Enamorarse es tan natural como respirar

Enamorarse es tan natural como respirar

María de la Cruz

28/06/2023

Lo recordó durante toda su vida muy bien porque fue instantáneo. Un hombre, alto, desgarbado, moreno, de ojos azules y mirada perdida se encontraba revolviendo el cola-cao de su hijo. Sus ojos se trasladaron, vagos como andaban, al vaso de leche contaminada por el azúcar que contenía parte del desayuno del pequeño de sus vástagos, mientras sus pensamientos no sabían qué decirse. Eran las diez de la mañana de un sábado cualquiera, en el que, mientras ella colocaba los cereales de su hijo mayor en su lugar de la encimera, rozó ligeramente con su codo la mano en la que él sostenía la taza.

Por primera vez en dieciséis años, el corazón del hombre presente en la sala no daba un pequeño brinco al rozarla sin esperarlo.

Los niños, taciturnos y aun perezosos como andaban, corrieron media hora después al abrazo de la niñera que habían contratado. La mujer se los llevó en su Volkswagen Polo del 2005, con una cara que cualquiera diría que iba a pasar toda la mañana entreteniendo a dos niños de seis y ocho años, mientras convivía con la inevitable incertidumbre de no saber qué intenciones tenían los amables pequeñines. Sonreía, es más, reía con ganas mientras los hijos de la todavía pareja le indicaban con vehemencia, qué canciones, debían, por el motivo más puro que tan solo conceden las alas heredadas de la inocencia de la infancia, poner a todo volumen en la radio del coche.

Se fueron. Y con ellos se fue la música de Sebastián Yatra sonando a todo volumen por los altavoces del Wolkswagen Polo azul, siempre impoluto, que conducía, aún entre carcajadas, la niñera. Se fueron sus hijos. Se fue el sentimiento cálido, sosegado, el último verso infinito que rimaba palabras salidas de la boca de ella, y que ahora se había convertido en un poema escrito por otra mujer resonando en los oídos de él, enredándose sin remilgo alguno a su alma. Se fueron las dos únicas razones que tenían, ambos, a éstas alturas, para andar con rodeos e intenciones vacuas, con excusas o pensamientos hilvanados siendo acallados por el ruido de la consciencia.

O peor, de la moral.

Dejando a la consciencia y a la moral a un lado, dejándolas atrás como atrás deja en el olvido la historia las entradas para una sesión de cine cuyos poseedores eran dos amantes que no llegaron nunca a encontrarse, así se encontraron, cayendo en el olvido, de repente, descalzos en el rellano de la casa.

Los ojos de ella parecían no decidirse a liberar una expresión definida, pues vagaban divididos entre el dolor que le inducía a querer dejar por fin libre al ser más salvaje que anidaba en su interior, para que fuera éste quien le obligara a borrarlo para siempre de su memoria, y el miedo que le provocaba perderlo, no volver a abrazarlo, a sentir sus manos, frías también, como las suyas, acallando a los demonios del hielo que le gritaban desde aquella tarde en pleno invierno en la que besaron por primera vez en medio del invierno irlandés, cuando se miraban embobados en medio de una playa de Irlanda cuyo cielo se encontraba tan encapotado, como lleno de años de vida por delante aquella tarde.

Cuando ella volvió de repente de su ensimismamiento, miró en los ojos de él, buscando un resquicio de algo que no fuera el resquemor iracundo y bravío que se había quedado a dormir en la boca de su estómago. Sintió odio, sintió ira, frustración, atracción sexual y fue presa de unas ganas irrefrenables de estampar su mano, incluso con las uñas recién pintadas, sobre el rostro de un hombre, que, a sus ojos, parecía haber envejecido unos veinte años en los últimos meses.

Ella se alejó de él con una zancada lateral, movimiento casi felino con el que comenzó su camino hacia la cocina. Él caminó hacia el salón con el mismo ritmo enganchado a su paso que seguían los presos que marchaban hacia la barca que les conducía a pasar sus días en Alcatraz. Se quedó en la puerta del salón observando cómo su mujer cogía un vaso de cristal del armario y cerraba la puerta del mismo con una potencia bien calibrada y previamente estudiada para taladrarle el tímpano. Ella aligeró su paso hacia el salón, apuntándose la victoria obtenida en el primer round de los que se barruntaban dentro del contexto de una contienda muy desigualada. Se acercó a la pequeña mesita de hierro antiguo sobre la que se encontraban varias botellas de alcohol y se sirvió un Jack Daniels, por lo menos triple, en una taza que rezaba best mummy ever. Se lo bebió de golpe cual Capitán Haddock
desdichado, y ni corta ni perezosa, ansiosa seguro por si en la España de aquél momento se instalaba la ley seca, engulló dos tazas más del mismo brebaje en cuestión de menos de unos treinta segundos.

Exclamó un ¡qué!, que resonó con una furia y odio iracundos, similares sentimientos que profesaban los ejércitos vikingos entrando en batalla inducidos por emociones intensamente patrióticas para engullir con violencia el campo de guerra. Ella soltó el vocablo mientras arqueaba el entrecejo, escenificando un ángulo de noventa grados casi perfecto sobre unas cejas que clamaban sin duda por respuestas.

Él, sentado en su sofá, rojo, que siempre le pareció demasiado rojo, o demasiado algo, prefirió pensar primero en el color del sofá en el que estaba sentado, y en el que tantas veces antes había abrazado a la preciosa e imponente mujer que tenía delante, que en las explicaciones que tuviera que dar, así que alcanzó a decir, embobado.

– Lo siento.

    Lo dijo trastabillado y dubitativo verbalmente, mientras las palabras que vociferaba su lengua, la cual estaba brutalmente sorprendida por verse obligada a pronunciar las dos palabras que el sistema nervioso de su poseedor le obligaba a articular, mientras éste, con la cara blanca y el corazón bombeando sangre sin destino, parecía contener al mismo tiempo, la inocencia de un niño, y la jeta de un chulo de barrio en sus palabras.

    Ella comenzó a reírse en aquél momento. Él dudó que la estruendosa carcajada, limpia y sonora, que ella acababa de soltar, indicara nada bueno. Se le heló aún más el corazón y se le trastabillaron aún más las palabras, se le anclaron aún más en la carne, produciéndole un dolor en el cuello que sintió que le provocaba llagas al respirar, siendo consciente como lo era, de que cada bocanada de aire que insuflaba en aquel momento, provenía en realidad, de la boca de ella. Quería gritarle que parara de incordiarle con su actitud narcisista, que no llamara a las puertas de su deseo con aquella perfecta cintura meciéndose de manera delicada y equilibrada hacia un lado y a otro suavemente, formando un ángulo recto que hubiera vuelto loco hasta al último de los ángeles. Quería gritarle que la quería, que la otra no tenía que ver con ella, que, simplemente, se había acostado con una mujer, que, bueno, no era ella. Nunca le llegó a espetar los pensamientos, que, como bólidos en Le Mans, le cruzaban raudos, veloces y en bucle por la cabeza. Él desconectó de manera abyecta de las palabras de ella, que alcanzaban a rozar su oído, desde luego, pero no lograban penetrar de ninguna manera en su cabeza.

    Él estaba absorto en sus pensamientos, ella hablaba sistemáticamente sin decir nada. Él pensaba en que ya no creía que existiera en ninguna parte el amor de la vida de nadie, no creía en las medias naranjas, medias almas, ni en concepto alguno, por ejemplo, del cual versara el primer poema escrito por el último dramaturgo de turno. Empezaba a creer que fluctuamos en este viaje que es la vida y, que, a veces, en el baile del que vamos aprendiendo a ritmo de alegrías y sinsabores, toman forma, en forma de personas, nuestros propios anhelos para escenificar una hiperrealidad que nos ofrezca una serie de reacciones físicas, que, al final, invaden el alma. Fuera lo que fuera eso.

    Él esbozaba las frases pensadas en la pizarra de letras contenidas en la que se había convertido su mente. Se dibujaron, tomando la forma de una tipografía sans serif y en minúsculas que parecía sacada de un póster de la Bauhaus, o algo así, pero las encontraba fuera de contexto y tergiversadas. Quizá fuera su parte racional clamando a las puertas de una ciudad en guerra, claudicada, vencida, engullida por las llamas del fuego que solo provocan los necios, y en la que, mientras las almas en descomposición que quedan con vida fluctúan, ávidas por capturar el poco oxígeno que podría quedar aún en el ambiente, admite su derrota y comienza a autodestruirse compulsivamente para evitar el dolor de tener que seguir luchando para sobrevivir.

    Ella ladeó la cabeza en un movimiento que él pensó que podía haber estado acompasado con el ritmo del dedo de ET al pronunciar el vocablo: mi casa. Emma suspiró después, abandonando la cabeza apoyada en su hombro derecho a su suerte, conteniendo más tarde el aliento durante unos segundos, mientras, finalmente, dejaba inmersos en la nada aquellos ojos que parecían ahora pedir, más que explicaciones, una salida fácil a aquélla macabra broma del destino. Se dio después la vuelta, volvió a tomar la taza blanca en su mano izquierda al mismo tiempo, que, con la mano derecha, tomaba la botella de Jack Daniels, cuya parte del contenido recorrió su piel al derramarse por su camiseta, blanca, impoluta y de lino, mientras, el resto, fue absorbido por su boca en un intento orquestado por la parte más emocional de su cerebro de intentar absorber también las ganas contenidas que tenía de matarlo.

    Él, entonces, la besó, y un rayo fugaz pero mortal los partió, allí mismo y sin piedad, en dos mitades que ya no soportaban el hedor que emitía el cuerpo putrefacto del otro. Los decibelios emocionales alcanzados en aquel momento por los dos habitantes de aquella casa pudieron haber perturbado la paz mental de cualquier vecino porque tanto ella como él comenzaron a proferir gritos y esputos dialectales varios mediante los cuales mostraban su evidente enfado con la otra parte contendiente en el duelo que libraban.

    Pararon, de repente. Se miraron a los ojos durante en un breve momento en el que se vieron a sí mismos con quince años y unas treinta canas menos.

    Él comenzó a balbucir, muy malamente, términos ininteligibles y verbos mal conjugados, además de coletillas como mmm o ejem, que repetía en cadena con un tono más monótono de lo normal, presa como era de un pánico atroz, y no pudiendo ser auxiliado por nadie.

    – No lo he podido evitar – susurró él.

    Ella no le estaba ni escuchando ni mirando. Miraba al techo mientras reía con los ojos inyectados en locura, manchados de frustración, emitiendo la risa encolerizada de un payaso solo y triste. Entonces, comenzó a llorar, de repente, y, en cada lágrima, él juro haber visto reflejadas las sonrisas de sus hijos. Ella entrelazó los dedos de su mano derecha entre los de la mano izquierda de él, y apretó con fuerza. Él la abrazó, y, mientras comenzaba a llorar, en el mismo tono y forma que ella, en un momento de inusitado brío y desconcertante halo de lucidez, pensó por fin aquello que hubiera querido decirle:

    Nadie debería sentirse culpable por existir. Y enamorarse es tan natural como respirar.

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