ENTRE SONRISAS Y LAGRIMAS

ENTRE SONRISAS Y LAGRIMAS

Ese día papa me despertó mas temprano de lo habitual para ir al colegio. Recuerdo que me levante mas adormilado que lo usual, porque había estado jugando gran parte de la noche anterior a un nuevo videojuego que me habían regalado la semana pasada. Me había encantado. Y prometí que apenas regrese de la escuela esa tarde le volvería a regalar toda mi atención (siempre y cuando termine mis deberes antes). Pero ese día iba a ser distinto, yo ya lo notaba sin que nadie me lo dijera o me lo sugiriera con esas extrañas metáforas que a veces utilizan para explicarnos las cosas cuando somos niños (recuerdo lo mucho que me enfurecía cuando mis padres lo hacían y yo ponía los ojos blancos en una clara señal de “ya no soy un bebe”).

Mama no estaba en casa desde hacía 2 días. Eso era raro porque en los últimos meses se había quedado todo el tiempo en la casa. Mirando ocasionalmente esos típicos programas de chimentos baratos donde cada día era una guerra por ver quien lanzaba más acusaciones al aire sobre el otro, o también viendo sus típicos programas de cocina, donde una asiática muy simpática explicaba cómo realizar platos que ella nunca iba a hacer pero que llamaban poderosamente su atención de todas maneras. Nunca me gustaron esos programas. Las tardes que me quedaba con ella para hacerle compañía solía utilizar los auriculares con mi celular y dedicarle mi atención a algún resumen de la premier league o algún video tutorial que me explicara más fácilmente como construir una granja enorme en el “Minecraft” (Cosa que no era tan fácil como el niño español explicaba en el video). A ella no le molestaba, de vez en cuando me sacaba un auricular para preguntarme como había sido mi día en la escuela o si me había gustado la comida que había preparado mi padre horas atrás. Yo le decía todo que sí, hasta a veces teniendo alguna mala nota en matemática (la odiaba) o habiendo dejado gran parte del brócoli hervido a un costado del plato.

La cosa era que mi mama estaba en la clínica y nosotros estábamos expectantes a que nos llamen desde allí. Yo trataba de hacerme el desinteresado acerca del tema, trataba de mostrarme que era de lo más común para mí y no solía hablarlo mucho con mis amigos en el colegio o en el club. Muchas veces cuando ellos me sugerían alguna pregunta sobre el tema, yo rápidamente la opacaba con un suspiro y encogiéndome de hombros, lo cual era una clara señal de “yo que se”. Mis amigos y familiares lo entendían a la perfección. Cuando mi papa me dejaba en lo de mi Nona (mi abuela italiana) ella trataba de hacer lo mismo que mis amigos, y atreves de preguntas muy camufladas, digna de alguien que era una acérrima lectora de Arthur Conan Doyle y Agatha Christie, trataba de sacarme mi diagnostico emocional sobre el tema. “QUE NO ESTAS CONTENTO?” me preguntaba ella desencajadamente cuando veía mis rehaceos gestos frente a cualquier interrogatorio sobre el tema. Y no, ¿quién puede estar contento con algo así?, la verdad que lo que menos estaba era contento desde que me había enterado de lo que iba a suceder, por momentos trataba de asimilarlo y la preocupación no se hacía tan grande dentro de mí, pero cuando la sola idea me caía mientras estaba ocupado viendo algún partido de Independiente o absorto en una película de ciencia ficcion, volvía a hundirme en un miedo y tristeza tremendos. Un miedo que me era difícil de exteriorizar, y mucho mas para con mis padres. Pero ellos se daban cuenta claramente. Con el tiempo supe entender de que era así.

Tengo que confesar que me ha costado mucho darme la idea de que eso iba a pasar, pero la realidad es que no podía evitarse y además, todos estaban muy alegres y celebrantes con la situación, así que por momentos trataba de evadir hacer tan visible mi disgusto y falseaba las situaciones mostrándome airoso y esperanzado cuando hablaba más que nada con los adultos, con mis amigos no, con ellos podía mostrarles lo que realmente me pasaba y directamente les decía que, aunque me costaba mucho, tenía muchísimo miedo de lo que podía llegar a pasar después de todo esto. Ahora comprendo que mi temor era hacia mí mismo en ese momento. Hacia como podía quedar mi posición dentro de la familia.

Mas cercana la fecha yo empecé a tener algunos comportamientos mas raros todavía. Nunca fui un chico difícil en la escuela. En algunas ocasiones me han retado y enviado a dirección o han llamado a mis padres para decirles que estuve jugando a la pelota en el patio o que había hecho alguna broma a mis compañeros y ellos se la habían tomado a mal, a tal punto de llamar a la maestra. Pero nunca nada fuera de eso. Tenia compañeros que eran desaprobadores seriales de exámenes y una maquina de hacer desastres en el aula y en el colegio en general. Recuerdo que tuve un compañero llamado Martin, que un día metió una moneda en la estufa del aula y la descompuso en el acto. Lo que fue un acto extremadamente gracioso y valiente para nosotros, al pobre Martin le costó su cupo en la escuela y fue expulsado inmediatamente. Yo me sentía alejadísimo de ese tipo de comportamientos, aunque debo confesarles, que me reía mucho cuando estos chicos hacían de las suyas.

Pero un día si empecé a darme cuenta que algo raro me estaba pasando, aunque yo no quería. Comencé a ir a la escuela muy triste y desanimado, algo que era muy extraño, porque, aunque yo no era un amante de la escuela (nadie a esa edad lo es, va, quizá nunca lo son) me encantaba encontrarme con mis amigos y pasar con ellos gran parte del día hablando de futbol o peleando a ver quién tenía la mejor carta de Dragon Ball Z (Pequeño spoiler: yo tenía las mejores siempre). El llanto fue lo que empezó a destacar en mi en aquellos días. Lloraba mucho. Apenas llegaba a la puerta de entrada de la escuela y cuando me daba vuelta para despedir a mi padre, que ya a esa altura lo veía del tamaño de mis juguetes Max Steel, los ojos se me llenaban de lagrimas y tenia la necesidad de darme la vuelta y salir corriendo a toda prisa de allí. Pero obvio que no lo hacía, sino que comenzaba a llorar y muy fuerte (me robaba todas las miradas, pero no para bien, eso está claro) y alguna de las maestras tenia que venir a socorrerme en ese mismo instante. Así la pase varios meses. Llamaban a mis padres desde la escuela casi todos los días para informarles de mi estado y que yo pedía su presencia a gritos para que me retiren de ahí. Casi siempre trataba de camuflar mi pedido con algún dolor de cabeza o dolor de estómago, que obviamente no existía, pero tal vez, era el motor para que ellos tomen la decisión de venir a buscarme mas tarde, y eso me tranquilizaba, por lo menos de momento.

Tuve la suerte de tener muy buenas maestras aquel año. Lidia era una señora ya muy mayor de 76 años, que no se había querido jubilar porque amaba la profesión y, sobre todo, amaba a los niños (algo que me parecía bastante singular, tendiendo en cuenta lo insoportables que llegamos a ser a esa edad). Ella fue mi gran ángel de la guarda durante esos días en los que la tormenta que tenia en mi interior era muy difícil de controlar y no podía evitar que las lagrimas y el berrinche aparezcan casi todos los días al cruzar el umbral de la entrada. Recuerdo muy bien aquel día que se hizo cargo de mi y me llevo ella misma a mi casa al terminar el día de escuela. Me llevo caminando, porque yo vivía a solo un par de cuadras de allí, y de regalo me compro un alfajor en el kiosco de la entrada. Aquella señora se ganó mi corazón y mi confianza. Fue la única que podía contenerme cuando tenia esos ataques en pleno colegio y el llanto decía presente y no había nadie quien pudiera calmarme.

Falleció poco después de que yo termine el secundario. Por supuesto asistí a su funeral, fue el único acto que pude tener para devolverle toda la contención que me había dado en aquel tiempo donde ese niño de 10 años se encontraba realmente perdido y asustado. Aunque las palabras parezcan un simple decorado, yo quiero creer que ella realmente fue un ángel de la guarda enviado para salvarme de ese momento.

Pero el día llego.

Aquella mañana en la que empezó este relato, y a la cual debo retrotraerme, fue una mañana de jueves como cualquier otra. La única diferencia fue el horario. Mi padre me había levantado mas temprano (media hora mas temprano, lo que para un niño es el significado de la muerte misma) y me preparo para darme el cronograma completo de aquel día. Iba a asistir a la escuela, pensé que me iba a salvar, pero no. Y luego al finalizar la jornada escolar me iría a lo de mi tía a pasar la tarde hasta que el asunto haya sucedido. En ese momento, mi padre me pasaría a buscar e iríamos juntos a la clínica a ver a mi madre. Escuche y asentí a cada indicación y horario marcado por el (por mas que el sueño haya sido un gran distorsionador de mi comprensión) y termine de prepararme mientras miraba la televisión y engullía las ultimas galletitas que quedaban en el frasco donde solíamos guardarlas.

Aquel jueves fue un jueves como cualquier otro. Odiaba los jueves. Ese día tenia “Ciencias naturales” y “Matemática”. Ambas las daba la misma maestra, que era el terror de todos los niños que atravesaban el 4to grado de la escuela. Era muy estricta y antipática. Todavía recuerdo el silencio que invadía el aula cuando se aparecía en la puerta del salón con su mejor cara de pocos amigos y su mirada penetrante por encima de los lentes de media luna negros que llevaba al momento de pasar lista en la primera hora. Le teníamos miedo. Pero al igual que a Lidia debo agradecerle en algo. De no ser por su estrica forma de impartir clases y de calificar a los alumnos, nunca hubiese podido llevar matemática con la hidalguía que la lleve los dos siguientes años de la primaria previo a la secundaria. Como acostumbrábamos decir con mis compañeros cuando estábamos en quinto y sexto grado, “matemática es una estupidez ahora que no la tenemos a Marta”.

Al finalizar los jueves teníamos plástica. Yo siempre fui muy malo para el arte plástico. Era un cumulo de cosas, por una parte, era realmente malo y no tenía una capacidad artística para dibujar o hacer manualidades con plasticola y papeles de color. Y por el otro lado, mis ganas no eran las mejores para mejorar y usualmente realizaba trabajos pésimos hechos con muy pocas ganas. Además, me aburria muchísimo en esas horas, porque la maestra de plástica, a sabiendas de mi poca atención durante sus clases, me había llevado a sentarme con otro grupo de chicos que no eran mis amigos para así evitar que conversara y me distrajera durante su hora. A lo mejor tenía razón, pero mi yo de diez años tenía por costumbre mostrarle el dedo en frente de todos cuando ella me daba la espalda.

Una vez superado el horario escolar me fui a lo de mi tía. Vivian cerca de mi casa en un barrio muy tranquilo y con muchos árboles enormes. Así los recordaba cuando era niño. A medida que fueron pasando los años, aquellos arboles que para mi eran enormes, ahora tenían el tamaño de un árbol promedio o hasta de uno pequeño. En casa de mi tía estuve toda la tarde envuelto en verdaderos duelos de Pes con mi primo y en guerras a muerte con mi prima en el “tutti frutti” (donde por supuesto tengo un gran don para inventar colores y cosas hasta el día de hoy), por eso la tarde se me paso volando y cuando menos me di cuenta, sonó el teléfono y mi tía atendió.

Era hora. Mi padre pasaría a buscarme en veinte minutos y yo tenia que prepararme. Fui a buscar mis cosas y lo esperé en el living de la casa en silencio acompañado por mis dos primos. Ellos sabían lo que se avecinaba y por eso se encontraban igual que yo. Temerosos e impacientes esperamos aquellos eternos 20 minutos, hasta que un Volkswagen azul apareció en el frente de la casa y pude ver como mi tía salía disparada a abrazar a mi padre y el, por supuesto, la recibía con un fuerte abrazo y una gran sonrisa en la cara. Me pare, salude a mis primos (abrase a ambos, algo a lo que no estaba acostumbrado a hacer) y me dirigí hacia el auto.

En el camino no hable ni una palabra. Mi padre me miraba de soslayo y esperaba mi reacción, pero yo no quitaba la vista de enfrente. Fuimos gran parte del camino en silencio, que solo fue interrumpido para comentar lo bien que había jugado independiente la noche anterior y para reírnos de un borracho que se había caído en la calle. Cuando llegamos al hospital, mi abuela (La nona) estaba esperándome y nos acompañó arriba después de dar nuestro nombre a la recepcionista.

Cuando llegamos a la sala que nos indicaron, nos frenamos en la puerta y mi padre se puso de rodillas enfrente de mí. Es gracioso pensar que en aquel momento se había colocado a mi altura. A día de hoy ni parado en puntitas me iguala en tamaño. Me tomo de los hombros y me abrazo. Luego de unos segundos de abrazarme me hizo la pregunta que mas sentimientos encontrados me genero en toda mi vida. “¿Queres conocer a tu hermanita?”. Recuerdo que mi cuerpo entro en una guerra totalmente sanguinaria entre la alegría y el llanto. Por un lado, mis ansias de conocer aquella personita que se había estado gestando dentro de mi madre y que ahora pasaría a ser una nueva compañera dentro de la familia, y por el otro, el pánico de conocer el motivo de mis mas profundos miedos e inseguridades. Era un crisol de emociones y de decisiones las que se le cruzaban a aquel pequeño de diez años que todavía estaba vestido con el uniforme escolar. ¿Sera verdad todo aquello que estuvo pensando todos estos últimos meses? ¿Lo iría a reemplazar verdaderamente en la familia aquella nueva niña? ¿Sus padres le seguirían dando importancia como antes? La verdad es que ya no importaba. En ese momento comprendí que ella era mi hermana y que la novedad de que alguien nuevo llegué a la familia era mas fuerte que cualquier miedo que podía llegar a sentir. Sabia que quizá las consecuencias iban a ser muchas, pero quería conocerla, quería abrazarla, era el gran secreto que tuve oculto también durante todo ese tiempo. Estaba desesperado por tenerla en mis brazos. Entre sonrisas y lágrimas que se debatían por el protagonismo en mi rostro, lo miré a mi padre y le dije que sí. No fue un sí del todo decidido, de hecho, ni siquiera pronuncié la palabra “si”, solamente asentí efusivamente con mi cabeza sin quitar la mirada de los ojos de mi padre. Entonces abrió la puerta y me hizo entrar.

Cuando entre todo fue muy raro, recuerdo que la habitación era muy amplia (otra distorsión de tamaños ocasionada por la edad) y que había otra persona además de mi madre allí, luego comprendí que esto suele suceder en los hospitales, pero para mí en aquel momento si que fue raro. Mi madre estaba casi dormida, pero cuando me vio entrar me saludo con un movimiento de la mano y me señalo, de una manera jocosa, una especie de cuna ubicada a su derecha. Me fui acercando poco a poco y mis nervios y ansias se hacían cada vez mas grandes y por momentos sentía el impulso de salir corriendo. Tenia miedo de lo que podría llegar a ver allí adentro. Tenia miedo de que sea real. Pero entonces llegue y la vi, recuerdo hasta el dia de hoy que en el momento que ella me vio allí asomado por encima de uno de los costados de la cuna, comenzó a moverse y hacer todo tipo de ruidos guturales, como si por alguna razón me hubiese estado esperando y mi simple presencia fue el primer gran acontecimiento para aquella criatura que solo llevaba años de vida. Se alegraba de verme. Y yo me alegraba de verla a ella.

La levante de la cuna, con muchísimo cuidado, y me senté mientras la tenía cuidadosamente retenida en mis brazos. No podía creer que sea cierto que ella se encontraba allí, había soñado mil veces con que ese día llegaba, pero en esos sueños me veía a mi totalmente enfurecido y triste con la presencia de la beba. Pero ahora no era así. La felicidad me desbordaba por todos lados al tenerla allí conmigo finalmente. Mi padre entro en la habitación y se agacho a mi lado. Yo ignore su presencia, me encontraba absorto mirándola y acariciándola muy suavemente (le tocaba mucho la nariz, me daba gracia que sea tan pequeña). Entonces mi padre se inclino hacia mi muy tímidamente.

-Le pusimos Chiara, como querías vos. – Dijo mientras me acariciaba la espalda con su mano y observaba a la bebe con sus ojos atiborrados de lágrimas.

-Me encanta – Respondí y la abrasé como nunca pensé que lo iba a hacer.

Escribo esto con mis ya “adultos” 21 años. Chiara hoy en día tiene 11 años y ya es toda una mujercita. Estoy orgulloso de decir que tenemos una gran relación y que, más allá de la diferencia enorme de edad, pudimos formar un vinculo increíble. De vez en cuando rememoramos esta hermosa historia. De como aquel niño de 10 años vivió como una especie de calvario la venida de una nueva integrante a la familia pensando que iba a ser opacado y removido por ella. Chiara suele reírse demasiado cuando le cuento lo mucho que me enojaba o lloraba, o también de mi reacción cuando me entere de la noticia de su llegada (no quiero entrar en detalles, pero un muñeco de las tortugas ninjas y un ET de peluche fueron las principales víctimas).

Muchos quizá se avergonzarían de esta historia, o tal vez no le darían mucha importancia. La tomarían como una anécdota mas de vida donde lo que sucedió es algo que le suele suceder a todos cuando son niños y se enteran de la llegada de un “hermanito”. Pero a mí me fascina rememorarla. Sobre todo, para entender que el amor se encuentra en todo tipo de personas. Y una de esas pueden llegar a ser los hermanos.

Agradezco que la memoria nos permita regresar a esos momentos. Como cuando Independiente logro la copa sudamericana en el 2017 y yo estaba en la cancha junto a mi padre, o cuando tuve la oportunidad de asistir al ultimo recital del Indio Solari en Olavarría (donde por supuesto lloré a mares con “Juguetes Perdidos”), y también como el momento en que conocí a Chiara por primera vez.

Al final, la memoria es como un paraíso. El único paraíso del que no nos puede privar nadie.

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