La sirena

La sirena

Gert

24/05/2023

Laura se mordió el labio, tratando así de ver mejor en la distancia. “¡Mierda!, me he perdido otra vez”, pensó airada. Era su primer día en aquel trabajo y ya llegaba tarde. Sin duda, la culpa era suya. No podía evitar remolonear hasta el último minuto aunque no estuviera haciendo absolutamente nada en casa.

Preguntó un par de veces hasta que consiguió dar con la calle adecuada y entró resoplando en la oficina. Parecía que su jefe no estaba a la vista, ¿se había librado?

  • Buenos días Laura – dijo una voz desde su espalda.

Cuando Laura se giró; Pablo, su jefe, estaba allí mirando su reloj. Después, la miró a ella y sonrió falsamente.

  • Recuerda que la puntualidad es muy importante.
  • Discúlpame, es que me he perdido.
  • Todo bien, comienzas hoy. Tienes una visita en media hora. Apréndete las características del piso, las necesidades del cliente. Toma las llaves…, ah, y no te pierdas esta vez, por favor. Recuerda que la puntualidad es muy importante.
  • Sí, Pablo. Lo recordaré. No te preocupes.

“¿En media hora?” Pensaba que en su primer día solo tendría que hacer fotocopias, mirar la base de datos o algo del estilo. Lo que le preocupaba no era la venta, sino llegar allí a tiempo. Así que se puso manos a la obra. Apuntó en su libreta las características principales de la casa, las necesidades del cliente y el precio que estaba dispuesto a negociar; cogió su chaqueta de lana y se fue pitando.

Cuál fue su sorpresa cuando llegó a la puerta de la casa. Allí estaban los clientes, pero también estaba Pablo.

  • ¡Oh!, ¡aquí está!, Laura, llegas un poco tarde ¿No crees?
  • Sí – rio Laura -, había un tráfico terrible. Discúlpenme. ¿Pasamos?

Su jefe la miraba inquisitivamente. Abrió la puerta como pudo, ya que le temblaban las manos.

  • La casa es de mediados de siglo – comenzó-. Como veis, conserva las vidrieras originales. Estas no podrían cambiarse, pues están protegidas por patrimonio. La escalera…

A medida que Laura pronunciaba su discurso, los nervios iban desapareciendo. Había algo en su forma de hablar que incluso la calmaba a ella misma. Fueron avanzando por la casa en lo que le pareció una explicación detallada y llena de color. Apenas sabía lo que había dicho, pero sabía que todo estaba bien.

  • Mal, mal, mal – resopló Pablo -. ¿Te das cuenta de que ni siquiera has enseñado el segundo baño?
  • Estaban tan contentos con la cocina…
  • Eso no importa. Tendremos que trabajar mucho más si queremos que llegues a vender algo. Bueno, por hoy hemos acabado. Vuelve mañana a las 9 y veremos qué podemos hacer.

Estaba tan contenta cuando acabó la visita… no podía esperar que lo hubiera hecho tan mal. Sí que era verdad que faltaban cosas por decir, pero su tono había sido tan convincente. Los había visto tan entusiasmados… no veía en qué es en lo que había fallado tanto.

Caminó pensativa por las entrecalles de la ciudad, esperando que los escaparates de las tiendas le nublaran el sentido y así, perder un poco esa sensación de inutilidad que la inundaba.

Al final de la calle vio un bar pintado de blanco con el letrero en verde esmeralda, el cual rezaba “Bar Estambul”. La terraza se situaba mirando directamente al mar. Un placer para los sentidos. Se sentó sin dudarlo y pidió un vermouth blanco con aceitunas.

Su mirada se dirigía hacia el horizonte; a ratos hacia las olas. El murmullo del viento y el agua llenaba todo el espacio en blanco en su mente. La calma se fue apoderando de ella y comenzó a tararear una canción de la cual nunca recordaba la letra.

La camarera la observaba meditativa. Una mujer de unos 50 años, entrada en carnes y pelirroja como la llama de una vela. Se acercó a ella disimuladamente y escuchó su canción.

  • ¿Dónde has oído esa canción? – le dijo de pronto.
  • Eh, ¿perdón?, ¿sabe qué canción es? La oí de niña y no recuerdo dónde. Soy huérfana, aparecí a los 6 años en una playa, abandonada. No recuerdo nada de antes de la playa. Solo esa canción.
  • Con razón no recuerdas – dijo la mujer ensimismada –. Tú no sabes quién eres. Esa canción es un canto al mar. ¿No has notado que a la gente le cuesta mucho decirte que no?
  • Bueno, soy muy elocuente – dijo Laura intentando bajar el tono de la conversación-. Tiene usted un bar muy bonito.
  • Sí – rio ella-, a las mujeres como tú les gusta mucho. Creo que es el tono de verde del letrero y el mar, claro. Apuesto a que también te gustan los adornos dorados de la entrada.
  • La verdad es que sí, siempre me han gustado los metales brillantes.
  • Sí, apuesto a que sí. Muchas mujeres como tú llegan hasta mi bar, ¿sabes?
  • ¿Huérfanas?
  • No, poderosas. Mujeres con el don de la palabra.
  • No sé a qué se refiere.
  • Ya lo sé pequeña. No te molestaré más, pero vuelve a visitarme cuando tengas tiempo. Estoy encantada de teneros aquí. Ah, y no dejes que ese hombre te mangoneé, sea quien sea.
  • Pero, ¿cómo sabe eso?
  • Siempre hay uno.

La camarera se retiró, dejando a Laura un tanto intranquila. “¿Por qué había dicho esas cosas tan extrañas? No parecía estar borracha, ni mal de la cabeza”. Laura se acabó el vermouth y se fue a casa, pero no pudo evitar pensar en lo que había pasado. Sus palabras resonaban en su cabeza como piezas de un acertijo. Laura se pasó la noche buscando historias y leyendas sobre personas que podían convencer de cualquier cosa. Personas que, con su voz, doblegaban voluntades.

Cuando al día siguiente llegó al trabajo, Laura parecía otra mujer completamente distinta. Llegó puntual y muy tranquila, convencida de que algo había resonado en su interior y la había vuelto un ser único. Pablo le hizo una señal mientras hablaba por el teléfono.

  • … de acuerdo entonces. Mañana nos vemos – y colgó -. La hemos vendido, Laura. No sé cómo, pero la hemos vendido. Esa casa llevaba meses parada. Debían estar muy interesados para no prestar atención a tus errores.
  • Gracias, Pablo. Por cierto, en la entrevista dijiste que me correspondería un porcentaje de las ventas.
  • Normalmente sí, pero teniendo en cuenta que yo también estaba allí ayudando…, nos repartiremos la bonificación entre los dos.
  • ¿Cómo?, creo que no me has entendido Pablo. Si quieres que siga trabajando aquí, me darás ese porcentaje y me contrataras a jornada completa a partir de mañana.

Cuando volvió esa tarde al Bar Estambul la camarera la miró y sonrió satisfecha de su trabajo.

  • ¿Ya sabes quién eres, niña?
  • Sí, yo soy Laura.

Fin

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