Haroldo Claveles no era consciente a esa hora de la mañana de la bomba que él mismo estaba a punto de detonar. Mucho menos lo era allá por fines de la década del 70, cuando la Argentina se hizo por primera vez con la copa mundial de fútbol en medio de un clima hostil, color verde. En esa época, Haroldo decidió dedicar su vida al periodismo para poder contarles a sus amigos, familiares y compatriotas en general la verdad del país en el que estaban viviendo. Un país donde los lápices no escribían y los bastones solían ser más largos de lo habitual. Un país donde la palabra estaba vedada. La palabra y algún que otro derecho.
Para ser justos, el periodista solo oprimiría el botón, sería la chispa que desate esa enorme combustión. Al combustible lo iba a aportar Pablo Polanski. Pablo Polanski, alias “la doble P”, veinticuatro años, oriundo de la ciudad de La Plata, soltero, padre de un varoncito de seis meses. Amante del buen fútbol y, paradójicamente, fanático acérrimo de Estudiantes de su ciudad natal. Ferviente comedor de pizzas, taxista. Capricorniano, él.
Hagamos dos cosas. Primero utilicemos mal el concepto de la figura retórica del paralelismo y segundo, hagamos un paralelismo entre estos dos sujetos, entre estos dos terroristas que en unos minutos se conciliarán en una plaza y harán explotar una bomba en medio de una multitud.
Muchos de ustedes no conocen a quien les habla ni a su forma de contar historias. Los que sí nos conocen ya estarán imaginando que no es una bomba literal. Este humilde escritor suele usar (y abusar) del recurso de llevar todo en una dirección para finalmente dar un giro inesperado que deja a todos con la boca abierta, atónitos frente atal o cual desenlace nunca esperado. Me deleito de placer al mofarme de ustedes, viéndolos prepararse para la explosión, las sirenas de las ambulancias, el caos, miembros cercenados volando por los aires, oídos zumbando por la detonación, y todas esas atrocidades que solemos ver en los cines o, para aggiornarnos un poco, en las plataformas de streaming. En el momento cúlmine, cuando la tensión está al máximo, el aire se torna irrespirable y las uñas se clavan en la tapa y la contratapa del libro, finalmente se descubre la jugarreta. La bomba no era tal. La explosión era solo metafórica.
Pero, ¿y si ahora estoy jugando con ustedes nuevamente? ¿Qué tal si ustedes ahora esperan que la bomba en sentido figurado sea, pongámosle, una explosión de júbilo y felicidad y no es así? El consejo para quien siga leyendo es que se ponga su capa de lluvia porque la sangre lo puede salpicar. Y que esté atento al boom.
Volviendo al mal uso del paralelismo que les prometí les cuento un poco más sobre estos dos. Cuando Pablo comenzó la escuela primaria, Augusto ya contaba una docena de años trabajando para el noticioso canal local. Al cumplir los quince años, Mario Polanski, también taxista, le enseñaba a conducir a un Pablo adolescente, enjuto y con una incipiente sombra de barba. “Papá va a enseñarte cómo ganarse la vida, igual que como lo hago yo”. Para esa época Haroldo ya había cambiado diez veces su auto y había chocado otras tantas.
Al año siguiente Pablo daba, con una mezcla de vergüenza, miedo y entusiasmo su primer beso. Haroldo, por su parte, encontraba por séptima vez al amor de su vida. Sí, había chocado otras seis veces más.
Regresemos de este flashback al presente, al día de la explosión. Esa fatídica mañana, Haroldo se despertó a las siete. Tomó un baño, se afeitó y desayunó junto a su mujer y a sus dos hijas para arrancar con fuerzas una nueva jornada laboral. El día pintaba agitado. Una entrevista al Secretario de Obras Públicas quien le dio los detalles del proyecto de un nuevo complejo polideportivo a construirse en los próximos tres años. Otro tête à têtecon el comisario para revelar los pormenores de los hechos policiales acaecidos durante la víspera. Y, finalmente, una tercera entrevista con el gerente de una cadena de electrodomésticos quien le detalló en fríos números el estancamiento de las ventas registrado en el último trimestre y pronosticó una fuerte tendencia a la baja en los meses venideros.
Con todo el material recolectado púsose en marcha hacia el canal. Se respiraba un aire extraño en la atmósfera, sospechosamente calmo. Haroldo tuvo un mal presentimiento. Cuando las cosas están demasiado tranquilas, pensó, es porque el universo está conspirando alguna trama diabólica. Ni bien puso un pie en el interior del edificio vio venir hacia él al redactor jefe convertido en una tromba. A razón de diez palabras por segundo le explicó que el notero de turno había sufrido una indisposición gastroenterocolítica por comer bacalao en mal estado. Haroldo confirmó su sospecha, la atmósfera olía a pescado podrido. En un torrente de verborragia, indignación y mucha saliva le contó las (para él) inválidas excusas por las cuales los suplentes argumentaban que no lo podían suplir. Que cumple años mi nena, que mi suegra está en el hospital, que sí, que no, que sí, que no. En fin, Haroldo debía cubrir en vivo y en directo la marcha de protesta que iba a tener lugar desde el mediodía en la plaza principal, frente al Palacio Municipal. No hubo para el periodista forma de eludir la tarea que se le solicitaba y, a regañadientes, entró en su oficina con el objetivo de alistarse para cumplir su trabajo con la profesionalidad que siempre profesaba.
A escasas dos cuadras de la redacción, Pablo dormía con una pierna fuera de la cama. Trabajó toda la noche anterior recorriendo la ciudad con su taxi aurinegro. Su turno terminó a las ocho de la mañana e intentó dormir un par de horitas. Solo un par, porque esa jornada iba a ser especial. Por nada del mundo quería perderse la marcha. La realidad apretaba sus bolsillos y los de su familia. El malestar era generalizado. El Jefe de Gobierno de la ciudad era el blanco de las críticas y de la bronca de Pablo y sus conciudadanos.Las calles hablaban de la gesta de un posible atentado contra el Palacio o contra su inquilino. Sin dudas los humos estaban caldeados y una fuerte tensión sobrevolaba la ciudad.
El taxista finalmente se despertó. Se puso un pantalón de jean, unos mocasines color chocolate y una remera negra con la imagen de Trotski. Tomó unos mates para no salir crudo a la calle.Antes de salir tomó de su armario una especie de faltriquera repleta de explosivos que colocó cuidadosamente alrededor de su cintura y posteriormente tapó con su remera. Se miró al espejo, el bulto era incipiente bajo el mostacho de Trotski.
Si bien quien les habla es un narrador omnisciente que todo lo ve, en realidad lo veo desde muy lejos, tapado por árboles y edificios. A eso debemos sumarle mis incipientes cataratas. Siendo sinceros vi que llenaba la faltriquera pero no estoy seguro de que hayan sido explosivos. Quizás hayan sido documentos, teléfono celular y algún otro elemento personal que Pablo quería resguardar del peligro del tumulto y sus ladrones pirañas. En fin.
Polanski salió de su casa y dirigió sus pasos lentamente hacia la plaza. Por todas las calles avanzaba la procesión hacia el punto neurálgico del encuentro. Bombos y banderas decoraban la ciudad con sus colores y su bullanga. Se oían cánticos contra el gobierno y el sistema. Incluso algún grupo se animaba a entonar el himno partisano, uno de los símbolos universales de la resistencia incluso desde decenas de años antes de que lo adopte como himno una banda de atracadores. Ese día se había decretado un paro nacional y nadie parecía estar en su casa. Las oficinas estaban vacías, los negocios cerrados, en el campo no había ni un solo motor Deutz en marcha. Todo el mundo marchaba inexorablemente hacia la plaza principal.
Pablo bajaba por la Calle de la Independencia mientras que Haroldo subía por el otro lado de la misma. Marchaban especularmente hacia el fatídico encuentro sin saberlo. Magnetizados por alguna fuerza del destino que había pergeñado para ellos un plan macabro.
Haroldo terminó su cigarro y ordenó al camarógrafo que comenzara a grabar. Con su voz en off relataba la escena que estaba viviendo, una jornada que el mismo periodista pronosticaba épica. Todo el pueblo unía su voz y la elevaba a los cielos ante la atenta mirada de la clase dirigente que se apiñaba en el gran ventanal de la Casa de Gobierno. Entre gritos y blasfemias, la gente estiraba sus manos hacia ese vidrio buscando agarrar el cuello de aquellos que los oprimían. Pero un grueso cordón de policías y gendarmes se lo impedían.
A pesar de la presencia siempre intimidante de la autoridad, la jornada se desarrollaba en un clima de paz. Cierto es que en la atmósfera se respiraba cierta tensión, que el ánimo de la gente no era el mejor, que había mucha rabia y mucho rencor acumulado, pero nadie se atrevía a ningún acto de violencia o vandalismo. El reclamo era hostil pero pacífico. Era pacífico, por ahora.
Haroldo comenzó a entrevistar a personas al azar. O parecía al azar. Los periodistas tienen un sentido más que nosotros para ver quién se puede salir del molde. Iba olfateando entre la multitud buscando a las personas que sabía que iban a despotricar. Cada tanto encontraba algún vecino que daba una sesuda opinión de la realidad que los azotaba, pero mayormente los entrevistados hacían referencia a la vida de promiscuidad que llevaban las progenitoras de los dirigentes y, sobre todo, a los órganos genitales externos de sus madres y hermanas.
Mientras, Pablo entonaba el famoso “que se vayan todos” abrazado a un médico, un paseador de perros y un conductor de Uber. A viva voz pedía la renuncia del presidente, del gobernador, de los diputados y de la madre que los parió. Porque según él, todos eran hijos de la misma madre.
Y, sin conocerse, empezaron a caminar uno hacia el otro. Pablo y Haroldo. Haroldo y Pablo. Dos personas unidas por un hilo rojo invisible. Un hilo rojo que tiende a juntar la pólvora con la chispa. Tantos mundos, tantos siglos y coincidir. Pablo percibió un hombre con un micrófono en la mano y una cámara que lo segundaba. Haroldo detectó la remera de Trotski y olió rabia contra el sistema, intuyó una hermosa verborrea. El periodista vio la posibilidad de hacer una nota que diera la vuelta al país; Pablo vio la posibilidad de que sus familiares y amigos lo vieran en televisión.
Y así, con la mirada fija en los ojos del otro caminaron hacia ese fatídico encuentro. La gente a su alrededor seguía cantando y vociferando ajena a estos dos personajes, inconsciente de que faltaban escasos segundos para el estallido de la bomba.
Haroldo hizo señas al camarógrafo para que encendiera su cámara y saludó nuevamente a la audiencia. “Seguimos aquí transmitiendo en vivo y en directo desde la plaza principal. Como ya todos saben, el pueblo se ha auto convocado en este lugar para hacer oír su reclamo ante las autoridades. Participan empleados de todos los sindicatos, trabajadores autónomos, amas de casa, desempleados, estudiantes, jubilados. Personas de todos los rubros y todos los estratos sociales se han dado cita frente a la Casa de Gobierno haciéndose eco de la consigna ‘que se vayan todos’ que ha sido adoptada prácticamente como un grito de guerra. Y decimos guerra en sentido figurado ya que, como han ustedes visto desde que comenzamos la transmisión, la jornada está transitando por una senda pacífica sin ningún tipo de acto de violencia. Si les parece vamos a seguir recolectando el testimonio de algunas de las personas que aquí se han congregado. A ver, usted, muchacho. ¿Cuál es su nombre?”.
“Antes que nada, buen día a toda la audiencia. Aunque no debe haber nadie mirando, todo el mundo está acá. ¡Je!”. “Mi nombre es Pablo”, dijo Pablo, “soy taxista”, dijo el taxista, “y vivo con mi esposa y mi bebé varón”, concluyó el marido de Leticia y, a su vez, padre de Bautista.
“Bueno, Pablo. Un placer conocerte”, dijo el periodista, “contanos un poco que haces acá y cómo estás viviendo esta jornada histórica”.
“La verdad que muy bien, ehhh, contento deeee que la gente haya venido yyyy ehhh que no se quede callada. Perdón, pero me da un poco de vergüenza la cámara”. “No te preocupes, Pablo”, lo tranquilizó Haroldo, “a todos nos da un poco de nervios la primera vez, pero con el tiempo te acostumbras. A lo que no nos acostumbramos es a vivir en estas condiciones. ¿Verdad, Pablo?”. El periodista tiraba un gancho para levantar un poco la nota que se estaba cayendo a pedazos.
Y el gancho iba resultar. ¡Vaya si iba a resultar!
Pasa en muchos momentos: cuando fuimos niños y hablamos mal de la profesora durante el revuelo propio de la clase; cuando contamos un secreto al oído en una reunión familiar; cuando estamos en una fiesta y le hacemos una propuesta más o menos indecente a una fémina en voz alta por el volumen de la música. En todos esos casos siempre, siempre, casi por ley, la sala queda en silencio. Y lo único que queda flotando en la atmósfera son nuestras palabras mal ubicadas en tiempo y espacio. En ese momento todos se enteran que pensamos que a nuestra maestra le falta amor, que a la novia de nuestro primo hace dos semanas que no le baja la regla, o que queremos hacer tal o cual cosa con la morocha de minifaldas de la fiesta.
“¡Claro que no nos acostumbramos a vivir en estas condiciones! ¡No piensa en la gente ésta manga de putos!”. Silencio. Desde acá era muy difícil precisar si Haroldo tenía más abiertos los ojos o la boca. Porque justo en ese momento todos los cánticos terminaban a la vez, como en un acuerdo tácito para recuperar las voces y unificar el repertorio. Las banderas multicolores que ondeaba la comunidad LGBT detuvieron su vuelo. Todas las miradas apuntaron a Pablo. Parecía como si buscaran derretir la humanidad del taxista con una especie de visión láser.
Pablo se dio cuenta enseguida de su error y corrigió: “perdón si me expresé mal, ehhhh, quiero decir que nuestros dirigentes son unos perros”. En ese momento, al movimiento animalista se le pusieron los pelos de punta. Llovían reclamos al tridente formado por Pablo, Haroldo y el camarógrafo. Tragar saliva les resultaba una tarea extremadamente cuesta arriba. “¡¿Cómo se atreven a comparar a estos tipos con mi perro?!”, decía una vecina con vestido de gitana. “Mi perro es más humano que todos estos, no uses la palabra perro para ser despectivo”, agregaba un hombre de traje. “Mi perro es compañero, fiel y nunca me dejaría abandonado como lo hacen ellos”, concluyó un tercero.
“Está bien, tienen razón”, dijo Pablo, “yo tengo un gato, no tengo nada contra los animales. Solo quería decir que no parecen muy inteligentes. ¡Y no lo digo por los animales, me refiero al ejecutivo! Tampoco es que sean físicos nucleares, son solo abogados”. A los representantes del Colegio de Abogados que habían detenido el latir de sus bombos ante esta situación no les hizo ni un mínimo de gracia el comentario. Empezaron a lanzar al aire todo tipo de calumnias e injurias contra el cada vez más pálido taxista. Lo amenazaron con enviarle cartas documentos, realizarle exposiciones civiles y partirle la crisma.
Pablo parecía haberse puesto la famosa camisa de once varas por sobre la remera de Trotski. Haroldo quiso ayudarlo a sacarlos a los tres de esa incómoda situación. “Tranquilos todos, creo que lo que este joven quiere decir es que en los días en que vivimos se nos hace muy difícil llevar un plato a la mesa. ¿No es así, Pablo?”. “Sí. Gracias, señor periodista. Es lo único que quería decir. Que nos tienen tan apretados de todos lados que es difícil poner un plato de carne en la mesa, con lo esencial que es para la alimentación”.
Nada duró la tregua. Ahora era la Unión Vegana Argentina la que ponía el grito en el cielo. Que cómo se puede ser tan cerrado, que la carne es mala, que se puede reemplazar con tal o cual cosa, que el colesterol, que la gota. Los animalistas también se sumaron aportando datos sobre el maltrato que sufren los animales durante la producción de carne. El Colegio de Abogados, viendo una oportunidad, empezó a indagar sobre denuncias puntuales a algún productor, sobre si alguien había escuchado o visto algo.
Pablo comenzaba lentamente a perder la paciencia. Ante tanto griterío y saña contra él dijo que tendría que venir la policía o, mejor aún, los militares a repartir un par de palos para que se calmen. El cordón policial que defendía la Casa de Gobierno se desarmó y se rearmó alrededor de Pablo. También se arrimaron unos cuantosoficiales del Ejército Nacional que reclamaban a la par al ritmo de sus fanfarrias. “Señor, nuestra tarea es la defensa de los ciudadanos y de la patria, señor. No repartir golpes sino evitarlos, señor”. Claro que la gente no estaba ciento por ciento convencida de esta afirmación y se los hizo saber. Veganos, gays, animalistas, lesbianas, abogados, bisexuales y transexuales se trenzaban ahora a gritos con la policía y la milicia. Algún manotazo aislado también emergía entre la bulla.
Con sus facultades psíquicas ya un tanto alteradas, Pablo optó por salir de entre las cuerdas y terminar la noticia. Claro que no lo hizo en forma tranquila y ordenada, sino que salió caminando entre la muchedumbre espetando un “váyanse todos a la madre que los parió”. Un defensor de los derechos humanos le arrebató el micrófono a Haroldo y comenzó un pequeño discurso sobre la no necesidad de que haya una madre para engendrar vida, el matrimonio igualitario, el alquiler de vientres y el respeto a la vida en general. Los miembros de la Iglesia comenzaron a hacer muecas cuando escucharon sobre estas técnicas y modos tan antinaturales. Los activistas pro-aborto tomaron esta referencia sobre el respeto a la vida como una ofensa hacia ellos y se unieron a la disputa.
Y de repente, sin saber bien cómo, labatahola se puso en marcha. Nunca se sabe bien cómo empiezan estas revueltas, quizás un escupitajo, un tirón de pelo, una palabra de más. Un mínimo hecho a partir del cual la cosa ya no tiene marcha atrás. Empezaron a volar golpes de puño ante la risa de los dirigentes que veían consumado el “divide y reinarás”. Volaban pañuelos celestes y verdes, banderas multicolores, piedras, carteles, botellas vacías, panfletos, bombos y platillos. Durante horas la ciudad se sumió en el caos. La bomba había explotado.
Pablo caminó la calle cuesta arriba. Cuando llegó a casa su mujer estaba con su bebé en brazos mirando por televisión la cobertura de la hecatombe, del bochorno. “Te vi en el noticiero”, dijo Leticia. “¿Y? ¿Salgo muy narigón en el televisor?”. Ambos rieron. “Ya no se puede decir nada” dijo Pablo, y se fundió en un abrazo junto a su esposa y a su bebé.
OPINIONES Y COMENTARIOS