A pesar de sus tacones rojos, de sus labios de un color cereza más intenso que la luz que sea capaz de emitir la estrella más cercana, a pesar de su camisa de tirantes negra, tan oscura como sus ojos, los cuales poseían una belleza absolutamente alejada del estándar al que pudiera llegar a aspirar el más hermoso de sus congéneres…
A pesar de todo aquello, fue el hecho de que el cuerpo de ella desprendiera sobre las neuronas de él un color violeta intenso lo que provocó que se instalara, desde el primer momento en que la vio, en su cabeza. Bailaban en medio de una pista de baile improvisada al lado de unas cajas destartaladas y empapadas que parecían contener unas Guinness, y cuyo olor producido por el desmembramiento de su contenido por encima de las ya mencionadas cajas de cartón, mareaba la atmosfera infectándola de un hedor a alcohol y a malta que destartalaba los sentidos. Todo a su alrededor era rojo, como el humo que emanaba del suelo, del techo, del cielo al que le había trasladado el olor que emitía a kilómetros aquella mujer, pero, el de ella, era otro color, era un fugaz destello de luz violeta que se fundía con el ambiente y lo convertía en un lugar absolutamente asfixiante para el cuerpo de él, en el que la sangre que lo recorría, roja y mal intencionada enemiga, rondaba cada centímetro de su piel y le asfixiaba, vaciaba de aire los centímetros que le distanciaban de ella en aquél momento, maldito y sofocante momento, ese en el que el cuerpo de aquella mujer, a ritmo de bachata, se movía a tan solo unos centímetros del suyo.
A medida que sus caderas fluctuaban con el devenir de la música, él recordaba ensimismado el color violeta del helado que le compraba su hermana en un puesto del retiro cuando eran niños, mientras se contoneaba como un vagabundo emocional de vuelta de un after, rodeándola con su brazo derecho, el cual apenas se sostenía erguido por sí mismo, pero reunía la fuerza justa y suficiente como para agarrar con tierna firmeza el suave estómago de aquella mujer. A ratos la sensación era para él como deslizar un dedo sobre el hielo, pero en este caso, la piel de ella era caliente, estaba ardiendo, era tan cálida como el suspiro que se exhala tras recibir el reconfortante abrazo de un buen amante en pleno invierno; el dedo índice de él estaba frío, se atrevía a recorrer tan solo unos centímetros de piel por encima del pantalón de ella, envuelto en un ir y venir intermitente, hibernando como se encontraba, más allá incluso, se encontraba petrificado en su actitud y absolutamente helado físicamente.
A él le comenzó castigando su olor, su color, pero al rato, ya notó como le poseía su risa, que parecía contener en sí misma tanta alegría aparente como tristeza contenida. No tenía más que sonreír para iluminar el mundo. Con tan solo emanar un leve suspiro y arquear levemente los pómulos, era inevitable que el suelo tuviera que contener su aliento para sostener el aluvión de intensa energía positiva que se le venía encima, que invadía el mundo entero en ese instante. Era absolutamente arrebatadora en esencia, pero inocente, al final, porque si uno se fijaba, en algún extraño rincón de aquella sonrisa estaba presente ese hálito de ingenuidad que le arrebató a él el sentido común de golpe, y le condenó a seguir sus pasos por cada esquina de aquél pub irlandés al que le habían conducido, como a un autómata, un exceso de alcohol, tan inusitado, atendiendo a la historia antigua en la que se enmarcaba su vida, como predecible, atendiendo, por otro lado, a su predilección por los excesos en los últimos tiempos.
Cuatro canciones después, él se sentó con ella en un pequeño reservado. No habían pagado por él, pero el resto de los miembros de aquel selecto club de personas solo les incluía a él, a ella, y a una amable pareja de jubilados irlandeses que no paraban de darse el lote entre chupitos y vasos de cebada, y que, por supuesto, tampoco había desembolsado minuta alguna derivada del derecho a habitar allí durante unas horas, para hacer de aquel antro todo su mundo. Así que se sentó con ella en frente, en un taburete construido con madera blanca y hierro negro, en una de esas mesas horizontales, también de madera, arcaica y pesada, algo destartalada y pintarrajeada hasta el exceso y por doquier, y pensó que, en cierta manera, era lógico que nadie hubiera pagado un duro por estar allí.
Bastante tenía él con pagar la cerveza, tan ácida y desubicada como aquél antro perdido en medio de la ciudad, y mientras se enamoraba, le sorprendía que sonaran, entre otros muchos himnos al amor, cuatro canciones de Yatra en un pub irlandés.
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