¿Hasta cuando? La maldita pregunta que por mucho fractura, habita y coexiste en mi propia mente.

Lamentablemente muerto a manos de un ser que siempre supe que no era de fiar, solo cerrando los ojos en la melancólica y silenciosa oscuridad lo puedo ver, es más bajo que yo, su cabello rizado cae hasta su frente, pero la oscuridad de su alrededor absorbe su rostro y todo rasgo que pueda distinguir, lo único que logré divisar fue su sonrisa vivaz y resplandeciente, que conjura un caballo de Troya dictando un mensaje que es capaz de colapsar y enfriar mi ser, encriptando y burlándose con algo que solo yo pude develar.

Él no influye terror alguno en mí, al contrario compadezco el dolor y temor que posee. Pues sigue en la oscuridad donde lo deje, tal vez se sintió traicionado por la marginalidad del curso del tiempo. De ahí el hecho de encontrar un aspecto de familiaridad en él, pues hace tiempo que no lo veía, lo conocí hace mucho, pero inconscientemente mi ego y arrogancia lo ha acallado. Ayer me visitó y sin intercambiar palabra alguna como en todas sus visitas anteriores entendí su devuelta, tal vez si hubiera llegado cuatro meses atrás las circunstancias hubieran sido diferentes, de modo contradictorio al presente en el que el poeta reside.

No me ha dicho su nombre ni yo el mío, no es necesario, ya que ambos sabemos ámbitos del uno y el otro, solo cohabitamos un espacio que los dos conocemos y desconocemos a la vez, donde el tiempo transcurre de forma atípica, el lugar es frío y sin ningún tipo de luz que guie algún camino, nada lleva a ningún lugar, quien más que yo ha de saber, que lo he recorrido durante minutos, horas y años.

Antes de partir hizo algo inusual, me dejo ver su rostro a la perfección, cada facción, cada mirada, inclusive cada momento de su vida pude sentirlo propio. Me dio un apretón de manos y me susurro al oído que nos encontraríamos una vez más, titulándolo como «el día del juicio» al último reencontrar que tendrá el niño con aquel poeta. Alejándose de mi toma la mano de una sombra con túnica que yo no pude divisar, esperando pacientemente al niño que tomaba su mano sin temor alguno. Ahí y solo ahí lo entendí, siempre estuvo con él y nunca hasta el sol de ese momento lo pude obviar. Antes de perderse por completo de aquel horizonte me dijo que se llamaba Jose con la sonrisa más apacible que alguna vez pude presenciar.

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