El sonido del tacón de goma se ahogaba al contacto con la acera, ya no era la delicada y elegante zapatilla, sino la bota militar que le permitía caminar con firmeza y rapidez; la tela de sus piernas apenas emitía un sonido agudo al tallarse, ya no era la entallada falda que sugería su hermosa figura, sino el resistente pantalón, mezcla de nylon y poliéster que le hacía más ágil; tampoco era ya la blusa de seda, sino la chaqueta verde que le permitía disminuir el daño de los impactos; ni el cabello suelto, sino el recogido que le hacía menos vulnerable; ni la expresión de alegría, sino la de decisión. De su hombro ya no pendía la bolsa de cuero fino, sino el saco de armas que usaría. Abrió la puerta, miró al sujeto del sillón, al que desecharía sin misericordia, entonces frunció el seño y balndió el arma. Él se levantó y con la mirada gacha murmuró un «lo siento», entoces ella, muy debilitada, soltó el arma y lo asesinó a besos.
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