Es la tercera vez en el día que las nombra. A la mañana, temprano, cuando le acomodaba la ropa en el armario, me preguntó si ya había nacido la hija de Leti y un rato más tarde, de repente, mientras yo le desparramaba la tintura en el pelo, se acordó de Delia. Yo la escuché unos segundos y después me quedé pensando en la foto que tengo en el portarretrato de la mesa redonda: mami está con Laurita en brazos, con el lago San Roque de fondo; tiene el pelo suelto, que le llega hasta los hombros, tan distinto al de ahora, finito y disperso como las hebras de algunos carreteles en un costurero desordenado, tan débil que cada vez que la tiño me da miedo de que la tintura lo disuelva. Ella insiste en taparse las canas. Y yo le doy el gusto.

En el almuerzo estuvo bastante inquieta. Las enfermeras me contaron que no quería comer hasta que no llegaran “las chicas” y ahora, mientras le limo las uñas, las reclama otra vez.

_Llamala a Delia. O a Leti, es lo mismo. Pero llamalas ahora. Tenemos que llegar temprano, para encontrar libre la primera fila.

No sé por qué hoy se le dio por ahí, por nombrar a las primas y esperarlas para ir quién sabe a dónde.

Le traje torta de limón, que tanto le gusta. Se la doy muy despacio, bocado a bocado, para que no se ahogue. La acerco un poco más a la mesa para que se integre con los demás. Yo la llamo “la mesa de los siete”, están siempre sentados en el mismo lugar. Quizá ese sitio asignado arbitrariamente sea lo único que les pertenece. Quizá también la ubicación privilegiada al lado de la ventana contribuya a la convivencia. A veces mami, cuando ve que alguno en la mesa hace o dice algo que a ella no le cae bien, dirige la vista hacia afuera y se olvida del resto. Tita tiene la mirada fija en el televisor; Juan está inclinado sobre el brazo derecho, con la cabeza colgando y un hilo de baba que le recorre el mentón, está atado a la silla de ruedas con una sábana; Ñata busca algo en la bolsa enroscada en la muñeca; Julio canta un tango bajito, marcando el compás con el pie derecho; María Luisa y Beatriz hablan de la novela que están pasando por la tele, están enojadas con el personaje principal, “es muy pava, se la pasa llorando”, dicen y se ríen con ganas, una, agarrándose la barriga y la otra, de brazos cruzados, pero moviendo todo el cuerpo en el reducido espacio de la silla, al ritmo de cada carcajada. Me rio un rato con ellas, son muy simpáticas. Mamá me pide agua y me pregunta que cuándo voy a venir a teñirla. “Te teñí esta mañana -le digo- ¿no te acordás?”. Sonríe y se pasa la mano por el pelo ralo, de un color castaño que tira a verdoso por efecto del agua oxigenada.

La animo para salir a dar una vuelta y aprovechar los últimos minutos de sol. Avanzamos a duras penas por la vereda recién arreglada, la silla es vieja y pesa demasiado. Mamá canta “Desde el alma” y cada tanto gira la cabeza para mirarme, como si necesitara confirmar que estoy acá, llevándola, sosteniéndola. El aire de la tarde me devuelve la noción de tiempo, ya es hora de volver a casa. Este es el peor momento para mí. Todavía no me acostumbro. Cada vez que me voy, al atravesar la puerta ancha de vidrio, tengo la misma sensación de intranquilidad, un malestar que tarda en irse y que vuelve a aparecer al otro día, cuando paso a verla antes de hacer las compras. Son esos dos momentos los que me perturban: entrar y atravesar los pasillos limpios y brillantes, pero con un inevitable olor a amoníaco mezclado con los olores que salen de la cocina, y aclimatarme a ese ambiente que, por más que me esfuerce, no puedo sentirlo familiar. A la tarde, en la segunda visita, recorrer el mismo trayecto hasta la puerta de salida, sintiendo que cada “hasta mañana” es un pequeño abandono.

Damos la vuelta y enfilamos hacia la rampa de entrada. Nos encontramos con la hija y el nieto de Tita. “¡Qué bien que estás, parecés más joven que la última vez que te vi! ¿Cuántos años tenés?” –le dice la mujer “¿Yo?… 48” -dice mami, lo más campante. Llamo a una de las enfermeras para avisarle que me voy. Mami tiene la mirada desconcertada, como siempre a esta hora. Debe ser verdad que los atardeceres trastornan algo en lo más íntimo de nosotros. Le doy un beso en la frente. Me agarra las manos y me ruega que no me olvide de llamar a las chicas, que ella las espera para llegar a la primera fila.

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