Estaba sentado viendo el viento pasar, cuando la vi. Paseaba por el jardín de mi hogar, perdida en lo profundo del pastizal.

La vi, sus ojos eran color miel. El cabello le caí por su piel, dorado por el sol, quizás castaño al atardecer.

Nunca había visto persona más rota en aquel jardín, solían cruzar muchas almas en pena, a veces con historias que llegaban a ser graciosas, pero ella… ella era otra cosa.

Parecía vacía, y al mismo tiempo, tan llena por dentro, como si esa contradicción no le afectase se paseaba rebalsándose de sí, perdiéndose y volviéndose a llenar como si nada.

Los días pasaron, fueron semanas, hasta que los meses se cumplieron, seguía allí. No hacía nada, solo caminaba de un extremo al otro sin decir nada, se podían llegar a ver los sentimientos que la desmoronaban en su rostro, pero nunca decía nada, ni lloraba, ni gritaba, ni se reía. Verla tan ella y al mismo tiempo tan mal me dejo fatal.

Hasta que un día ya no pude más, fui hasta ella, rompiendo todas las reglas del lugar, y le pregunté con voz un poco seca, porque seguía aquí, si es que acaso, no quería salir. Rápidamente me miro, al principio parecía un poco asustada, pero cuando su vista llegó a mis ojos por fin sonrió y me dijo: «hace tiempo que te estoy esperando, mamá». No supe que decir, ella no me veía a mí, no veía nada, no sabía siquiera donde estaba… 

Todavía más preocupado, la orille a sentarse conmigo en el lugar más lejano del jardín, donde nadie nos pudiera ver. Ya, en el borde del acantilado, le expliqué con suma paciencia donde era que ella estaba, pareció no importarle, o es que acaso tal vez, le importaba demasiado, con el tiempo aprendí que con ella nunca se sabía.

A veces lograba salir, paseaba por la vereda, hasta algún que otro día llegó a cruzar la calle, pero siempre volvía, siempre volvía. Se la veía mejor, y otras veces mucho peor. Su existencia era como una montaña rusa de emociones erráticas, enloquecía con solo verla, y me iba perdiendo cada vez más en su andar.

Ya pasados los años me llegué a preguntar si es que era yo el que la mantenía en este lugar, porque si bien le expliqué alguna vez donde era que estaba nunca le dije como salir.

Estaba perdido en su matiz color sol, no quería que dejara de iluminar mi jardín.

En unos de sus días de locuras más graves incendió el lugar, descubrió la puerta que la llevaría al mundo real, y sin mirar atrás corrió y corrió hacia el mundo real.

Solo quedaron las cenizas de mi hogar, las almas ya no me pasaban a visitar, estaba solo, pero lleno de felicidad, esos ojos color miel habían vuelto a la libertad.

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