir directo a su casa después del trabajo y, como a causa del desconcierto, prefería no estar solo, llamó a su amigo Fede y le propuso quedar para tomar algo. Pero este, despechado, le dijo que aquella tarde no podía, respuesta que, probablemente también por despecho, obtuvo del resto de los miembros de la cuadrilla a los que asimismo llamó. A eso de las diez de la noche, harto de dar tumbos por la calle, consideró que ya no debía posponer más la vuelta a casa. Cuando abrió la puerta, lo primero que vio desde su umbral fue el cuadernillo sobre la mesa del salón. Un escalofrío le recorrió la espalda: tenía la certeza de que él no lo había dejado ahí. Bordeando el perímetro de seguridad imaginario que su miedo dispuso alrededor del cuadernillo, atravesó el salón hasta la cocina donde cogió una cerveza de la nevera. Pensativo como el poli protagonista de un thriller americano a punto de resolver el caso, bebió un trago, se sentó frente al cuaderno y, con movimientos indecisos, lo abrió. Quiso que todo hubiera sido una ilusión, que en el cuaderno solo aparecieran escritas la fecha y el «NADA» que él recordaba haber anotado, pero no fue así. Varios párrafos nuevos habían sido añadidos a continuación del texto del día anterior. Decían así:

“Jueves, 8 de junio de 2023.

John me ha presentado a Ibai Llanos, que, por lo visto, quería conocerme para que le explicara de qué va el nuevo producto que presentamos mañana en el Ritz.

¡Joder, qué tío más majo! No hemos hecho más que saludarnos y ya sabía que nos íbamos a entender. John nos ha invitado a comer en el Filandón. Si no es porque antes de las ocho tenía que recoger de la tintorería el Armani
que voy a ponerme mañana, aún estamos de sobremesa.

Lo mejor del día: Ibai Llanos; lo peor: nada.”

Han pasado dos meses desde entonces y, aunque Gerardo sigue levantándose cada día para ir al trabajo y pasar la tarde mirando el gotelé, sabe que esa no es su vida, sino una ensoñación, la que sus sentidos se empeñan en mostrarle como la realidad, pese a que esta es la que ocurre en su cuadernillo, la que experimenta cada noche cuando lo lee antes de conciliar el sueño, que, por fin reparador, se extiende hasta la noche siguiente en la que lo vuelve a leer y vive lo que siempre deseó.

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