LA CÁRCEL DE CRISTAL
Desde que había ocurrido el Suceso estaba enfermo. La enfermedad no se había presentado de golpe sino que se había ido adueñando de su vida de forma sigilosa y paulatina.
Empezó por aborrecer el tener que viajar en los atestados vagones de metro en las horas punta y esquivar a la multitud apurada que desbordaba las aceras. Al principio solo era una molesta sensación de agobio, de que le faltaba el aire, a la vez que un sudor pegajoso le pegaba la camisa al cuerpo. Apuraba el paso para llegar cuanto antes a la oficina, a su espacio familiar y meterse en uno de los cubículos del cuarto de baño, vacío antes de la llegada de los empleados. Cuando todos iban entrando, él ya se había cambiado con la ropa de repuesto que siempre llevaba en la mochila, se había lavado la cara y tomado el primer café de la mañana.
Entonces la enfermedad fue ganando terreno y tuvo que prescindir de bajar o subir en el ascensor si iban otras personas, de socializar con los compañeros a la salida del trabajo, de la posibilidad de acudir a los centros comerciales, al cine, a un partido o a un concierto. Poco a poco su autoimpuesto aislamiento lo borró de las listas de planes de los que lo conocían. Apenas salía y cuando eso era inevitable se las arreglaba para ir acompañado de su mejor amigo. Tras un tiempo este se mudó con su pareja a otra ciudad y perdió la única amistad que aún conservaba.
Todo espacio abierto desencadenaba en él un ataque de pánico y la absoluta certeza de que iba a morir, porque su frecuencia cardiaca se aceleraba, porque no era seguro estar en público, porque la sensación de inestabilidad lo hacía apoyarse contra cualquier pared incapaz de dar un paso.
La pandemia mundial y el confinamiento le dieron la oportunidad perfecta para no tener que salir nunca más. Ya iba por el tercer año que trabajaba desde casa. Era el suyo un apartamento grande en un edificio de tres alturas ubicado en un antiguo polígono de naves y oficinas que tiempo atrás se hallaban en las afueras de la ciudad. A medida que ésta había crecido se habían convertido en espacios céntricos ideales para pequeños negocios, estudios y apartamentos para excéntricos. Él había acondicionado como vivienda un antiguo almacén de calzados, en desuso desde hacía años. Constaba de un espacio diáfano en la planta baja con un gran salón y una cocina. Por unas escaleras se accedía al entresuelo donde antaño se ubicaban las oficinas del negocio y ahora él tenía sus habitaciones y un lugar de trabajo con abundante luz natural gracias a un enorme ventanal a unos cuatro metros del suelo, que daba a una calle de dirección única muy concurrida.
En la acera opuesta, se encontraba un taller mecánico, un bazar, un negocio de encurtidos y una consulta veterinaria. Justo delante de su portal, que él llevaba tres años sin pisar, había un local con un pequeño escaparate y un cartel de SE ALQUILA en la puerta. El papel estaba amarillo y polvoriento debido al tiempo transcurrido sin que nadie se hubiera interesado en alquilarlo para poner un negocio.
Él era madrugador, aunque a veces dormía mal. A menudo, por las noches se sentía presa de incomprensibles temores, con cada ruido y cada silencio, con cada voz y cada coche que a su paso rompía la quietud de la madrugada. Entonces se levantaba, recorría las habitaciones con el corazón desbocado, buscando una amenaza invisible y al no hallarla, se sentaba exhausto en el alféizar de la ventana, donde montaba guardia hasta el amanecer. Pronto fue sabedor de las andanzas de cada vecino, sus horarios, sus bondades y bajezas, y todos aquellos inconfesables sucesos que solo ocurrían en la noche, al amparo de la oscuridad. Este conocimiento refrendaba aún más su idea de que el mundo era un lugar terrible y su hogar el único refugio seguro en el que podía estar.
Vivía una existencia diluida, ocupado en pertenecer desde lejos al limitado universo de otros, como si él fuese el privilegiado espectador de una película hecha con las vidas de todos.
Una mañana el ruido de golpes y martillazos lo despertó bruscamente. Era uno de esos días de comienzos de otoño en los que los primeros fríos lo hacían arrebujarse bajo el edredón y holgazanear un rato más retrasando el momento de poner los pies descalzos sobre el frío suelo.
Curioso, se acercó al ventanal. Descubrió con sorpresa que un grupo de trabajadores realizaba obras en el local que se alquilaba. Parados en la acera una bizarra pareja gay consultaba con atención los planos en compañía de otro que parecía ser el arquitecto.
Durante dos meses hubo de acostumbrarse al ruido de obra y a las voces que cesaban de repente al llegar las cinco de la tarde.
Cuando el local estuvo terminado, él fue desde su ventanal el invitado de honor en la pequeña fiesta de inauguración. El local lucía espléndido con su elegante fachada y el amplio escaparate en el que la pareja gay había volcado todo su talento escaparatista. Le encantó especialmente el cartel luminoso Dreams Boutique porque mucho tiempo atrás también él había tenido sueños, más allá de la existencia descolorida que ahora vivía.
La segunda sorpresa llegó dos días después cuando la descubrió a ella por primera vez. Pensó que era la criatura más hermosa que había visto en su vida, la chica que siempre había estado esperando. Ella vestía un elegante traje con mangas y acentuaba su altura con unos botines de discreto tacón. Pero lo más impactante era su melena como el fuego, de un largo hasta media espalda. A él le pareció una diosa, allí de pie en el estrecho espacio del escaparate de Dreams Boutique.
Se aficionó a observarla a todas horas, acortando sin remordimientos su tiempo de trabajo. Trasladó la pequeña mesa de la cocina delante del ventanal, para comer teniéndola a la vista y brindar discretamente por ella y con ella, siempre desde la distancia.
Cuando despertaba, su primer pensamiento era para la cautivadora que le había robado el corazón, intentando adivinar con qué nombre habría sido adornada su belleza. Hasta que decidió ponerle uno. ¿Acaso los enamorados no se llamaban por apelativos cariñosos?. Sin dudarlo más la llamó con su nombre favorito de mujer, Sabrina, y decidido a conquistarla pasó a la siguiente fase del romance.
Cada mañana los sorprendidos dueños de Dreams recibían por mensajero una rosa roja o una exótica orquídea para ser entregada a una tal Sabrina de parte de un devoto admirador que con el paso de los meses le declaró su amor incondicional.
Intrigados, los dueños del local indagaron entre clientes, conocidos, floristerías y empleados de reparto sin conseguir desvelar el misterio. No había en aquella calle ni en su círculo social nadie llamado Sabrina. El nombre
del supuesto enamorado también era una incógnita que ni el paso del tiempo pudo resolver. El observaba divertido desde su atalaya y le sonreía a su dama, la única cómplice de su secreto.
El segundo Suceso ocurrió en la fiesta de Nochevieja, tres años más tarde. Sabrina lucía un vaporoso vestido rojo con lentejuelas cuyo tejido abrazaba su cuerpo perfecto como una segunda piel. Sus ojos que él adivinaba de un azul intenso parecían mirar, coquetos, directamente a donde él se hallaba, consumido por su anhelo y por su soledad.
Se arregló con ropa de gala. Preparó una mesa para dos frente al ventanal. Encargó por teléfono deliciosa comida, flores y un buen vino. En el bolsillo de su esmoquin, bien escondido, guardó el anillo con el que iba a sorprenderla. Porque con las doce campanadas que recibirán el nuevo año le iba a pedir a Sabrina que compartiera con él el resto de su vida.
Los cohetes reventaban con luces más brillantes que nunca en el cielo de los primeros minutos de enero. Las mesas de sus vecinos bullían de canciones y actividad tras las iluminadas ventanas.
Él estaba feliz, porque finalizada la cena, el vino y el champán ( reconocía que estaba muy achispado) Sabrina con una amplia sonrisa, sin necesidad de palabras, le había dicho que si. Le habló del futuro durante horas, delante de las burbujas de una segunda botella de champán. No supo en qué momento el cansancio de la noche y el sopor del alcohol lo adormecieron.
Muy en la madrugada se despertó. Sabrina no estaba. Asustado, la buscó por las estancias de la casa sin hallarla. Fue al regresar de nuevo delante del ventanal cuando escuchó el estruendo. Tuvo una mala premonición. Sabrina estaba fuera mientras un coche cargado con cuatro borrachos lanzando gritos repetía un frenético rally calle arriba, calle abajo. En una de sus idas y venidas chocó estrepitosamente contra el iluminado escaparate de la Dreams Boutique, donde quedó empotrado y humeante, con sus pasajeros malheridos dentro.
Durante unos segundos el tiempo se detuvo en el zumbido de oídos del hombre de la ventana. No veía a Sabrina, cuando un momento antes se encontraba allí. Apenas fue consciente del insoportable ruido del claxon, los curiosos, la policía y las ambulancias que aparecieron con presteza. Desde su atalaya, con tantos obstáculos delante del escaparate destrozado, no podía ver bien lo que ocurría. Con el corazón a punto de estallar, intentaba en vano vislumbrar la melena roja de ella asomando bajo las mantas de las camillas que subían a la ambulancia. Pero resultó imposible.
Le pareció que transcurrían horas hasta que todos se retiraron y la calle quedó nuevamente en silencio. Llamó a los hospitales preguntando por Sabrina, sin poder dar un apellido, sin darse cuenta de que el nombre de ella solo existía para él. En todas partes la respuesta fue negativa. No habían ingresado a nadie con ese nombre aquella noche.
Devorado por la angustia, comprendió que tendría que bajar al lugar del accidente y comprobar por sí mismo que Sabrina no estaba herida o agonizante entre los escombros. Se dijo que podría hacerlo, no era un tipo cobarde, solo era cruzar la calle. Apenas diez malditos pasos.
Entonces al mirar por la ventana, una veintena de metros calle arriba, divisó entre los restos de cajas, espumillón y basura de los contenedores, el reflejo de fuego de la larga melena de Sabrina.¡Dios! Allí estaba, herida y abandonada y solo él, un enfermo inútil para socorrerla.
Con un tremendo esfuerzo de voluntad, tomó las llaves y con la espalda pegada a la pared se deslizó al portal. Ya casi amanecía. Un amanecer frío que él ni siquiera notaba. El sudor le empapaba la camisa y las llaves tintineaban en sus manos temblorosas. Pero lo peor era el miedo, que parecía atravesarle el corazón como una aguja punzante. Con un último esfuerzo salió a la acera desierta y recorrió a trompicones la veintena de metros que lo separaban de ella. Un repentino mareo le hizo detenerse. Las piernas le fallaron y cayó al suelo, arrastrándose hasta alcanzar la fría mano de Sabrina. Aún tuvo tiempo de despojarse de su chaqueta, para envolver con ella y con su abrazo el cuerpo inerte de su amada. Después, sin fuerzas y desorientado, apoyó su cabeza contra el contenedor, incapaz de moverse.
Cuando aquél uno de enero de 2026, un vecino madrugador sacó a pasear al perro, descubrió asombrado que, apoyado contra el contenedor de basuras, un hombre en mangas de camisa balbuceaba palabras incoherentes abrazado a una mujer de pelo rojo envuelta en su chaqueta.
Pensó al principio que se trataba simplemente de una pareja borracha, durmiendo su desfasado cotillón en un mal sitio. Tuvo que mirar una segunda vez para darse cuenta, estupefacto, que lo que el hombre rodeaba con su abrazo protector no era una mujer como tal, sino un maniquí femenino desmantelado, de esos que se ponían en los escaparates para exhibir las prendas de temporada.
Recordó entonces el alunizaje del coche contra la cristalera del que todos habían sido testigos la noche anterior y que la figura de pelo rojo y rostro hermoso que allí estaba no era otra que la familiar maniquí del escaparate de ropas femeninas Dreams Boutique, a la que que durante años habían admirado por su apariencia humana y su belleza, siempre enigmática y majestuosa bajo los focos de colores de su cárcel de cristal.
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