“Nada toca nada”. Así de sencillo. Así de simple. Así de frío. La física nos ha enseñado que toda la materia que nos rodea está formada por átomos. Un núcleo positivo y diminuto rodeado de una nube de electrones con cargas negativas que vuelan a su alrededor. La ley primera de la electricidad nos dice que las partículas que poseen igual signo se repelen, empujándose en direcciones opuestas. Entonces, cuando interactuamos con un objeto en realidad no lo estamos tocando. Los átomos propios y ajenos nunca entran en contacto. Las interacciones electromagnéticas producen una reacción en cadena, empujando los átomos uno a uno hasta llegar al nervio sensorial, el cual se encarga de avisarle al cerebro que estamos “tocando” algo.

El resultado es que nada toca nada. Más de un romántico de la vieja escuela estará derramando negras lágrimas al leer esto. Tantas canciones, tantos poemas, tantas prosas escritas dedicadas al roce de la piel, de los cabellos, de los labios. Una gran mentira. Un castillo de arena que se desmorona. El precio del saber.

La vida es más llevadera cuando se desconocen muchas de las cosas que pasan a nuestro rededor. No puede dormir tranquilo aquel que una vez abrió los ojos.

Quizás haya sido el momento, una etapa realmente difícil de mi vida. Una larga espera, un diagnóstico remolón que se empeña en no aparecer. La ansiedad del caso. La conciencia. El sentimiento de levedad y fragilidad de la vida humana.

El día arranca normal: ducha, desayuno, oficina. Continúa de la misma manera, la clientela va y viene durante toda la mañana: nada fuera de lo común. Almuerzo y una siesta para recuperar fuerzas para la jornada vespertina. La oficina me espera por la tarde en el mismo lugar. Pero la oficina nunca llega. La oficina nunca llega porque la vista se nubla y el mundo da vueltas. Las paredes no se quedan quietas, giran y giran en torno a mí. Las piernas tiemblan, el corazón se acelera a ritmo de colibrí, el aire escasea. El cerebro no sabe qué pasa, se anula, deja de dar órdenes.

Un ojo ve los padres llorando, el otro médicos y enfermeros correr. Todos gritan pero no entiendo lo que dicen, o no los oigo. Mi realidad es ya una irrealidad, los sentidos fallan. Los párpados se caen y poco a poco voy muriendo. La vida se escapa, la siento fluir fuera de mi cuerpo.

Me despierta un ruido en la habitación. Estoy acostado en la cama de un hospital sin saber cómo llegué aquí. Un hombre con atuendo de médico habla con mi padre creyéndome dormido. El cerebro no está pleno, pero alcanzo a oír palabras como tumor, aneurisma, trombosis. Después aparecen pronósticos más largos: accidente cerebrovascular, enfermedad desmielinizante. Hablan de pérdida de movilidad, de pérdida de la memoria. Puede que sea un cuadro progresivo. Hay que esperar, dicen. Hay que esperar, repiten. ¿Acaso no saben los médicos que esperar es el vocablo más horrendo del idioma español?

La ambulancia es mi taxi, me trasladan a la ciudad capital y ahí me llevan de acá para allá, de allá para acá. De la clínica a un hospital, de un hospital a un sanatorio, de un sanatorio a un centro de alta complejidad, de un centro de alta complejidad otra vez a la clínica. Me escanean la cabeza una, y otra, y otra vez. Dentro del resonador el tiempo se detiene. Las horas son más largas de lo habitual. El ruido del aparato es eterno, el ruido del cerebro es infinito. Pienso en vos. Escribo mentalmente mi testamento y pienso en vos. Solo en vos. En vos y en la Luna.

De repente estoy de vuelta en mi ciudad. En el hospital, pero en mi ciudad. Abro los ojos, toda la familia está arremolinada alrededor de mi cama. Los miro y reconozco todos los rostros, uno por uno. Hay tristeza en sus ojos, hay desazón. Hay mucha inquietud, mucha vacilación. Pero entre todos esos rostros grises brilla el tuyo. Estás ahí conmigo, como siempre lo estás aunque no estés. Estás conmigo. La vergüenza te puede, nos puede. Apenas nos saludamos con media sonrisa. Pero tu rostro es un claro de luna entre tanta oscuridad.

Te acercas a mi cama con miedo, pero me sonreís. Les pido a todos los dioses que te sientes en la silla que reposa al lado de la cabecera. Y, como si leyeras mi pensamiento y mis deseos, lo haces. Mis brazos descansan al costado de mi cuerpo, vencidos por el agotamiento del trajín ambulatorio y por la desesperanza. De a poquito te acercas, al principio tímidamente, después sin vacilar. Ya estás apoyada en la cama. Y ahí es cuando la física se derrumba. Tu antebrazo toca el mío. Mi antebrazo toca el tuyo. ¿Nada toca nada? ¿Qué importa lo que diga la ciencia? ¿Qué importa, si en ese roce el mundo se detiene?

La piel se funde, la tuya con la mía. Y en esa fusión renace la esperanza, la alegría. Los momentos por venir. Seguiremos esperando el diagnóstico, seguiremos esperando el pronóstico. Quizás sea mañana, quizás dentro de muchos años. La incertidumbre continúa. Pero a ese frenético mar de dudas lo calma una certeza. La convicción de que no importa cuánto dure la vida si la vida es con vos.

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