El sillón y otros cuentos

El sillón y otros cuentos

Elena Solis

17/05/2023

El sillón

Con tal de no volver a verla, dejé que se quedara con las llaves de mi casa. Lo importante era sostener la decisión de separarme, a pesar de ella. Tuve el impulso y llevé a cabo, un cambio en la ubicación de los muebles de mi casa. Después de todo, era ahí donde había vivido con ella. Me urgía renovar el ambiente, regalar o tirar todo tipo de objetos hundidos en polvo de esos que, tiempo atrás, en un rapto de ilusión juvenil, había adquirido. No tenía suficiente dinero para mudarme, o hacer cambios estructurales. Sin embargo, logré deshacerme de unos cuantos muebles, que sustituí por plantas. El tiempo va haciéndola sabia a una y en este proceso comienza a alejarse de todo lo que no sirve, por mucho dinero que una haya gastado en esas mocedades en que tanto objetos parecían necesarios. ¿Para qué quería yo el juego de living? Apestaba, era de mala calidad, mis hijos ni no lo usaban (ni siquiera cuando vivían conmigo) y mucho menos yo. Se había transformado en la lujosa cucha de mi perra.

En primera instancia, logré sacar a la calle, ya avanzada la noche, los dos sillones de un cuerpo. Al momento de sacar el grande, de tres cuerpos, la cosa se complicó. No cabía por la puerta. Lo intenté de diferentes maneras. Sobre el piso como se usaba para sentarse, inclinado como si estuviera haciendo una reverencia, erguido, como un monstruo de resorte y tela. Pero no pude. Me inquieté bastante, me frustré. Logré controlar mi cabeza y olvidar el asunto. Lo dejé así, ocupando casi todo el ancho del corredor y superando la altura de la puerta. La gata lo usó, como si fuera un árbol. Quedó allá arriba y me miró con sus ojos oblicuos.

A media noche me levanté para ir al baño, en la oscuridad me pareció que se movía. Lo miré fijamente para anular la alucinación. Se quedó quieto, parado ahí, silencioso, encorvado pero gigante aún. Me costó reponerme. Prendí la luz del baño. Quedé frente al espejo, donde me observé. Miré las cosas que había detrás de mí, las miré en el espejo. Noté que había correspondencia entre lo que se veía en el espejo, yo misma, el duchero, el

toallón, que también vi al darme la vuelta. Esa imagen tan obvia, tan propia y habitual, me alivió. Volví a la cama.

La siguiente noche, realmente me propuse deshacerme del sillón. Vivo sola, y todos los vecinos hombres corpulentos aceptaron, gentiles, darme una mano. Sin embargo, a las once de la noche, ninguno me había tocado timbre. Encontré un serrucho. Ni sabía que estaba en la casa, no sé si era de ella, ella tenía herramientas, quizás, me había olvidado de devolvérselo. Primero tomé un cuchillo afilado de la cocina y rompí la tela de la parte de abajo. ¡Qué extraña era la estructura del sillón! Tenía varias maderas cruzadas, los clavos estaban cediendo, y la tarea se insinuaba fácil. Pero no lo era. El serrucho estaba viejo y oxidado. Elegí estratégicamente las maderas que rompería, para reducirlo y hacerlo pasar por mi puerta. Comencé por una de las tablas de las de más abajo. El serrucho se deslizaba con dificultad. Los dientes se trancaban en la madera. Saltaban astillas. Conseguí marcarlo. Una incisión de bastante profundidad y longitud me garantizó que el serrucho no cedería, no se me zafaría de las manos. Pero tuve que insistir mucho, haciendo fuerza hacia abajo y agitando velozmente el mango tomado con las dos manos. Finalmente logré romper la primera tabla. Intenté empujarla con la mano, para sacarla de su posición y hacer saltar los tornillos, pero fue inútil. Me subí sobre ella, con miedo a romperla de golpe y caer repentinamente en el suelo. Pero no cedió. Salté sobre la tabla. Tampoco cedió. Tomé la parte del posa manos que había quedado por arriba de mi cabeza, la sujeté con las manos, embestí varias veces con mis championes gastados. Finalmente lo logré. La tabla entera se zafó del lugar. El sillón se encorvó más.

Repetí esta operación con tres tablas más. En unas dos horas, ya había logrado desvencijar el sillón de tal modo que pudiera sortear el marco de la puerta. Lo empujé con mis propias manos y mi propio cuerpo por todo el corredor. Ningún amable vecino salió a ayudarme. Lo saqué del pasillo. Lo puse junto al contenedor. Lo miré. Su aspecto no era adecuado a un departamento pequeño burgués, pero seguro a alguien le serviría.

Me acosté aliviada.

A la mañana siguiente salí, como todas las mañanas, con mi perra, a comprar pan. Para mi sorpresa, seguía donde yo lo había depositado. Nadie había deseado llevárselo. Me sentí muy rara. ¿Tan feo era mi viejo sillón? Una se acostumbra a sus cosas, a las manchas, a las roturas, pero quizás, mi sillón era espantoso. ¿Quién me había dado el derecho a desecharlo? El hecho de que nadie se lo llevara, era la prueba evidente de que era un desecho.

Sentí que algo malo y oscuro ocurría con el sillón. Quizás era el olor, nada más que eso. El sentido del olfato, ha sido tan relegado, que muchas experiencias registradas como sobre naturales premoniciones, se deben a éste. Un simple olor a perro ajeno, puede generar la más oscura alerta.

Pasó una noche más. Volví a comprar el pan de la mañana, con la perra. Me resultó extraño y deseé que no lo hiciera, pero no pude evitarlo, la perra lo olisqueó, con un evidente gesto de reconocimiento, y me miró, como intentando hacerme ver que valía la pena, que el pobre sillón no merecía estar ahí. Lucía muy mal. No sólo nadie lo había usado como sillón, sino que se habían ensañado con él. Su tabla su tela y su algodón daban cuenta de que había sido sometido a un verdadero martirio. Parecía un esqueleto con poca piel desgarrada y los resortes y elásticos parecían vísceras.

Ganó la conmiseración, la pena. Decidí rescatarlo. Pensé que podía buscar la forma de usarlo, después de todo tan mal no estaba. Si nadie lo quería, sería porque era para mí. Quizás era una señal de que el sillón tenía que permanecer en casa. Esperé a la noche. ¡Qué triste se veía cuando caminé hacia él! ¡Qué fría estaba la nohe! Lo metí para adentro otra vez. Me sentía feliz, como si hubiera hecho una obra de bien. Pensé en transformarlo en algo, una cucha para la perra, quizás. Como estaba demasiado cansada, lo dejé ahí, en el corredor.

Cuando fui al baño sabía que el sillón estaba ahí. No lo había olvidado. Había soñado con el sillón, con todas las cosas que habíamos hecho sobre sus almohadones. No recordaba el final del sueño, pero sí que era triste y lúgubre.

Cuando estaba sentada en el wáter, sentí un sonido entre las tablas. Me alegré de estar sentada allí, porque el susto me hizo escapar sonido y sustancia que fueron a parar al lugar adecuado. Me limpié, corrí la cisterna. En la oscuridad me acerqué sigilosa, con esa tonta seguridad que tenemos las personas cuando escuchamos un sonido inexplicable en la noche y pensamos que nada va a ocurrir, que nada puede haber ahí.

Miré por dentro del sillón, a través de las enormes heridas que yo le había hecho a la tela. No vi nada fuera de lo común.

Volví a la cama.

Me desperté totalmente confundida. El reloj marcaba las 14 horas. Cuando fui a levantarme, estaba demasiado mareada. Me caí a un lado de la cama. Logré volver a levantarme. En el espejo, vi mi rostro hinchado, amoratado y ensangrentado. Cuando fui hacia el estar y miré al corredor, vi que el sillón no estaba. La puerta no estaba forzada y tenía el cerrojo pasado. Ningún amable vecino había venido a ver qué estaba ocurriendo en mi casa.

No faltaba nada más. Me sentí aliviada de que a alguien le interesara tanto mi viejo sillón, aunque fuera a ella, la peor de las mortales.

Domingo

Van despertándose y yo sigo acá. Cada vez tengo más hambre. Ya al mediodía está toda la familia en el jardín, acá cerca de donde estoy yo. Están los niños varones y la niña y los padres.

Suena el timbre. Los cachorros humanos se alegran. Todos salen corriendo a abrir la puerta.

Ahí yo trato de bajar, de salir por el lado de abajo. Pero no puedo, sigo trancado. Estoy todo sucio. Tengo los ojos manchados. Me cuesta ver. ¿Y si me dejo caer? Pero no puedo destrabar mi pata, además tengo miedo de lastimarme más.

Al final vuelven todos al patio. Más miedo. Ahora son más. Oigo las voces de otros niños. Corren, todos están contentos.

– Bueno, todavía no arrancó la cosa, bromea el recién llegado.

Siento ruidos allá abajo. Miro. El dueño de casa está limpiando la parrilla con papel de diario. Explica que hay que hacerlo para sacar la grasa vieja. El otro dice que él nunca lo hace y que igual el asado le queda de lo más bien. La parrilla ya está limpia. Ahora junta unas piñas, las envuelve en papel de diario. También unas ramitas. Luego unos troncos chicos y secos. Los pone bien debajo de mí. Tira alcohol. Luego el fósforo.

Estoy muy asustado, no quiero que sepan que estoy aquí. Pero empiezo a sentir el humo subir, el calor y no puedo respirar bien. Así que maúllo.

Al principio nadie me escucha

Es la niña la que pregunta que dónde está el gatito. Supongo que ese soy yo.

Aprovecho la oportunidad, maúllo más fuerte.

Nadie le da bolilla a la niña que es hembra, ni a mí que soy gato.

Ella insiste. Pide silencio. Pero nadie le da bola. La charla es demasiado animada.

Al final se pone a llorar y gritar como loca. Ahí todos la tranquilizan como si tuviera un berrinche. Dice:

¡Hay un gatito en la chimenea, se va a morir si seguimos con el asado!

El padre le dice que no se preocupe que debe estar en otro lado, que es la impresión. Ella dice que no, que está segura que está en la chimenea.

El padre dice que ya puso toda la carne, que vinieron los amigos, que todos están esperando el asado.

Yo ahí ya no puedo parar de maullar, aunque me estoy ahogando. A ver si alguien más está dispuesto a ayudarme, además de la pequeña hembrita humana.

Los demás cachorros humanos empiezan a gritar y a llorar, dicen que el gato está en la chimenea y que va a morirse. Aunque me estoy muriendo y tengo miedo, me da el tiempo para darme cuenta que sólo los cachorros humanos y las hembras están interesados en mí, que no quieren que me muera.

Los dos padres machos se enojan mucho. Las mujeres intentan calmarlos.

– ¡Por favor apagá el fuego!

– No puedo ¿cómo querés que haga para apagarlo?

– ¡Sacá toda la carne de la parrilla, levantá la parrilla, corré el fuego al otro lado!

– Si hago eso va a empezar a ahumar todo

– ¡Que ahúme, los chiquilines están viendo cómo dejás morir a un gato!

– Esos gatos me tiene re podrido. Son una peste. Sabés que mean en el deck, dejan ese olor horrible.

– ¡Ya lo sé, pero de ahí a matarlo, por favor!

– La carne ya empezó a hacerse, si la saco ahora se va a chamuscar toda.

– ¡Sos un hijo de puta!

– No se preocupen comemos otra cosa – dice la madre que es la visita.

– ¡No, no, ustedes vinieron a comer asado y eso vamos a comer!, insiste el macho adulto.

¡Qué hombre de palabra! No puedo respirar, ya no puedo maullar. Todos los niños lloran. Me siento feliz de que lloren por mí. Pero no escucho a mis amigos. Y ya sé que nadie vendrá a rescatarme.

– ¡Sos un hijo de puta. Hace tiempo que los chiquilines quieren una mascota, pero vos ni ahí con eso!

– Yo soy así, vos siempre supiste que no me gustan los animales. Ni los niños me gustaban pero vos insististe. – Levantó bruscamente el fierro, la miró, cambió la dirección del golpe, asestó la parrilla, como para agitar el fuego.

– Nosotros nos vamos, otro día volvemos. – dicen los invitados.

– ¡No, no se vayan! Miren que compré re buena carne, mi amor, traéles algo para ir picando, vino.

No puedo más. Me caigo arriba del fuego. Pataleo y logro salir. Me quemo mucho. Salto para donde puedo. Caigo en la parrilla que estaba mucho más caliente. Pero como tengo mucha hambre me llevo un pedazo de carne. El dueño de casa me golpea. Me duele, pero logro saltar el muro y pasar para el otro lado.

– ¡Gatos de meirda, me tienen re podrido!

Los niños lloran y ríen a la vez.

La carne está muy buena.

Muy bueno Sote

Oigo el chirriar de la persiana. Mamá dice: – ¡Arriba! El desayuno está pronto. – Hago esfuerzos para despertarme. Recuerdo que es lunes. La luz me golpea en los párpados aún cerrados.

Consigo abrir el ojo izquierdo. Miro hacia el despertador. Marca las 7.15.

Me paro, voy hacia la cocina. Primero el desayuno y después la túnica, como dice mamá. Porque si me pongo primero la túnica y después tomo la leche puedo ensuciarme. En cambio si ensucio el pijama no tiene importancia.

La cocoa caliente está frente a mí pero esta mañana no tengo ganas. Su aroma me molesta. Sólo unos tragos. La revuelvo un poco. Juego con la cuchara y los grumos. Hay pan tostado y queso de untar y manteca y mermelada. Pero esta mañana no tengo deseos.

Miro por la ventana. Es un día soleado. Veo pasar al Carpincho. Lleva su bastón y todos sus trastos. Todas las mañanas lo veo, me pregunto ¿dónde duerme? Pasa sigiloso, pues si lo vieran los vecinos, esos que siempre le tiran piedras, podría salir lastimado. Me sobresalto un poco pues su mirada y la mía se cruzan a través del cristal de la ventana.

Me levanto de la mesa. Las piernas me pesan. ¿Estaré enfermando? Si se lo dijera ahora a mamá no me creería, pensaría que estoy remolona. Desde que papá se fue, la pobre suele sentirse engañada.

Por la vereda camino a paso lento. Estoy revuelta del estómago. Cruzo a la otra acera, para evitar al Carpincho que va delante de mí con su mal olor y su soliloquio.

Ya en clase hago esfuerzos para tragar mi propia saliva, como si algún objeto me hubiese quedado atragantado. Sin prestar ninguna atención, adormecida, permanezco quizás una hora con esta sensación. Mi imaginación vaga por el jardín de mi casa. Repentinamente veo al Carpincho durmiendo en la cucha de Olivia. Ella está muy debilitada, no puede defender su territorio.

Entonces lo recuerdo y lo comprendo todo. Hoy es un día muy especial y muy triste.

Tengo que hacer algo.

Me levanto del pupitre. Me observo la túnica y la moña. Todo está en su lugar. La maestra me mira. Su rostro me muestra un signo de interrogación.

  • Tengo que salir – digo.
  • ¿Te sentís mal?
  • No, no es eso, lo que ocurre es que …
  • Ya les dije mil veces que tienen que ir al baño antes de clase o a la hora del recreo. – dice para todo el grupo. Me avergüenzo. Bajo la mirada.

Comienzo a volver a mi banco. A medio camino la oigo decir:

  • Si no se siente mal, vuelva a su banco.

Tengo que hacer algo. Pilar, que está a mi lado y es mi amiga me susurra:

  • ¿Qué pasa?
  • Hoy me levanté muy mal. Al principio no sabía por qué. Pero ahora me doy cuenta. Me acordé de mi perra, Olivia.
  • ¿Qué le pasa a Olivia?
  • Hoy van a sacrificarla.
  • ¿Por qué? ¿Está enferma?
  • Yo nunca me preocupé por ella. Prometí que la sacaría a pasear. Pero jamás lo hice. La dejaba allí atada. La pobre se aburría mucho.
  • No te preocupes, yo tuve un perro una vez , fue mejor así …
  • Pero yo quiero estar con ella cuando … – no pude decirlo.
  • ¿A qué hora iban a hacerlo?
  • A las once, creo.
  • Son las diez. Tenés tiempo.
  • Además me da mucha bronca porque me di cuenta de otra cosa …
  • ¿Qué cosa?
  • Que el Carpincho está durmiendo en su cucha.
  • Entonces, ¿qué querés hacer? – pregunta dispuesta a ayudar.
  • Voy a salir – respondo, y la dejo ahí a la pobre Pilar sin dejarla participar de mi problema.

Salgo corriendo de clase. Voy a la Dirección. Digo que me siento mal, que debo llamar a mi madre.

Estoy parada con el auricular en el oído, me da asco pues tiene el olor y la humedad del aliento de la Directora. El tono de libre suena una vez. Luego suena una segunda vez. Y una tercera. Y la cuarta se interrumpe con la voz de mamá diciendo:

  • Hola.
  • Mamá soy yo, …
  • ¿Qué pasa?, ¿te sentís mal? No desayunaste …
  • No me siento mal. Es por Olivia.
  • ¡Ah! – Exclama bajando la voz.
  • Quería decirte que yo quiero ir con ella. Si va conmigo, se sentirá mucho mejor.
  • No es una cosa que deba hacer una niña, puede ser muy desagradable, además …
  • Si yo me pongo a su lado, y la acaricio y la conforto, quizás …
  • Ya está, ya lo hicieron.
  • ¿Cómo que ya lo hicieron, no era a las 11?
  • Hace un ratito llamaron de la veterinaria. Preguntaron que si podíamos llevarla más temprano pues tenían algún problema, no recuerdo qué me dijeron. El caso es que me pidieron que la llevara antes.

Me silencio. Mamá se da cuenta que necesito una explicación más, continúa:

  • El Carpincho andaba por acá, salí y lo vi, le di algo de plata y bueno, estuvo dispuesto a llevarla … hace como una hora que llamaron para decirnos que había salido todo bien, al parecer no sufrió …

Colgué. Salí corriendo al baño. Vomité en el inodoro de uno de los cubículos. Me limpié la boca con el cartón de un rollo de papel higiénico acabado. Me froté los ojos con las mangas de la blanca túnica. Me miré al espejo. Me ajusté el broche de pelo.

Volví al salón de clase. Entré pidiendo permiso.

En ese momento la maestra volvió a decir:

  • Ya les dije mil veces que tienen que ir al baño antes de venir a la escuela o de lo contario esperar al recreo. Ustedes ya son niños grandes. Ya tienen diez años, y el año que viene van a estar en sexto y …

Su voz fue alejándose.

Miré el pizarrón. Tomé el cuaderno de matemáticas. Me puse a copiar las cuentas que estaban allí planteadas. Unos cálculos y las terminé con rapidez. No tuve errores. La maestra me puso Muy Bueno Sote. Si no hubiese salido corriendo, como salí, en la mitad del trabajo, me hubiese ganado un sote redondo.

En el blanco

Ya amaneció. La pobre Olivia está muy quieta, dolorida. La acaricio. Tengo que irme pronto, antes de que me vean. Pero me detengo un rato.

Tengo lindas las flores en este jardín. Las cuido mucho. La mujer sale todas las mañanas. Riega. Les habla. Desde que el esposo se fue está más entusiasta que nunca con ellas. Pero antes, no les daba importancia. Era yo quien las cuidaba, a escondidas. Además, no se debe regar por la mañana, si no en el crepúsculo, cualquiera lo sabe.

Un picaflor azul sobrevuela. Se detiene frente a mí. Es gracioso, yo no puedo tener olor a flor, sin embargo parece que quiere picotearme el pelo mugriento. Lo que ocurre es que hay unos claveles detrás de mi cabeza y se dirige a ellos.

Unos cuantos gorriones juegan y se alimentan en el limonero. Ya es demasiado tarde. En cualquier momento se abre la puerta, la madre se asoma para despedir a su hija y la niña sale para la escuela.

Es mejor que me levante de una vez.

Le doy un beso en el hocico a Olivia.

Como a mí no me molesta el olor, me hace mucho bien porque me calienta con su pelo. Somos buenos compañeros.

Me voy muy triste pues no estoy seguro si logrará mantenerse viva hasta la próxima noche.

Voy por la calle General Artigas. No quiero pasar frente a la casa de los Fernández, pues ellos son unos cuantos varones maleducados y siempre se meten conmigo y me tiran piedras.

Me cruzo con la niña de la casa. Me evita. La veo muy prolija, bien abrigada, con parte de su moña azul saliendo por el escote de su sobretodo de lana.

Paso por la Panadería de Don Lito. El me da el pan de ayer. Algo de queso bastante pasado y un vaso de leche agria. No está mal.

Me voy al terreno baldío, donde suelo desayunarme, dentro de la vieja carcasa de una camioneta Ford. A lado está la quinta de los Olivencia, tienen unos pavos reales. El macho despliega sus colores.

Veo un gato acercarse lentamente en actitud de caza. Observo la escena. Abre los ojos con atención, se desliza, sigiloso. Afila sus dientes.

La presa está comiendo un limón caído, a la sombra de su árbol. Hay otros pájaros más haciendo lo mismo en otros limones caídos de maduros. Así que tiene muchas chances. Arremete. Consigue uno. No puedo verlo comer, pues se pierde de mi vista para alimentarse y luego esconder lo que quede de su presa.

Me duermo.

Despierto a las 9.30. Voy a caminar un poco. Tomo mi bastón, debo llevarlo pues, aunque mis piernas están en perfecto estado, puedo necesitarlo. Si algunos niños me lanzan piedras, me dicen “Carpincho sucio”, o si alguno de sus padres me amenaza y me indica que me aleje, tengo con qué defenderme. Nunca lastimé a nadie, pero deben saber que estoy dispuesto a hacerlo si alguien realmente se mete conmigo.

Paso por la casa otra vez. Allí está Olivia, a la sombra de la higuera.

La madre habla por teléfono junto a la ventana. En cuanto apoya el auricular, se asoma. Me llama. Miro para atrás. No hay nadie. Le pregunto con un gesto.

  • – ¿A mí?

Me responde con un gesto. – Sí, a usted.

Aún no puedo creerlo.

Insiste, dice: ¡A usted, Carpincho, a usted! Venga por favor.

Entonces me lo explica todo. Es mi oportunidad de acompañar a Olivia. Y hasta me gano unos mangos, doscientos para ser exactos, no está nada mal, todos de una vez.

Le digo que sí, que estoy dispuesto a ayudarla.

Estoy en la veterinaria. Tengo una pequeña discusión con el Dr. Como quiera que se llame. Me da mucha gracia, se hace llamar doctor, pero no es más que un veterinario. Si es por eso, yo soy abogado, porque antes de empezar a ser lo que soy, estudié derecho y fui un buen alumno y todavía pienso como un abogado. Aunque me gusta más defender a los animales que a las personas.

La pequeña discusión es porque él no me deja entrar, como siempre me ocurre, por el olor. ¡Qué curioso, el lugar está lleno de animales, sin embargo yo huelo peor que todos ellos! Finalmente acordamos que se haga en su jardín trasero.

Estamos a la sombra del sauce llorón. Olivia ya ha ingerido el veneno. Lo hizo con deleite. Llegó a mover la cola. Le digo palabras bonitas, las mejores que tengo. La acaricio. Junto mi cabeza con su pelaje. La beso en el hocico. Le prometo que todo estará bien.

Sigo inventando palabras para Olivia, hasta que finalmente su cabeza pesa entre mis manos y compruebo que no respira ya. Oigo cantar un ruiseñor, que no busco con la mirada.

Salgo llorando como un niño desconsolado.

Tengo la mala suerte de cruzarme con algunos de los Fernández. Se ríen de mí.

Agito el bastón azarosamente, para espantarlos.

Entonces, llego a la casa de Olivia.

La niña está volviendo de la escuela.

Me quedo allí escondido observando los movimientos.

Cuando es noche cerrada y las luces se han apagado me voy a la cucha.

Siento el olor de Olivia. Me duermo en paz.

Me despierto con alguien echándome. La mañana está muy avanzada, dormí más de la cuenta. El que me echa es un policía. Hay unos hombres tomando medidas a lo largo del perímetro del jardín. Son los empleados de Souza, el herrero. Parece que pondrán una reja.

Fue la niña, la niña me ha visto y se lo ha dicho a todos.

Allí está parada con su madre, su túnica y su moña azul, observándome como a un enemigo.

Me escabullo. Me escondo en la carcasa del Ford. Pasan unos minutos. Todos pierden interés en mí. Los empleados de Souza ya han anotado todas las medidas de la reja que pondrán en ese jardín que era mío.

La madre besa a la niña. La pequeña enfila hacia la escuela.

Camina con su portafolio. La veo alejarse.

Entonces comienzo a seguirla, mantengo distancia, soy sigiloso, como los gatos en los jardines.

Aún no me ha visto. Apuro el paso. Me acerco. Le veo la nuca.

Entonces comienzo a agitar el bastón. Lo hago danzar a un lado y otro. Siento el sonido de la madera cortando el aire.

Muero de ganas de que dé en el blanco.

La valija

Como me iba a Córdoba y no tengo valijas le pedí a mis padres que me prestaran una.

Pusieron a mi disposición dos. Cuando volví me quedaron de clavo. Las puse una dentro de la otra y las subí al altillo.

Estaba en la casa de mi novia en Barra de Carrasco con una modorra como para deslizarme sólo de la cama al baño y/o a la cocina cuando me entra un mensaje de texto. Era mi vieja que decía lo siguiente:

– ¿Cuando me podés devolver la valija?, viajo mañana

– ¿Vos podés pasar a buscarla?

– No.

– Te la llevo a las 18 aprox, ¿te sirve?

– Ok

Me tomé un metropolitano. El 7E7 para bajarme en Avda. Italia y cualquier calle y el 300 para llegar a mi casa. Me metí en mi casa. Saludé a mi gata. Le renové la comida. Le saqué unos soretitos bastante secos que había entre sus piedritas. Puse algunas nuevas. Salí con una valija conteniendo otra dentro y la bolsita de caca. Tiré la bolsita de caca en el contenedor. Me tomé el 522, también me servía el 149 pero ese no pasó o pasó después. Estaba requeté repleto de gente. Yo me había olvidado que en ese tramo siempre está repleto de gente. Pagué mi boleto. Poco después de mi subida un señor rengo se levantó del asiento para lisiados.

Aproveché para poner ahí mi valija. El guarda me puso mala cara. Miré para otro lado. Pero cuando miré para el otro lado me encontré con otra mala cara, de una pasajera. Así que empecé a mirar para arriba como si me faltara el aire. Entonces el guarda dijo “Ese es el asiento para lisiados, es para personas con algún impedimento o, si no hay ninguna, para ancianos o ese tipo de gente”. Yo le dije que yo tenía un impedimento. Me dijo que le mostrara el carné. Le dije que era otro tipo de impedimento. No me comprendió. Seguí mirando para arriba, pero ahí me encontré con un señor muy alto que también me puso mala cara. Ya no tenía a dónde mirar.

Abrí la valija. Molesté un poco a la gente pero valió la pena. Me metí dentro, era la única forma de ocupar menos espacio. Después de diez paradas le pedí al guarda, gritando porque estaba dentro de una valija que además estaba dentro de otra, o sea que entre el guarda y yo había dos paredes de valija, que me avisara cuando llegásemos a Gonzalo Ramírez y Salto. Apenas le pedí que me avisara me respondió que era la próxima. Me dejé caer desde el asiento hacia el corredor. Por suerte justo caí con las rueditas para abajo y a esa altura el ómnibus viajaba en subida, por lo que llegué rápidamente a la puerta trasera. Me di cuenta porque sentí cómo golpeaba contra el asiento del fondo y la puteada de un tipo que estaba sentado ahí. Le expliqué que por favor comprendiera mi situación, no es fácil ser una valija humana, y que por favor hiciera sonar el timbre para que la puerta se abriera en Gonzalo Ramírez y Salto. El ómnibus frenó y yo me tiré para abajo con todas mis fuerzas. Los escalones me reventaron la columna. Oí cómo se alejaba el ómnibus. Ahí me costó un poco más quedar con las ruedas para abajo y la bajada no estaba a mi

favor. Pensé en salir, pero nunca me había sentido tan bien como adentro de esas dos valijas, así que decidí quedarme. No veía nada. Por las dudas grité que si estaba en Gonzalo Ramírez y Salto. Alguien me respondió que era Gonzalo Ramírez y Barrios Amorín. Puteé bastante feo protegida por dos valijas que tapaban mi identidad. Le pedí al señor que, ya que había sido tan amable de decirme dónde estaba, que por favor me pateara hacia Gonzalo Ramírez y Salto porque la bajada no me favorecía. Lo hizo con mucha fuerza. Le agradecí gritando a gran velocidad. Cuando la inercia se acabó volví a gritar que dónde estaba. Me respondieron que en Gonzalo Ramírez y Salto. Le dije al que me respondió que ya que había sido tan amable de responderme que tuviera a bien patearme hacia Salto y Cebollatí. Lo hizo con una fuerza que me reventó la espalda. Sentí varios bocinazos y un choque fuerte al cruzar Gonzalo Ramírez. Pero nadie puede responsabilizar a una valija. Supongo que la policía interrogó al tipo que me pateó. Arranqué en bajada. Me reventé contra el edificio Lamaro luego de oír el frenazo de, al menos, tres vehículos. Quedé quieta. Oí la conversación de unos nieris que siempre están en esa esquina. Les pedí que por favor me arrimaran, ya no podía recibir más patadas, hasta la puerta de Salto 912. Uno tuvo la gentileza de hacerlo. Cuando me dijo que habíamos llegado le pedí que ya que había tenido la gentileza de llevarme hasta la puerta, que por favor tocara timbre. Tocó. Oí que se iba enseguida porque yo no le pedí que tuviera la gentileza de quedarse a decir nada. Oí que se abría la puerta. Luego la voz de mi madre decir:

– ¡La valija! – Pero esta Elena, pudo haberse quedado a saludar. ¡Qué pesada que está! Era confuso si se refería a mí o a la valija.

Fui colocada en el rincón del comedor. Mi padre dijo.

– Habría que empezar a guardar las cosas.

– Pará, Carlos vamos a tomar algo, no seas tan ansioso, tenemos tiempo.

Esa fue la primera vez en la vida que oí una conversación entre mis viejos sin que ellos tuvieran la menor idea de que yo estaba ahí.

La conversación versó sobre mí. Estaban muy preocupados por mi salud, Los muy malditos barajaban la posibilidad de internarme en un loquero.

El taller literario

Yo cobraba mil pesos en mi taller literario, aunque yo le decía “el taller que coordino”, que suena más modesto. Para ser creativos nos necesitamos. Necesitamos vernos las caras. Uno escribe pensando que va a ser leído. Eso es muy importante. Así que en poco tiempo nos hicimos grandes amigos.

Poco después de comenzado el taller, me enamoré de una mujer. Ella se vino a vivir conmigo rápidamente. Todos los parientes y amigos decían que era apresurado, pero los talleristas estaban de acuerdo. Arrancamos a vivir juntas el mismo fin de semana en que salimos por primera vez. Lucía hacía panes caseros. Era quien se ocupa de que cuando todos llegasen tuvieran algo para picar y beber. Para mí es muy importante, porque la comida y la bebida unen, armonizan, vuelven a la gente más imaginativa, diáfana, relajada. Claro que nadie escribe mejor por beber un poco, pero es más divertido. Y además me place.

El primero en tener un problema fue Martín. Lo despidieron de la ferretería por llegar tarde, por responderle mal a su compañero, que según él le serruchaba el piso, nunca la metáfora es tan buena como cuando viene de alguien que trabaja en una ferretería. Lo que le pasa a Martín es que odia tener un jefe. Es demasiado inteligente para seguir órdenes. No es lo suyo aprenderse las medidas de los tornillos, ni todas esas cosas que se aprenden en las ferreterías. Como se quedó sin trabajo no podía pagar la pensión. Así que Lucía y yo le hicimos un lugar en el altillo.

Se amoldó muy bien a nuestra vida. Parecía hecha para él. Tenía techo y comida. Escribía todo el día sobre Roctuno y esos seres que lo habitan, que nada tienen que ver con los humanos. No buscó más trabajo porque no se le antojó y porque nadie se lo reclamó. Empezó a volverse útil en algunas cosas. Sabía reparar todo lo que se rompía. Conocía a la perfección todos los materiales de ferretería. Todo eso que se olvidaba mientras trabajaba para un patrón, se volvía claro y evidente cuando se trataba de reparar un caño en nuestra casa, que ya era suya, un enchufe, un revoque, una pintura. Una tarde, Martín hizo todo un mural en la pared del living. A Lucía y a mí nos encantó cómo quedó. Por fin yo veía con mis propios ojos una escena de Roctuno, y con mis propios ojos veía cómo eran esos seres que lo habitan. No son marcianos verdes, ni nada de esas estupideces que la gente imagina cuando piensa en extraterrestres. Los roctuneanos son hermosos, y quedan muy bien en la pared de casa. Por supuesto, como Martín no tiene trabajo y nos arregla todo lo que se rompe en casa, no es necesario que abone su cuota del taller. Además es tan talentoso que yo lo necesito. Necesito que esté presente.

Gerónimo, una noche se peleó con su mujer. Aunque tenía muchos pacientes y podía pagar un alquiler, no le gusta vivir solo. Dijo que pagaría una renta por vivir en el cuarto del fondo, al lado del nuestro, pero el día que me vino con los cinco mil pesos no se los acepté y le dije que no hiciera esa cosa horrible nunca más. Siempre que estamos deprimidas, él nos ayuda, analiza lo que le contamos, nuestros sueños, nuestros traumas, nuestra vida infantil. También nos consigue medicamentos, ansiolíticos, antidepresivos, ese tipo de cosas que son necesarias en la vida actual de vez en cuando. Pero a medida que vamos armando nuestro equipo, a medida que escribimos más,

creamos más, cada vez necesitamos menos esas pastillitas. Tanto que Gerónimo dejó de creer en su profesión. Fue poco a poco dejando a sus pacientes de consultorio, para dedicarse completamente a sus nuevos pacientes, Martín, Lu y yo, y a escribir, estar en casa, escuchar música. Como Gerónimo aporta sus tratamientos de terapia grupal e individual, obviamente, ya no le cobro por ayudarlo a escribir mejor. Además, ya hace meses que siento que no sé qué enseñarle. Ya le enseñé todo lo que sé, y él lo hace muy bien. Yo lo necesito y él me necesita. Porque en este grupo todos nos necesitamos. Así que no voy a andarle cobrando.

Una noche Victoria cayó toda amoratada. No nos dejó llamar a la emergencia. Nos dijo qué cosas debíamos comprar. Alcohol, algodón, leuco, gasas, dejarla acostada unos cuantos días. Llevarle la comida, curarla, mimarla. Le pusimos su cama en el cuarto del fondo. Por las noches Gerónimo era quien la asistía con sus pesadillas, sus dolores corporales, drogas, era práctico que estuvieran tan cerca. Victoria escribe muy bien, tiene varios libros editados. Cuando se curó empezó a hacer tatuajes. Nos tatuó a todos, los que ya estábamos viviendo en casa, Gerónimo, Martín, y a todos los demás. A Gerónimo le hizo un dibujo que nos gustó a todos. Por lo que lo repitió en el brazo derecho de cada uno de los integrantes del taller, y jamás admitió hacérselo a alguien que no asistiera al mismo. De vez en cuando cocinaba algo. Aportaba lo suyo. Así que dejé de cobrarle por venir al taller, es raro cobrarle a alguien por entrar al estar de la casa.

Saúl también se peleó con su esposa, y terminó en el Vilardebó, donde Gerónimo lo dejó libre, aunque fuera lo último que hiciera en esa institución. Vino derecho para casa aquella noche, caminando lo más disimuladamente posible, para que los patrulleros de la zona no se dieran cuenta que estaba bastante alterado. Llegó a tiempo. El altillo le quedaba incómodo. Ahí

hicimos un pequeño movimiento como para conservar las buenas costumbres. Victoria se fue para el altillo, que por ser chico, podía albergarla sólo a ella. Martín, Gerónimo y Saúl quedaron en el cuarto del fondo, al lado del nuestro. Le llamamos el cuarto del fondo porque está al fondo, pero el apartamento es muy chico y la verdad es que queda al lado del nuestro, sólo separado por una puerta que abrimos sistemáticamente para conversar hasta altas horas de la noche.

Saúl es un excelente fotógrafo, maneja muy bien las redes sociales, es muy discreto y buen cocinero. Como adora a Lucía, y por extensión a mí, siempre está de buen humor. Asistir al taller, para él significaba traspasar una puerta, así que dejé de cobrarle la cuota mensual. Él venía de la feria con bolsas cargadas.

Gabriela, aunque no parecía haber tenido ningún problema en su casa más que la falta de luz natural (era un apartamento al fondo muy oscuro), también se vino, atraída por las vibraciones positivas de nuestro apartamento con claraboya. Como el altillo es chico y allí se guardan los elementos de limpieza, les armamos una cucheta. La nariz de Victoria casi tocaba con el colchón de Gabriela. Y la de Gabriela con el techo. Pero ellas estaban felices.

Cuando llegó Alicia la cosa se complicó un poco, porque vino con su hija, Pierina.

Una semana después se sumó Sonia.

Alicia y Pierina no cabían ni en el altillo ni en el cuarto del fondo. Repartimos todas las esculturas y cuadros de Alicia por la casa. Con eso era suficiente para la permanencia en nuestro ampliado hogar porque para nosotros el arte tiene un valor mayor que el dinero. Pusimos la cama de Pierina a la derecha de la nuestra matrimonial, y la de Alicia a la izquierda. Corrimos el escritorio con la computadora y la impresora, pero la biblioteca, enorme, y ya más cargada de los libros, quedó en su lugar.

Sonia vino una noche llorando. Dijo que quería vivir con nosotros. No había más remedio, otra cucheta. Mi esposa le fabricó una cama que puso encima de la de Pierina. Como Pierina era más chiquita, fue ella quien se fue a la cama de arriba. Sonia abajo, Pierina arriba. Los instintos maternales de Alcia la llevaron a insistir en dormir debajo de su hija, para estar más cerca. Así que quedamos. Sonia a un lado, Alicia y Pierina al otro. Lu y yo al medio.

Alejo, feliz de recuperar la relación con Armando, con el corazón henchido de aires de libertad y la firme decisión de vivir la vida a pleno, se pudrió de trabajar, una tarde renunció. Feliz, se vino para casa, seguro de tener alojamiento y comida gratis, o al menos a cambio de servicios que él bien podía ofrecernos, como musicalizar cada cena y escribir unos cuentos maravillosos, y otro tipo de delicias. Suficiente para ocupar unos metros cuadrados junto con Armando, que resultó ser un tipo maravilloso. Debido a su intensa vida sexual, les dejamos el living, exclusivamente para ellos.

Si bien somos autosuficientes en algunas necesidades básicas, la realidad es que el dinero se nos va, se nos resbala de las manos lo poco que tenemos. En lo personal, yo sólo vivía del taller, y el hecho de que ya nadie me pagara implicaba no tener ningún ingreso monetario. Si bien Martín arreglaba todo lo que se rompía, Alicia acumulaba más y más objetos de arte que embellecían el apartamento, Alejo nos deleitaba con la mejor música del mundo, Gerónimo nos cuidaba el equilibrio psíquico, Victoria nos tatuaba y nos cantaba música de rock pesado, Saúl reparaba las computadoras y realizaba unos videos maravillosos y algunas performance en la calle, la realidad es que no teníamos para pagar algunas cuentas como la luz y el teléfono y el agua. Cuando nos dejaron sin el servicio de luz, mi esposa y Martín fueron a recuperarlo colgándose de un cable de un apartamento vecino en forma sumamente disimulada. Era genial tener luz eléctrica casi igual que antes, con la misma luminosidad, las mismas instalaciones internas, sin que eso nos reportara un solo peso mensual.

El servicio de Antel fue cortado junto con la fibra óptica. La solución fue igual que con la luz, y también estuvo en manos de Martín y Lucía, expertos en el cableado discreto. La fibra óptica costó un poco más, pero Lu lo consiguió, ella es genial.

Con respecto al agua corriente ocurrió exactamente lo mismo, porque tan expertos eran Martín y Lucía en cables como en caños.

Alicia quedó embarazada. Hacía meses que se miraban con Gerónimo, se tenían ganas. Al fin lo hicieron. El parto fue asistido por las mujeres de la casa. Lucía le cortó el cordón umbilical, ya que aseguró que era tan fácil

como cortar un cable. La tarea más engorrosa fue la limpieza de la ropa de cama, que la emprendimos todos juntos.

Alejo y Armando convocaron a una reunión. Nos contaron que habían decidido adoptar un niño. Decidieron casarse, festejarlo en casa y a los pocos días aparecieron con el bebé. Todos lo cuidábamos juntos. Es bueno hacer algo por alguien que lo necesita, es bueno para el que lo necesita y para el benefactor, que necesita serlo.

No suena mucho el timbre de nuestra casa, porque los que vivimos acá tenemos cada uno su llave, casi no salimos y no tenemos amigos fuera. Somos amigos entre nosotros. Así que cuando suena tenemos miedo. Miedo de que sea la policía, los militares, o la CIA.

Pero en general es algún muchacho pidiendo ropa vieja, o alguien que intenta llevarnos por el camino del Señor.

Nadie está en contra de nuestro estilo de vida.

No sabemos qué hacer con el arsenal que fuimos acumulando debajo las camas.

Me despierto en mitad de la noche. Voy al cuarto de escopetas. Cargo una. No quiero hacerle daño a nadie, sin embargo, siento muchos deseos de utilizarla. Todos duermen. Tengo ganas de usar la escopeta. Salgo a la calle, a ver si encuentro a alguien que merezca un balazo en el corazón, en la nuca, en una pierna. Pero la calle está desierta.

Vuelvo a casa. Todos duermen. No es que vaya a tirar, quiero probar mi pulso. Circulo entre las camas de mis queridos compañeros de vida. Reflexiono. Pongo la escopeta en mi boca. No es que quiera disparar, sólo quiero probar el pulso en esa posición, con el brazo estirado, el cañón en la boca. Veo que la cama de Saúl está vacía.

Me dirijo al cuarto de herramientas para volver a guardarla. Al entrar me sobre salto. Saúl está allí, acariciando un revólver 38. Él también se sobre salta. Nos apuntamos recíprocamente, nos miramos a los ojos. Nos cuesta mucho contenernos. Nos morimos de ganas de disparar.

Caca

Lo llevé con su balde y su pala. Una niña se acercó. Dijo que era de nene chiquito el balde y la pala. Los varones le propusieron jugar al fútbol.

En cuanto los vio mi hijo se tapó los oídos, empezó a cantar fuerte una canción de Los Redondos que le encanta. “Está dormida o finge que duerme, llega una mosca se posa en su boca…” perfectamente bien entonada.

Ahí me pregunta la nena que si tiene problemas, mientras los dos varones siguen con la pelota entre ellos.

Le digo que sí, que tiene problemas y le pregunto que si ellos los tienen.

– No – me responde.

– ¿No tienen problemas, en serio, ningún problema?

– No – insisten. Los varones se suman, vehementes, desde su cancha dibujada en la arena.

Hace demasiado calor. La playa Ramírez está llena de gente. Mi hijo se frota la cara y se la ensucia de caca. Caca fresquita que se desparrama por la cara.

– ¡Ay, otra vez se te escapó! – Dejo escapar de mi boca.

En ese momento la niña ríe mucho y dice:

– ¡Qué asco!

– Pah, es un asqueroso – dicen los varones. Se hizo caca.

No me conformo esta vez con la ironía. Miro a lo lejos. Una mujer embarazada me mira sonriente. Es la madre. Les digo:

– Que no tienen ningún problema, eso es lo que ustedes creen. Sí que tienen un problema. Su mamá está embarazada, ¿verdad?

– Sí

– Va a tener un bebé precioso, verdad?

– Sí

– Bueno cuando el bebé nazca no los va a querer más a ustedes, no les va a dar ninguna bola, no va a poder prestarles ninguna atención. El bebé se va a pasar haciéndose caca. Su mamá se va a tener que pasar limpiando la caca. Pero no va a tener tiempo. La casa va a estar llena de caca. Y como ustedes se van a poner muy celosos, se van a hacer caca de noche, aunque no se den cuenta. No van a poder dormir por el olor.

Salen corriendo hacia la madre. Llevo a mi hijo al mar. Lo lavo como puedo. Me doy cuenta que la caca no la hizo él, tiene la cola limpia. Era caca de otra persona enterrada en la arena. Me voy de la playa quince minutos después de mi llegada. Le doy una ducha. Una vez limpio lo abrazo. Bien fuerte, como a él le gusta. Le rasco la espalda. Le hace mucho bien. A mí también.

El collar

Tenemos una linda vida social. Cada una tiene sus amigos, su trabajo, su vida. En fin, cada una tiene su casa. A veces nos juntamos, a veces no. Respetamos nuestros espacios, eso es muy importante. Cada noche tomamos la decisión si dormimos juntas o no. Una noche en que decidimos que sí fuimos a tu casa. Caímos rendidas en la cama por el alcohol y la charla, por los amigos la música alta y las risas. Por todo eso caímos rendidas. Al otro día nos besamos mucho. Me gusta tu aliento en la mañana, el sabor de tu lengua seca, pero dispuesta. Nuestra complicidad de bocas, nuestro sabor amargo de la mañana. Hacer el amor antes de desayunar y luego levantarse temblando a hacer el desayuno, antes de morir de inanición.

Fue en el desayuno que tuvimos la charla sobre nuestra economía, o nuestras economías. La verdad es que compartíamos un poco algunas salidas, algunas compras, idas a la feria y ese tipo de cosas. Es evidente que si viviéramos juntas, nuestra economía sería mucho más fácil de llevar, pero de eso ni se habló. Ambas somos grandes y ya hemos pasado por demasiado.

Ella había perdido uno de sus empleos, y yo no estaba ni por asomo dispuesta a dejar de dedicarme a lo que me gusta, por lo que gano muy poco. Aunque no le encontramos una solución al problema, cambiamos de tema y luego nos despedimos.

Cuando llegué a casa puse un aviso por internet. Vivo en una hermosa zona de la ciudad, céntrica y costera a la vez, un lugar privilegiado. Así que fue fácil conseguir un inquilino. Mi apartamento es caluroso y está despintado y tiene insectos y cucarachas. Pero tiene mucha onda, y toda la ciudad, todo el país está de moda. Desde que puse el aviso hasta que el sueco vino a entrevistarse conmigo, solo tuvimos charlas telefónicas con Laura. “Es asunto mío, por algo tenemos cada una su casa, me decía a mí misma. Además ¿quién sabe? En una de esas a último momento el sueco se echa para atrás y era hablar al cuete”. O sea, ¿qué sentido tenía tener una charla incómoda por algo que después capaz no ocurría? Era mejor esperar.

Una mañana a las 11 en punto recibí su whts app avisándome que estaba en la puerta. Salí. Estaba en el edificio a media cuadra de casa. Se había confundido porque en mi calle la numeración está desordenada. Fue fácil reconocerlo. Tenía el pelo largo, muy rubio. Su piel era extremadamente blanca, salvo algunas partes como la nariz y los hombros, que estaban rojos por el sol. Miraba a la pantalla de su celular, intentando hacerse sombra con su pelo y su mano.

Lo saludé en inglés. Me alivié de su intención de hablar español, lo acompañé en la idea. Le indiqué con una sonrisa muy amplia, muy pausadamente cuál era mi casa. Lo dirigí hacia la puerta de entrada. Le indiqué que entrara. Miró todo con una sonrisa. De esa forma como los extranjeros miran cuando vienen de lejos, de países donde todo es muy ordenado, limpio y aburrido. Le gustó mucho mi claraboya. Mi huerta. Mi terraza. Las cerámicas rotas, las humedades, las observó como si fueran verdaderas obras de arte. Me contó que era músico, me prometió que jamás ensayaría en casa, ni una baladita. Era principio de mes, y él no quería gastar un peso de más. Saltaba a la vista que era muy agradable. Como era hombre, yo no iba a enamorarme de él, Laura no podía sentirse amenazada. Le mostré su cuarto. Empezó a desarmar su mochila y a colocar todas las cosas en su nuevo hogar.

Demoré un poco en aceptar tus invitaciones a pasar alguna noche juntas, y vos demoraste en hacérmelas. Me sentí alejada. Finalmente me decidí a llamarte en tono solemne. No podía disimular que tenía algo que decirte, no podía hacer que no tuviera importancia. Resultó que vos también tenías algo que decirme.

Como aún no habíamos decidido dónde pasaríamos la noche, si en tu casa o en la mía, nos juntamos en el bar Las flores.

Tengo algo que decirte, dijiste. Ya me dijiste que tenés algo que decirme, decímelo, aproveché la circunstancia para equiparar responsabilidades. Vos también te estabas encanutando algo, era bueno estar parejas en eso.

Me dijistes que había estado pensando mucho.

Te dije que me revienta que no me diga las cosas de una vez.

Me dijiste que era obvio que si todo seguía así vos no ibas a poder afrontar el alquiler. Que la verdad de la verdad, habías pensado en la posibilidad de vivir conmigo, supongo que esa parte fue para que yo no me sintiera abandonada.

Dijiste que habías tenido muy en cuenta la posibilidad de que viviéramos juntas, pero estabas convencida de que eso significaría nuestro fin. Porque todas las veces que lo había intentado, siempre con otra mujer, antes, claro, todo se había ido al carajo rápidamente. Y yo también, todas las veces que yo lo había intentado con alguien, todo se había ido al carajo, eso vos no lo dijiste, pero yo lo pensé y la verdad, te di la razón.

-Estoy alquilando el cuarto chico.

– ¿De dónde es? – pregunté, como si importara.

– Alemana – dijiste.

¿Cuántos años tiene?

– 36

– ¿Ya llegó?

– Sí, es heterosexual.

– No intentes arreglarla – dije bruscamente. – ¿Es linda?

– No, es normal.

– ¿Es alta?

– Un poco más alta que cualquiera de nosotras.

– ¿Es rubia?

– Es bastante rubia. Vos sabés que a mí me gustan las morochas con labios gruesos.

– ¿Tiene los labios chiquititos?

– Tiene unos labios horribles, diminutos, y unos dientes chiquitos y amarillos. Se baña muy poco.

Te dije que quería conocerla. Me prometiste que me la mostrarías. Te conté que yo había tomado la misma decisión, pero que, al menos, había tenido la delicadeza de elegir a un hombre, para asegurarme de no enamorarme.

– ¿Qué tiene que ver?, igual podrías enamorarte.

– Vos sabés muy bien que no me enamoraría de un hombre.

– Pero él podría enamorarse de vos.

– Bueno, eso sería cosa de él.

– También sería cosa tuya, porque viviría en tu casa.

– Ahí habría que tomar una decisión, pero no hay por qué pensar en eso.

– Pero puede ocurrir, es muy probable que ocurra, yo te conozco, a vos te gusta seducir, te gusta …

Levantó la voz, empezó a enojarse.

– ¿De dónde es?

– De Suecia.

– ¿Es uno de esos suecos que quieren acostarse con una mulata?

– Yo no soy mulata.

– Algún antepasado negro tenés, lo sabés muy bien, y bastante bien te queda y lo sabés.

Como ya estábamos medio peleadas y cada una tenía a otra persona en la casa, no dormimos juntas esa noche.

Durante un día entero no nos hablamos. Ni un what s app, ni un mensaje de Facebook, ni un “me gusta”, ni una foto.

La tarde siguiente, cuando estaba cayendo el sol, fuiste la primera.

Qué tal si nos juntamos a hablar, creo que cada una buscó una forma de resolver nuestros problemas y que no deberíamos pelearnos por eso. Te quiero.

Yo también te quiero.

Esto, amor mío, te lo digo ahora, yo odiaba cuando me decías “te quiero”.

Nos juntamos en Su bar. Tomamos un café. Cada una había intentado resolver de la mejor manera su situación, y eso estaba bien. Las dos sabíamos que teníamos que afrontar los gastos de nuestras viviendas. Sabíamos que una posibilidad era vivir juntas, una posibilidad muy evidente, que cada una había desechado. Si bien cada una lo había hecho por su cuenta, no dejaba de ser una coincidencia muy saludable que la decisión fuera la misma. No cabía duda, irse a vivir juntas hubiera sido precipitar las cosas. Una decisión que una debe tomar libremente, no puede tomarse por necesidades económicas. Hablamos toda la tarde. Queríamos cuidarnos como pareja. Si las cosas tenían que pudrirse, que se pudrieran con los gringos.

Pasamos la noche en un hotel. Tuvimos una nueva conversación, esta vez más breve. Hablaríamos con nuestros roommates para establecer un sistema de horarios y nuevas condiciones para la convivencia. Yo tendría derecho a recibir a mi novia. Ella tendría derecho a recibir a la suya, o sea a mí.

Por deducción, aunque su español era muy malo, comprendí que me decía que entonces él también tenía derecho a traer una novia. Le puse como condición que podía ser una, que la que trajera era la que traería siempre, o no trajera a nadie. Me dijo que eso no me lo podía asegurar de ninguna manera. Que recién estaba en el Uruguay, que estaba conociendo muchas chicas. Que no era lo que se había establecido en un principio. Comenzó a a sacar su ropa del armario y a ponerla en la mochila. Ahí le dije que estaba bien, que trajera a la chica que quisiera, con la única condición de que cada noche una, y que no podía traer más de una por noche.

Todo quedó bastante claro, pero yo estaba agotada.

Llegó el día en que viniste a tomar unos mates a casa para conocer a Anders. Cuando él se paró para buscar el agua caliente, muy novelero por haber aprendido a armar el mate, me acarició la nuca suavemente. Miré hacia un costado y le sonreí, mientras él deslizaba su mano hacia mi hombro. Vos pusiste cara de furia.

Te propuse ir a tomar un café. Que nos calmáramos un poco. Fuimos a Los girasoles. Había bastante gente, mucho ruido. Era un buen lugar para discutir y pasar desapercibida. Conseguí hacerte entender que no pasaba nada entre Anders y yo, que estaba muy novelero con el Uruguay, que le gustaba tocar a la gente porque cree que acá es así, que los uruguayos andamos manoseándonos todo el tiempo unos a otros, pero ya aprenderá a quién puede tocar y a quién no. Pagaste vos y nos fuimos cabizbajas. No hablamos por el camino de vuelta. Nos besamos en la mejilla.

Otro día entero sin hablarnos, ni un what app, ni un like, ni un sms, ni siquiera un mail.

Al día siguiente yo rompí el silencio. Te expliqué que Anders se había ido a Valizas con unos amigos. Así que cenamos en casa, dormimos juntas e hicimos el amor con ese sabor delicioso de la reconciliación.

Después del desayuno, apenas te fuiste, recibí un sms de un número desconocido. Ni me molesté en leerlo. Minutos después, recibí otro. Ni me molesté en leerlo. Luego una llamada. Ni me molesté en atenderla. Otra llamada, atendí para decirle a quien fuera que se había equivocado de número, o que no quería comprar nada. Era una voz de mujer con acento brasileño. Era muy entreverado el acento, me explicó que era del nordeste. Me dijo que era amiga de Anders y que estaba en la puerta de casa. Le

envié un whats a Anders. Me dijo que sí, que era su amiga, que no tenía dónde quedarse esa noche, que si yo podía, que él volvía mañana, que por favor “le hiciera el aguante”, le gustaba mucho esa expresión.

Le abrí la puerta a una mulata despampanante.

Me puse un poco nerviosa, aunque a mí me gustan las rubias, o pelirrojas, y de ser posible con pecas. Ella era muy seductora, no sé si por costumbre o porque yo le gusté, o quizás por avidez turística. Charlamos un buen rato, las cosas fueron aflojándose. Ella se armó un porro, luego me preguntó si me molestaba, le dije que no, que me convidara. Aproveché para abrir una botella de cerveza. Sentí el sonido de un whats app entrar a mi celular. No presté atención. Volví a sentir el sonido. No presté atención. El sonido una vez más, lejano. La brasilera me dijo que atendiera no más, recién ahí me di cuenta que era prudente atender.

Voy yendo para allá, me dejé las llaves de casa ahí, Erika no sé a dónde se fue. Andá buscando las llaves, por favor, fijáte si quedaron de mi lado de la cama. Estoy en la puerta. Estoy en la puerta. Estoy en la puerta. Estoy en la puerta. Estoy en la puerta.

Entraste apurada, como si tus llaves fueran a desaparecer. Pero te detuviste apenas traspasado el umbral. Quedaste pasmada cuando viste a Leila, así se presentó ella, con su sonrisa amplia y un beso en cada mejilla. La miraste a los ojos. Te acercó los labios. “Prazer” Te apretó como si te conociera desde niña. ¡Con qué amabilidad aceptaste!. Te sentaste a fumar y tomar cerveza.

Leila dejó de prestarme atención.

Vos también.

Salí sin decir palabra. Caminé por la calle sin que me siguieras. Compré alguna boludez, volví. Charlaban animadamente, sonreían, se tocaban las rodillas cuando hacían énfasis en algo. Se tocaban el antebrazo. Entré al cuarto. Me puse a buscar las llaves para decirte que las había encontrado y que ya podía retirarte, pero no las encontré. Así que salí y te pregunté si ya habías agarrado las llaves. Me dijiste que sí. Me las mostraste con una sonrisa. Leila también rió. Con mi peor cara y sin la menor intención de disimular dije:

– Ya te podés ir, no? Digo, ya agarraste la llave y a eso viniste.

Te levantaste con muy mala cara, pero te le cambió cuando Leila dijo que te acompañaba.

Se hizo la noche. Me costó mucho dormirme. Anders llegó sobre el mediodía. Tenía la piel roja, los labios re secos, pero estaba chocho de la vida por el efecto Valizas. Se dirigió hacia su dormitorio. Volvió decepcionado.

– ¿Dónde está Leila? ¿Al final no la dejaste quedarse?

– Se fue con Laura.

– ¿Cómo que se fue con Laura?

– Sí, ayer se pusieron a charlar a fumar y tomar y se fueron juntas. ¿Vos cómo pasaste? – Siempre que me cagan, empiezo a hacer de cuentas que no me importa. – ¿Querés un café? Aceptó.

Como a las 2 am, viniste a casa, yo seguí haciendo de cuentas que no me importaba para nada. Hicistes de cuentas que venías porque no podía estar sin mí. Incluso hicimos el amor, y no estuvo nada, pero nada mal. Estuvo muy bien. La pasamos muy bien. Hacía mucho que no pasábamos así. No nos importó que el sueco nos escuchara.

Durante el desayuno tenía ganas de preguntarte si te habías acostado con Leila, pero me parecía una pregunta estúpida. Por un lado, la respuesta era evidente, y por el otro, no importaba, lo que importaba era lo que yo ya sabía, que Leila te había cautivado y que estabas muy, muy caliente.

Anders se despertó y vino hacia la cocina. Nosotras nos silenciamos. Nos reímos un poco por su cara de ofuscado. Tuve ganas de hacer el gesto de los cuernos en mi cabeza, para reírnos juntas, pero luego recordé que era exactamente como reírme de mí misma y a mí me encanta reírme de mí misma, pero ese no era el momento apropiado, no correspondía para nada, quería matarla. Anders, convertido en un reverendo uruguayo, para meterle amargo a lo amargo, se preparó su mate,

“Los pibes allá en la esquina, están como dibujaos, …” – se oyó a Leila tararear desde el cuarto de Anders. Tan aclimatada estaba que ya se había aprendido canciones uruguayas. Vos y yo nos miramos, vos decepcionada, yo pasmada, no sabíamos cómo reaccionar. Leila apareció en bombacha y remera escotada. Se sentó entre vos y Anders. El rubio todo colorado cebó el primero. Se equivocó y me lo pasó primero a mí. Le dije que tenía que tomar primero él. Se puso más colorado. Se lo tomó y sorbió con fuerza hasta el final.

Hicimos varias rondas de mate, en silencio. Solo se sentían, intensos, los sorbos de mate, las masticadas de pan con manteca, las chupadas de dedos sucios de dulce de leche. Todo lo que Anders había comprado, para reventar de uruguayo.

Yo dije que iba a caminar un poco. Vos que me acompañabas. Empezamos a caminar. Sin pensarlo, y en unos minutos, llegamos a la puerta de tu casa. Entramos. Apenas traspasamos el umbral veo tremenda rubia saliendo de la ducha. Nos saluda en español con acento.

Me miraste como para matarme, “dejá de mirarla así, pelotuda”. Y yo dejé de mirarla así, pero fue por muy pocas milésimas de segundo. Dijiste que ibas a comprar unos cigarros. ¡Qué amable, mi amor!

Demoraste casi media hora.

– Quién te manda? – pregunté retóricamente.

– No es el punto.

– Vos te acostaste con Leila.

– Y vos con Ingrid.

– Porque vos lo propiciaste.

– Pero nadie te obligó.

– A vos tampoco nadie te obligó.

Sonó el timbre. Acostumbrada a la casa, o tirándoselas de, Erika fue a abrir la puerta. Eran Leila y Anders.

El cuadro estaba completo. Erika puso música. Una buena lista de reproducción de uruguaya bien amarga casi con gusto a mate. Anders armó un porro. Vos destapaste un litro de cerveza.

Leila se paró. Empezó a bailar como toda una mulata. Erika la siguió. Se puso frente a ella. Miraba sus movimientos, intentaba copiarlos. Leila la tomó de las manos, para ayudarla. Vos te sumaste. También empezaste a copiar a Leila, pero mucho mejor que Erika. Las tres se abrazaron. Leila besó a Erika, sacó su lengua, ERika sacó la suya, se besaron con las lenguas expuestas en el aire caliente lleno de humo y alcohol. Anders, maravillado, se levantó. Vos también entregaste tu lengua. La pusiste en el medio del grupo, que ya era de cuatro para que se sumara el que quisiera.

Salí con un tremendo portazo, nadie me siguió para detenerme.

Me quedaban diez cuadras de caminata hacia mi casa. En un principio caminé tranquila. Manteniendo el control de las cosas, o al menos, de la manera cómo pensaba en éstas. Había sido una mala idea alquilarle a los gringos de mierda esos. Oí que alguien me llamó, me di vuelta pensando en vos, ¡ojalá!. Eran desconocidos, y no me habían llamado. Había sido una alucinación. Continué mi marcha hacia mi casa, hacia mi lugar seguro. Pensé que todo podía arreglarse con vos. Que podíamos hablarlo.

Cuando llegué me abrí una cerveza, me armé un porro. Ahí empecé a pensar que no, que no había nada de qué hablar. Que cuando esas cosas pasan es cuando las relaciones se dejan. Pensé en todas las relaciones, todas las mujeres que amé y dejé de amar, en todas las cosas que se pudrieron.

Por algún motivo, supongo que por el parecido que hay entre separarse de alguien y la muerte, me acordé de Jacinta, mi perra, que hacía un año la había atropellado un auto. Fue una tarde muy triste. Yo siempre pensaba que Jacinta estaría siempre conmigo, pero me equivoqué. Que sería el único ser que siempre me acompañaría, que jamás me fallaría. Una tarde saliendo del parque la atropelló un auto. ¡Tan cerquita de casa! Siempre que se me muere un animal siento la angustia de su muerte y a eso se suma un presagio. Siento que es el adelanto de una tragedia, mucho más grande aun. Ahora sentía que la muerte de Jacinta, había sido el adelanto de nuestra separación.

Recordé el collar de ahorque de Jacinta. ¿Dónde lo había dejado? Lo encontré, lo miré con nostalgia. Sentí el ardor en mis ojos y mis lágrimas caer.

Pensé en dejar una nota, pero cualquier palabra que escribiera se transformaría en mentira en pocos minutos, como ocurre siempre, y ya no tendría tiempo para borrar y re escribir.

Lo colgué de una de las vigas del techo. Desde la escalera del entrepiso me estiré para agarrarlo. Me lo puse alrededor del cuello y lo aseguré. Pateé la escalera.

II

Me desperté en el suelo. Al principio me alegré. Después sentí el dolor intenso. Me toqué la nuca y la parte de atrás de la cabeza. No había sangre, pero sí un dolor muy fuerte y un moretón. No sé cuánto tiempo había permanecido así. El collar seguía alrededor de mi cuello, pero se había zafado de la viga, uno de los eslabones estaba roto.

Sentí una súbita tristeza. Luego empecé a alegrarme. Había sobrevivido a un suicidio, quizás era una buena señal. Quizás todo valía la pena. Quizás vos valías la pena. Me pregunté si había algo en mi vida aparte de vos.

Pasé el resto del día recuperándome. Sola. Dejando que el mareo se fuera. Adinistrándome analgésicos. Quería estar completamente recuperada para volver a hablarte.

Ya en la noche recibí un whats app.

– Tenemos que hablar. Me siento muy mal. Me gustaría que todo esto no hubiera pasado, pero pasó.

– No pasó, vos lo hiciste.

– Lo hicimos las dos.

– Cuando estábamos todos juntos en tu casa, y todos empezaron a besarse, yo sentí que ya era demasiado, yo me fui, vos seguiste.

– Yo también me fui.

– Yo no te vi irte, no me llamaste.

– No sabía qué hacer. Pero yo también me fui. Me sentí mal, de golpe me di cuenta lo que estaba pasando y que estaba todo mal y me fui corriendo.

Finalmente le creí. Me alegré.

– Voy ahora para ahí. Esto tenemos que hablarlo.

– Te dije que no era necesario, que podíamos esperar a mañana. – Si bien aún no me sentía del todo bien, vos y yo jamás nos decíamos francamente que nos moríamos de ganas de vernos, y ni siquiera esa iba a ser la primera vez. Insististe. Acepté.

Me levanté de un salto. Ya no estaba mareada. Había dejado la escena como había quedado. El collar roto en el suelo. Me provocaba un morboso placer observarlo. Pero no quería que lo vieras. Lo guardé como un recuerdo doblemente importante. Ahora, ya no era solo el collar de mi perra muerta, ahora también era el collar al que yo había sobrevivido. Me cambié de ropa. Me arreglé el pelo. Recibí tu mensaje.

“Estoy en la puerta”. Fui a abrir la puerta del pasillo llena de ganas de llorar y abrazarte. Pero cuando abrí la puerta me pareció que no tenías ganas de tantas demostraciones de amor. Nunca nos habíamos demostrado un entusiasmo desbordante al momento de encontrarnos, y ésta no iba a ser la primera vez.

Me dijiste que habías salido corriendo. Que había dormido en la casa de tu madre. Que no tenía idea de lo que había pasado después. Ya eran como las 4 am cuando decidimos ir a tu casa. Yo desperté a Anders y vos a Erika.

– ¿Dónde estás?

– En la casa de Laura, dónde voy a estar – dijo Anders con voz de borracho pero no dormido. – Y vos dónde estás?

– Estoy yendo para ahí, con Laura.

– ¿Dónde estás?

– En tu casa, dónde voy a estar, aquí es donde vivo, o qué?

– Voy para ahí. ¿Leila está ahí también?

– Sí, se quedó.

– Genial.

Apenas traspasamos el umbral de la puerta les dijimos que se fueran. Parecían no entender el motivo. Nos preguntaron por qué. Porque no nos gustan los gringos, dije yo. Por eso, porque no nos gustan los gringos, dijiste muerta de risa. Leila y Anders empezaron a aprontarse para irse. Cuando ya estaban cerca de la puerta le dije a Anders que me diera las llaves de mi casa. Pero … ¡Dámelas!, le grité. Dijo unas cosas en sueco y las tiró a alguna parte de la casa de tu piso. Las encontré atrás del sillón. Leila se quedó mirando, como preguntándonos si ella también debía irse. ¡Andáte gringa de mierda! Entendió y se fue con Anders, supongo que porque no le

quedaba otra, salir después de las 4 a buscar un lugar donde quedarse en Montevideo, era algo que mejor hacer en compañía de un tipo joven y grandote, aunque fuera un rubio despistado. Erika aprovechó para irse acompañada.

Dormimos juntas apretadas sintiendo nuestros alientos y nuestros sudores.

Durante el desayuno volvimos a hablar de nuestras dificultades económicas. No cabía duda, no podíamos solventar dos apartamentos. Logré que aceptaras venir a vivir a casa. Fue fácil, debías meses de alquiler y la dueña iba a estar agradecida, es más, cuando constatara que el apartamento había quedado vacío iba a ir a la Iglesia María Auxiliadora, a pocas cuadras, para agradecer el milagro.

III

Fuimos al apartamento alrededor de las 11. Recogimos tus cosas. Fuimos para casa. Dispusimos todo para compartir. No había mucho que hacer, era más o menos lo mismo. Unas foto más del lado tuyo de la cama, algunos utensilios de cocina, mantas y toallas, todo encontró un lugar. A la hora de almorzar compramos sidra para festejar.

Sabíamos que habíamos tomado una decisión por plata, pero qué más da. ¿Acaso no está la plata siempre metida en todas las decisiones, por más románticas que sean? ¿Acaso eso garantiza el fracaso de una decisión, por qué no todo lo contrario? ¿No puede inferirse que, pensar en la parte económica de los asuntos amorosos es muy válido y productivo? Además, y en definitiva, si todo iba a precipitarse, si nuestra separación era inminente, también lo era si seguíamos como estábamos, así que había que festejar. Festejar lo que nos quedaba de vida juntas, para reventarla a pleno. Nos íbamos a entregar a los últimos días de nuestra relación e íbamos a poner en ello lo mejor de nosotras. Íbamos a amarnos, a pelearnos, a tirarnos platos y cubiertos, quizás a pegarnos, pero no íbamos a arrepentirnos. No fue necesario hablarlo, lo sabíamos.

Fue así que iniciamos una vida juntas. No era como lo habíamos planeado, pero, a veces, las mejores cosas de la vida surgen así, sin plan.

El primer mes fue hermoso. Cada mañana una de las dos se levantaba a hacer el café. No era necesario determinar a quién le tocaba. El desayuno fluía. Una iba al baño y la otra miraba la hora, entonces una salía del baño e iba a la cocina. Y la otra iba al baño. Y al salir del baño se cruzaba con una que volvía al cuarto a ponerse una remera y una bombacha. Y más o menos así seguía todo el día. Las noches eran ardientes y fogosas. Todo se parecía tanto, pero tanto al amor que daba miedo.

Una tarde empecé a sentirme muy inquieta y angustiada. Me costaba determinar por qué. Decidí llamar a alguna amiga. Pensé en cuál de todas podría ayudarme. Las opciones fueron cayendo como las siluetas de un tiro al blanco. Erika seguía en mi lista de contactos. Decidí que era la más apropiada para ayudarme en ese momento.

No quise decirte que iba a salir con Erika, así que te dije que me había anotado en un seminario en Facultad de Humanidades. Mi intención era simplemente conversar con ella, contarle cómo estábamos vos y yo, tratar de conservar una amistad. Siempre es bueno mantenerse en contacto con la

gente, especialmente con la gente que vive lejos y una nunca sabe. Imaginé que algún día yo podía viajar a Alemania y pedirle alojamiento a Erika.

Nos juntamos en La esquina del fin del mundo, un boliche en Parque Batlle, lejos del Parque Rodó, nuestro radio de acción más frecuente. El lugar se me ocurrió a mí, porque sabía que era muy lindo y porque me gustaba la idea de que Erika conociera un lugar nuevo, quizás nunca había estado en Parque Batlle.

Nos sentamos en una mesa muy chica, ambas del mismo lado, mirando la gente pasar. Nuestras piernas estaban en contacto, desde la rodilla hasta el tobillo. Al principio nos alejamos un poco, pero luego fuimos agarrando confianza hasta juntar nuestros muslos. Bebimos cerveza artesanal y comimos pizza. Pedimos una segunda cerveza, cuando ya estábamos alegres y distendidas. Olía muy bien. Le di un beso en la mejilla, mientras la apretaba rodeándola por los omóplatos y el hombro. Ella se dio vuelta lentamente. Me miró a los labios. Nos besamos. Le pregunté dónde estaba parando. Me dijo que en un hostel con habitaciones compartidas y mixtas, pero que, seguro a esa hora no había nadie en la habitación. Así fue. Entramos al lugar, bastante sucio pero no imortaba. Subimos a su cucheta. Nos tapamos. Empezamos a besarnos y acariciarnos. Sonó mi celular. No era un whats app, ni un mensaje de Facebook, era una llamada. Estaba muy excitada para detenerme. Ya estaba tocando la ingle de Erika, acercándome al centro, para tocar el clítoris sobre la bombacha. No era momento para atender una llamada. Alguien entró a la habitación. Erika gemía. Me intrigó saber si quien entraba era hombre o mujer, rubio o morocho, la internacionalidad genera ese tipo de intriga. Así que levanté la colcha y observé. Era Anders. En ese momento mi excitación aumentó. Erika empezó a gemir más. Me di cuenta de que estaba cerca del orgasmo. Con mis dos dedos en su punto g, hice leves movimientos hacia arriba y hacia abajo. Sostuve y ella sostuvo los segundos previos. En esos segundos, yo también accedí a mis segundos previos. Explotamos juntas. Anders ya estaba acostado. Me quedé a dormir allí, tenía confianza en que nadie me denunciaría.

Me desperté antes que todos. Bajé de la cucheta. Pasé por el baño. En la mira, no había nadie que pudiera darse cuenta de que yo no había pagado por pasar la noche allí y que había hecho el amor con una alemana. Quizás, de haberlo sabido, hubiera sido parte de la atracción turística del lugar. Imaginé que el lugar podría generar, de alguna manera, el ambiente propicio para ese tipo de encuentros y que todos iban por eso.

Volví al cuarto a vestirme y empezar a tomar consciencia de las cosas. Acababa de hacer el amor y pasar la noche con Erika, con quien ya me había acostado una vez. Le había puesto los cuernos a mi novia, y ahora se los había vuelto a poner. Me había decidido a no ponerle los cuernos a mi novia, habíamos echado a patadas a los gringos de la casa de Laura, pero yo me había puesto en contacto con Erika. Habíamos decidido irnos a vivir juntas para afrontar nuestros gastos y en definitiva, para asumir una vida en común con responsabilidades. Esas responsabilidades nos duraron un mes. Las cosas, claramente, se estaban complicando.

Cuando entré a casa Laura estaba desayunando. Buenos días, me dijo con frialdad cuando me vio llegar. Entré al dormitorio. La cama estaba revuelta, totalmente revuelta.

De mi lado, en el piso había una bombacha que no era ni de Laura ni mía. Fui a la cocina. Me paré frente a mi novia con la bombacha en la mano. Ella siguió bebiendo su café. Con una tostada con manteca en la mano. Le pregunté: ¿De quién es esta bombacha?

– De Leila – respondió. Y bebió un sorbo más.

A sabiendas de que ya habíamos malgastado buena parte de nuestra honorabilidad y respeto, les volvimos a pedir a los gringos que se fueran. Lo hicieron muy sonrientes, como niños en una calesita.

Nos quedamos solas otra vez, en nuestra casa.

Una noche Laura volvió muy tarde.

La noche siguiente yo decidí salir, porque siempre es bueno que ella sepa que yo tengo una vida, que no todo gira alrededor de ella. Fui a quedarme en la casa de una hermana, con alguna excusa. Lo importante era volver al amanecer. A las seis de la mañana me vestí, me paré frente al espejo, me despiné, bebí un poco de vino. Volví para casa.

Cuando llegué Laura no estaba.

Puse el collar en la viga, esta vez segura de que no se rompería, pues había quitado el eslabón roto. Subí al entre piso. Me puse el collar alrededor del cuello. Salté.

III

Me desperté atontada. Otro chichón más. Sentí el sonido de la cerradura. Había dejado la llave puesta. Me dio el tiempo para sacar la correa de la viga y dejar todo como si nada hubiera pasado.

– Pará, pará, está la llave puesta. – Le abrí.

Me besó con aliento a alcohol y marihuana.

De dónde venís?, no pasaste la noche acá? – pregunté con naturalidad, siempre que me cagan prefiero hacer de cuentas que no me importa.

– Nada, salí con una amiga.

– ¿Qué amiga? – no pude evitar que me temblara la voz, que las preguntas sonaras estúpidas.

– No la conocés.

– Yo conozco a todas tus amigas.

– Nunca tuve ocasión, es que …

Me levanté de la silla que fue a dar al suelo. La muy hija de puta se acostó con Leila, pensé, hija de puta hija de puta.

– Y vos, qué hiciste, a dónde fuiste.

– Yo también salí con una amiga. Me gustó que se imaginara que me había acostado con Erika.

Nos pasamos toda la noche mirando el techo, ridículamente intentando aparentar que íbamos a poder con eso. Que no importaba tanto. Cuando amaneció me pareció que tenía que separarme de vos. Tan convencida estaba que te lo dije, o quizás porque no estaba tan convencida, quería decírtelo bestialmente para que no hubiera vuelta atrás.

– Borráte de mi casa.

IV

Ante la perspectiva de quedarse sin techo me confesó que había estado en la casa de la madre, que lo había hecho para darme celos, que se había comprado una petaca de vodka en un kiosko, que se la había tomado a escondidas.

Yo le confesé que yo había estado en lo de mi hermana, y que me había tomado unas copas con ella.

No sabíamos si alegrarnos o entristecernos.

Nos estábamos reconciliando, pero todo era tan tonto y ridículo, todo era tan inútil y vacío que no nos quedó más remedio que desayunar.

V

Lavamos los platos juntas, con silenciosa coordinación. Pensé en la posibilidad de decirle algo, algo crucial e importante, pero sería inútil. Sin embargo, ella sí dijo algo que le parecía crucial e importante y a mí me parecía una mierda, odiaba que me dijera eso. Le dije que me tenía re podrida con esa mierda. Me dijo que yo la tenía re podrida con no sé qué otra mierda. Me agarró del mentón y me acercó los ojos como una boxeadora antes de entrar al ring. Me miró fijo para amedrentarme y me escupió la cara diciendo la misma boludez de siempre. Así que le agarré fuerte las manos y se las separé bruscamente de mi cara. Ella volvió a gritarme y escupirme. Le pegué una cachetada. Ella se me vino encima. Nos besamos un poco, pero predominó la lucha. Cuando paramos estábamos agotadas y amoratadas.

Fue ridículo empezar a poner las cosas en orden otra vez, otra vez en silencio bien coordinadas. Lo más ridículo, el momento más tonto, fue cuando tiré el collar, cuando me miraste a los ojos, me pareció que vos también lo habías intentado. Tirálo sí, dijo, no vaya a ser que. No terminó la oración.

Llegó la hora de almorzar. De volver a ensuciar lo que habíamos limpiado, teníamos hambre a pesar de todo. Teníamos que comer.

Mi hermano Ernesto

Después de la muerte de papá fue muy difícil ocuparme de Ernesto y mamá.

Cuando él nació yo era la hermana grande, tenía cuatro años y él recién había nacido.

Todos me decían que iba a tener un hermanito, todo el tiempo con eso de que “vas a tener un hermanito”. Al final lo tuve, y fue mucho peor. Ella se pasaba el día sentada en su sillón al lado de la cama de “mi hermanito”, como le dicen todos al hijo de puta ese. Y ella empezó a mirarme de esa manera, horrible. Me decía que me alejara. Yo miraba entre sus brazos. Estaba él prendido al pezón de mamá. Me dio mucha rabia y asco ver cómo estaba el pezón, gigante y cómo succionaba. Empujaba el pezón de mamá como si fuera a romperlo. Todos siempre dijeron que Ernesto quedó así por el nacimiento, porque estuvo mucho tiempo en la vagina de mamá y el doctor no podía sacarlo y no pudo respirar.

Una noche me acerqué a él. Fui a hacerle una caricia. Era la primera vez que le hacía una. No sé por qué esa noche sentí el impulso, el deseo de demostrarle que lo quería, de sentir su piel. Nadie me había pedido que lo acariciara, sin embargo, yo lo hice. Todos dormían, Ernesto también. Estaba todo enrollado con su ropa blanca y sus mantas blancas. Tenía un olor muy suave y dulce. Acaricié la pelusa de su cráneo blando. No podía acariciar su cuerpo porque estaba todo enfundado y tenía miedo de lastimarlo si intentaba sacarle la ropa. Le deslicé mi dedo gordo por el cuello. Apreté ese bulto que él tenía chiquito y que papá tiene grande y puntiagudo, el que parece un pito pero que está en la garganta. Lo apreté un rato. Como el hijito de puta se movió, me asusté y lo solté. Nadie lo sabe, pero fue ahí que pasó todo. Hasta le hicieron un juicio al doctor ese.

Cuando creció yo veía que mamá no podía con Ernesto. Le dolía la espalda por ayudarlo a ir al baño, se despertaba todas las noches, como todas las noches de su vida, al menos desde que Ernesto nació. Porque él se despertaba y mamá iba a tranquilizarlo. A no permitir que se lastimara. Y yo también me despertaba y lloraba mucho y me golpeaba la cara, pero el retrasado era él, yo era normal, así que a mí nadie me consolaba.

El caso es que yo le dije a mamá que lo internara. Que yo iba a ir a visitarlo. Que iba a estar mejor así. Pensé en mi hija, estoy segura de que no quería darle esa vida a ella. Tener que cargar con un tío que no sabe siquiera ir al baño solo. Así que la convencí a mamá. En verdad pensé que sería mejor para ella, esta vez sí fue con buena intención.

Yo cumplí, porque desde que le puse el dedo en la nuez y se la subí para bloquearle la respiración, me juré a mí misma que nunca más iba a hacerle daño. Así que lo visité mucho. También lo saqué a pasear.

Una tarde fui a visitar a mamá. Yo tenía llave de su casa, para que ella no tuviera que ir a abrirme la puerta y para que se sintiera más acompañada desde que Ernesto estaba internado. Me extrañó que no acudiera a mi encuentro, porque siempre que sentía el ruido de mis llaves venía todo lo más rápido que podía a abrazarme y mojarme las mejillas. Fui hacia los cuartos. Ella no estaba. Me dio mucho miedo. Pensé que quizás había salido y se había perdido por ahí y tenía que empezar a buscarla. Entonces yo estaría sola, con Ernesto. Cuando llegué a la cocina, lo primero que vi fueron sus pies, colgando, inertes, con sus pantuflas puestas. Cuando subí la mirada lo hice lentamente, recorriendo cada milímetro de su cuerpo, su delantal el bolsillo del delantal, para demorar lo que tenía que asumir, la imagen de mi propia madre colgada en la cocina, donde siempre nos había cocinado, a mi hermano y a mí, a mi querido hermano.

Es lo último que me queda, Ernesto y yo, tengo que pensar en mi hija, pero me cuesta, Ernesto es tan importante, no sé a quién quiero más, si a mi hermano o a mi hija. amor me destripabas, el virus ha entrado en mi cuerpo con tal meticulosidad, en cada órgano, en cada víscera, en cada célula, con tal bestialidad que yo estoy feliz y rejuvenecida, pero se ha expandido hacia otro cuerpo, el otro con el que yo tengo contacto, que viene a ser el tuyo. La naturaleza, un poquito se ha equivocado, ha salido algo mal en el cálculo natural. Porque justo esta vez, por primera y única, todo mi instinto labor o arte amoroso, lo he volcado, por convicción, en los últimos años, sobre ti, así que te he devuelto la enfermedad. Te suplico que me disculpes, y que puedas comprender que estoy lejos de ser culpable, en todo caso, lo eres tú. Éste virus tan experiente, tan fuerte, tan joven y poderoso, que a mí me tiene rejuvenecida y feliz, ha vuelto a tu cuerpo, donde se propaga y se mata de risa, de lo fácil que es ir matando cada átomo, cada célula, cada molécula de tu cuerpo, de tu vida y espíritu y de todas las mujeres de las que te enamores.

Así que quiero que, por el bien de tus próximas amantes, sepas y se sepa, que tú y todas ellas, están condenadas a una muerte muy dolorosa.

Lesión

Claro como el océano

Ahora comprendo por qué a vos te pareció tan triste. Aquel verano en el Polonio, no pude, es recién ahora, con la distancia, que alcanzo a verlo con claridad. Claridad, que es una virtud, aunque sea duro lo que se ve.

Estábamos vos, yo y tus amigas. Siempre íbamos a lugares con tus amigas y siempre tenía que ser yo quien se sumara a tus planes y tu grupo. Si yo te proponía algo, alegabas vergüenza, falta de interés o cosas mejores que hacer. Yo toleraba aquella pequeña injusticia para estar a tu lado.

Vos les contaste una hazaña mía a tus amigas, que una vez en el parque:

“Les juro, estábamos charlando, nos encontramos de casualidad, y ella tenía terapia, faltaban 15 minutos. – Las demás no daban mucha bola, parecía un relato como cualquier otro – Entonces vino el 300. Me dio un chupón y salió rajando, no se pueden imaginar el pique que se pegó. Y lo agarró al bondi. Fue increíble. “

Me sentí estúpidamente orgullosa.

Propusiste una carrera.

Yo dije que no, que habíamos fumado y tomado mucho y que no habíamos hecho calentamiento. Pero también pensé que hacía suficiente calor, que habíamos caminado hasta la playa, por la arena seca y que, ya frente al océano, la arena estaba más firme.

– Voy a desgarrarme – afirmé.

– ¡Dale! – insististe.

– Voy a desgarrarme – volví a decir – tomé mucho y capaz hasta me meo.

– ¡Vamos chiquilinas! Nos arengaste a todas, que estábamos cerca de los cincuenta. Si hubieses dicho: “vamos, mujeres” capaz ahí, me hubieras dado una chance de pensarlo mejor.

Pareció divertido, me tenté, quería correr, pensé: el pique es fundamental, yo tengo buen pique y la distancia es muy corta, levantar bien las piernas, estamos en la arena.

Tan fuerte fue el pique que sentí un dolor en el bícep femoral derecho, un latigazo. Pero seguí, quería ganar la carrera. A mitad de aquellos pocos metros tuve un dolor más intenso aun y la pierna derecha no me respondió, quedó inerte, tuve que dejarme caer al suelo, con mucho dolor físico.

Todas, yo misma, nos reíamos. Seguía siendo divertido, a mí misma me lo parecía, porque no me había dado cuenta lo que vos sentías. De haberlo

sabido ahí, también me hubiera entristecido. Recuerdo que me miraste y me preguntaste si estaba llorando. Pero yo estaba feliz, me corrí el pelo que el viento ponía en mi cara para mostrarte lo que decían mis ojos. Me quedé en el Polonio, sin asistencia médica. Los analgésicos fueron estar con vos, el sol, el mar, el viento, la lluvia, la tormenta. Yo sabía que era un desgarro y sabía lo que tenía que hacer. Claro que empezaría a hacerlo cuando llegara a Montevideo, porque aquellos días y aquellas noches había que aprovecharlas.

Pero vos estabas irritada y enojada. Tuvimos algunas conversaciones finalmente nos reconciliamos y dormimos juntas en una cama simple rodeadas de tus amigas en el rancho mono ambiente que habíamos alquilado. La celda, le llamabas vos, era gracioso. No era una cueva, ni un refugio, sino una celda, para vos.

Ahora sé por qué estabas tan irritada y por qué insististe tanto en lo mal que habíamos pasado.

Fue porque yo no gané la carrera. Porque no hice un buen papel frente a tus amigas.

Claro que comprendo tu desilusión, yo también he experimentado, hace cientos de años, ese agudo pinchazo que genera no poder lucir un objeto nuevo, una muñeca que me ha regalado mi madre, o mi padre me ha traído de algún viaje, frente a mis amigos de colegio. Aquel sentimiento, lo recuerdo, era mucho más doloroso que una rotura masiva de músculos isquiotibiales.

Seis cuadras

Geográficamente hablando, no hemos quedado separadas, pero da lo mismo. Nuestro primer viaje juntas tenía fecha 15 de abril. Para mí era un desafío. Vos decías que no íbamos a pelearnos en Jerusalén. A mí, teniendo en cuenta nuestras estadísticas, me parecía muy difícil no pelearnos durante los veinticinco días que duraría el viaje. Acá en Montevideo nos peleábamos mucho, claro que nos reconciliábamos y nos amábamos, pero no deja de ser cierto que las peleas eran peleas mismo y valían tanto como los encuentros. Yo quedaba muy dolida, me recluía en mi casa, y vos destruida, en la tuya, a seis cuadras de distancia. Cada pelea era el fin. Así que yo tenía bien planeado cómo iba a sobrellevar estar peleada con vos en una tierra que es tuya, de tu familia, que te pertenece y que para mí es completamente ajena. No soy judía, ni cristiana ni musulmana, así que por mucho que me las tirara de mundana, iba a ser una extraña. Yo tenía que saber cómo estar, como vivir y cómo volver sola de Israel. Quizás, de esa misma forma, era como te sentías vos cuando te peleabas conmigo aquí en Uruguay, quizás por eso vos sufrías mucho más, te sentías más sola, no dejabas de llorar, y dejabas de comer. No sabías cómo volver. Porque Uruguay es una tierra extraña para vos, por mucho que te esfuerces en disimularlo.

Siempre rodeada de amigos, llamándole familia a un grupo de forajidos, como si fueran tan así, tan eludibles, los lazos de sangre, tan explicables, tan obvios, tan imitables.

Una eternidad antes, cuando me invitaste a tu casa la primera noche, me recibiste con toda tu liturgia, las velas, la cena, todas tus delicias. Tus pecas, tu boca gruesa y roja, tu lengua suave. Yo te amé y después no, y después de nuevo sí. ¡Eras tan rara! ¡Tan nueva! ¡Tan extranjera! Al día siguiente juré que no volvería a estar con vos, aún hoy, después de tanto encierro, no sé por qué lo juré ni tampoco por qué rompí el juramento. Cayó la tarde y vos me mandaste un whats app.

Escribiste una de tus frases abiertas, de esas que yo interpretaba como una invitación, la interpretaba así, aunque era factible de interpretarse como un adiós, un nunca más o un nada, nada que decir, nada de nada.

Así que te invité a dormir la siesta. Viste mi lecho por primera vez, viste toda mi casa, los animales, la soledad, la suciedad, las sábanas rotas. Eso no te detuvo, y quizás en parte te amé por eso, por perdonarme así de ser como soy y a pesar del juramento, te besé, te acaricié, tu cuerpo era algo blando que yo debía cuidar para que no se volviera líquido inasible. Pero eso fue imposible, con vos y conmigo. Yo también fui inasible. No lavé aquellas sábanas rotas, aquel colchón hundido, porque me gustaban así y porque volverías, entonces el lavado perdería todo sentido. Que ese aroma fuera nuestro perfume, el olor que nos sintiéramos y que otros nos sintieran, no solo era un orgullo, era inevitable, como la belleza que es inevitable y sólo cuando lo es es realmente bella.

Con el tiempo, es decir, esa eternidad que vivimos, que cronológicamente se denomina tres años y medio, y que yo declaro así, teniendo en cuenta que los años y medios años suelen ser la medida de tiempo utilizada para hablar de una pareja de mujeres que se amaron, con el tiempo, intentamos ser racionales. Hacer planes. Pero nada nos salía. Yo creo que era una cuestión de interpretación, esa abertura sensual que tenías tus palabras. “Tengo que re novar el contrato” sonaba a “Me quiero ir a vivir con vos” “¡Qué lindo día!” llegaba a mis oídos como un “te amo” y “voy a visitar a mi familia a Israel”, a mí me pareció una invitación.

Así que el viaje a Israel, el 15 de abril del 2020 era una oportunidad, al menos para mí. Había algo que demostrar. En esa tierra extraña para mí y propia para vos. Dijiste que me presentarías a tus padres, pero yo dije que no era necesario, sabía lo difícil que te resultaría y lo mucho que arruinaría nuestra porción de tiempo feliz. A tu hermano, ahí dudé un poco más, pero me incliné hacia un NO rotundo.

¿Cómo no lo imaginé? ¿Cómo no lo vi venir? La humanidad entera está en riesgo, todo con tal de que nosotras, mi amor, no pudiésemos estar ahí, por primera vez en Israel. Que la extraña fuera yo y vos la lugareña. Vos la que, esta vez sí, todo lo sabe, conoce el territorio, las autoridades, los déspotas, los lugares donde esconderse. Es culpa mía, por haberlo deseado. Hubiésemos estado ahí, pero tal era el destino, tan malos los augurios, tan insondables los caminos, que fue mejor enfermar al mundo para evitar ese encuentro.

Yo comprendo al Universo, entre que el mundo estallara a cinco mil quinientos setenta y ocho grados centígrados, que es la temperatura del sol, y que un virus matara a algunas miles de personas, era mejor el virus. Porque yo creo que, de haber estado ahí, juntas, y, si realmente el efecto de ese lugar tan esencial, nos hubiese penetrado, que habría que ver si lo hubiésemos aceptado, la temperatura del mundo hubiese sido igual a la del sol.

Pero no pudimos ir. No pudiste llegar a tu Tierra y yo no pude pisarla. Ahora ya vino el invierno, nuestros padres están hartos de pisar la tierra y yo escribo con mi gato bebé, arrullado en mi mano derecha. Para que haya paz. Para que la felicidad sea posible. Para que vos estés, cerca, y no haya estallidos. Para que mis hijos crezcan, aprendan. Y ya me acostumbré, ya no salgo más. No voy ni a Jerusalén, ni al supermercado, ni al almacén de barrio. A tu casa mucho menos. No hago el amor, eso nunca más. Pero, amor mío, esto no es un cuento triste. Abramos las chances, como abrimos tantas cosas.

– ¿Querés venir esta tarde a dormir la siesta? ¡Ésta sí, te digo! ¿Cuál va a ser? ¡Hoy, ahora te digo!

– …

– ¡Ah!, ¿Que no? ¿Que ya es demasiado tarde? ¡Pero si estamos tan cerca!

Hace tres meses doce mil kilómetros parecían posibles y ahora seis cuadras no son siquiera un sueño.

Granate

Me invitaste a Cabo Polonio. Tus amigas se enteraron, así que ellas también quisieron ir. Primero fue Minerva, la reina del entusiasmo. Le dijiste que sí, como siempre. Me pareció bien, después de todo, Minerva es una mujer bella. Después me dijiste que la que también andaba con ganas de sumarse era Dafne, quizás no llegó a preguntártelo, aun así, vos le dijiste que sí. A mí me pareció bien, Dafne también es una mujer bella. Como ya éramos cuatro, ya no había que conservar nuestra intimidad, habíamos tirado la chancleta. Invitaste a Safo y a Isis. Ya no era la idea inicial, no éramos vos y yo, pero no dejaba de ser genial. Helena, Afrodita, Minerva, Dafne, Safo e Isis todas juntas al Polonio.

Un hombre negro azulado nos hizo la travesía por las dunas en bicicleta. Era increíble que tuviera la fuerza para llevarnos en bici. Nos repartimos como pudimos. Yo le expliqué al hombre que yo pesaba 78 kilos, así que yo no podía viajar en el canasto del manillar, ahí debía viajar alguien más liviana, ¡pero es la mejor vista, mi amor, metéte ahí!, insististe.

Rezongué. Tuve que subirme al canasto del manillar, que estaba ubicado a una gran altura, a través de un fierro soldado y extendido como una gran antena en cuya punta estaba la pequeña silla. No había logrado acomodarme en esa sillita de mimbre casi infantil cuando la bici comenzó a andar. Fue agarrando velocidad, a tal punto que empecé a sentir vértigo. Cerraba los ojos y los entre abría para no perderme tanta belleza.

– ¡Uuuu! Exclamaste para mentir que estabas feliz y que no le tenías ningún miedo a la velocidad. Tus amigas, Minerva, Dafne, Isis y Safo, como siempre, gritaron para seguirte la corriente. Ellas seguro también tenían miedo, pero vos las convenciste, había que disimularlo.

– ¡Uuuuuu! – gritan todas, para demostrar que, igual que vos, ellas tampoco le tienen miedo a la velocidad, a las alturas y al vértigo, también para demostrarte que te siguen el juego, que mandás vos. Yo me quedo en silencio. Me tapo los ojos, vicho por las hendijas que dejan mis propios dedos.

El cielo tiene un azul resplandeciente. Las arenas blancas están salpicadas por el verde intenso de la vegetación. El viento sacude las copas de los árboles, algunas me hieren la cara, por culpa de la altura de mi pequeña silla de mimbre. Grandes aves sobre vuelan, sorprendidas de la velocidad de ese grupo de humanas salidas de no se sabe dónde. Allá lejos empieza a insinuarse el océano.

– ¿Todas tienen el traje de baño puesto? – Preguntás, gritando para que tu voz venza al viento.

Deduzco que no vamos a pasar por el rancho y que vamos directo a la playa. Recordé cuando niña, arrancar con mis hermanas a Parque del Plata, transpiradas en el autito con el traje de baño puesto, llegar y salir corriendo a zambullirse, cualquier segundo que nos demoráramos era una pérdida de tiempo insoportable.

No sé si es algo que te tenías planeado o se te ha ocurrido en el camino. ¡Sí!, responden, Safo, Minerva, Isis y Dafne, como niñas a una mamá sorpresivamente aniñada.

Sí, respondo yo también, con más suavidad y a destiempo y, además, mintiendo, porque debajo del short y la remera tengo una bombacha y un soutien comunes y corrientes. . En ese momento te reíste. Te reíste de mi miedo.

– ¡Ahora! – Le golpeás el hombro al fornido conductor para que ejecute una orden secreta. Empieza a pedalear con más fuerza cientos, miles de revoluciones por segundo, de tal modo, que la bicicleta, cargada de mujeres, empieza elevarse por los aires y a conseguir que el viento la sostenga. Yo, sentada en el canasto del manillar, acá arriba, siento el brusco viraje, directo al océano. A unos diez metros del lecho marino, el hombre hace un vuelco, por lo que todas caemos al agua entre risas, más o menos sinceras.

Demoro unos segundos en salir de la pequeña silla, tal como demoré en entrar, pero esta vez estoy sumergida y no puedo respirar. Pienso en vos, trato de morirme pensando en otra cosa, alguien que se lo merezca más, mucho más, mis hijos. Logro asomar la cabeza. Me entra aire y la belleza del azul celeste me obliga a contemplarlo. Hago la plancha, observo el cielo. Empiezo a perdonarte. Minerva, Safo, Isis y Dafne hacen lo mismo, las veo por el rabillo de mis ojos aturdidos por el sol. Ellas también se entregan a la belleza, ellas ya te perdonaron. Las veo a ellas, pero no te veo a vos. Te

busco, pero solo las veo a ellas, relajadas en el mar, con sus pertenencias flotando, entregadas a la belleza, seguras de nadar hasta la orilla cuando hubiera que volver, como hijas a cargo de una madre sorprendentemente adulta.

Me entrego unos segundos yo también, confío en vos: “ya aparecerá” “otra de esas cosas que hacés vos, por eso será que te amo”.

De pronto nos invade una gran sombra, como un alivio que viene a cuidarnos de la insolación y la ensoñación. En la punta de un gran velo rojo hay una mujer. Una mujer muy blanca de cabello rojo, una mujer cometa. Me doy cuenta de que sos vos. Lo planeaste todo, vos y tus sorpresas, vos y tus seducciones vos y tu magia. Llegás tan, tan alto, que te pierdo de vista. Soltás el velo que se extiende sobre nosotras y queda suspendido. Ya desnuda y blanca te veo zambullirte al océano, con agilidad y lentitud, como si flotaras en el aire. El agua espesa, salina, apenas se abre para recibirte, precisa y leve, tu figura blanca penetra lentamente, sin despertar a los peces ni a las medusas. No sé si es la sed, el calor, el cansancio, pero: ¡estoy mirando el cielo, sin embargo te vi caer al agua! Es que el cielo está cubierto por tu velo suelto suspendido en el viento y, como un gran espejo granate, está reflejando el océano. Me parece un mal presagio, pero no me atrevo a dar la voz de alerta. ¿Y si te reís de mi miedo? Veo dos grandes manta rayas nadar en el cielo color sangre. Teniendo en cuenta que el cielo refleja lo que ocurre en el océano, y yo te vi entrar a él, está claro que están debajo de nosotras. Te llamo:

¡Mi amor, hay dos rayas enormes abajo de nosotras, podrían atacarnos! Siento tu risa, pero no sé si la imagino. No te veo. Minerva, Dafne, Isis y Safo siguen haciendo la plancha, con los ojos cerrados. No ven todo lo que el cielo refleja.

Vuelvo a gritar, quiero salvarte, quiero que nos salvemos vos y yo, Minerva y Helena. Oigo cuatro chapoteos de aguijón y el pequeño volumen de agua, en el que estaban tus amigas, se llena de cuatro manchas rojas que empiezan a volverse una.

Vuelvo a gritarte:

¡Afrodita, mi amor! Pero no te veo, tampoco oigo tu risa.

Me entrego a la situación. Otra vez te saliste con la tuya. Pienso que es poco probable que esas dos rayas quieran atacarnos, parece que ya están conformes con su botín. Ya no las veo en el cielo, así que será que ya no están ahí abajo.

Te busco para mostrarte que perdí el miedo, que ya estoy relajada, que gracias por la sorpresa. Pero no te encuentro. Empiezo a comprender que te has diluido, y que por eso, justamente por eso, el océano tiene ese nuevo color. Me siento estafada, pero no puedo reprochártelo, ¡qué tinte irreprochable has dejado en el universo!

El velo, como vos, cae lentamente sobre el lecho marino que ahora se vuelve más granate y más hermoso. Arriba, el azul vuelve a cegarme. Estoy perdiendo mis fuerzas. Busco una orilla, pero no veo. Estoy sola en medio de una belleza nueva.

Suplencia

Quizás pienses, amada mía, teniendo en cuenta el tiempo en que te amamanté, que has bebido más que todos y cada uno de mis hijos.

No es así, pongamos los puntos y los tildes sobre las íes. Ya que en eso estamos, ¿o no?

Mi primer hijo bebió el néctar abundante de mis pechos veinticuatro meses, contándolo en semanas, esa entidad cronológica tan ginecológica (o alumbrativa, por decirlo más poéticamente) son casi cien. En centímetros cúbicos, o para facilitar, litros, no hay registros.

El segundo, bebió el doble, es decir, cuarenta y ocho meses, en semanas, no tendría sentido contarlos, además siempre puede haber coletazos, resabios, roces de labio y pezón, olisqueos, habría que ver si cuentan o no cuentan.

Nunca le hice caso a los consejos del ginecólogo.

El tercero, que murió antes de nacer, era el que bebía, cuando vos creías beber.

Tú, Amor Mío, tú, lo hacías por él, por eso, mi amor,

por eso,

Tú no cuentas.

Miopía

Quedamos de encontrarnos en el parque. Le escribo para avisarle que dejé los lentes para arreglarlos en la óptica.

– Deberías tener de repuesto – me escribe.

– Pero no tengo – le respondo y le digo que estoy con Frida y en qué parte del parque la espero. Se hace esperar. Frida corre atrás de otro perro con el que traba una linda amistad.

Vuelvo a escribirle para avisarle a qué parte del parque nos movimos. Cuando aún lo tengo en la mano, suena el tono de llamada y en la pantalla aparece, borrosa, su foto. Verla me emociona.

– Grita: ¡No te podés quedar quieta, o sea porque yo voy para ahí y no me voy a recorrer todo el parque … Bancáme un segundito – Le entró una llamada. La busco con la mirada hacia donde, viniendo desde su casa, es lógico encontrarla, o sea, la bajada de Salterain.

Pero veo mal y no veo a nadie que se le parezca, miro hacia otros lados. En vez de ella, en vez de su hermosa silueta, veo a una estúpida que, desde Pablo de María, viene hacia mí. Mientras yo espero que mi amada pueda atenderme, y me dé la chance de decirle que ya estoy quietita, como ella quiere, frente al lago y así podré abrazarla y besarla y decirle “hola, mi amor”, una estúpida viene hacia mí.

Me doy cuenta que es estúpida, de hecho una clase muy típica de estúpida, porque viene hablando fuerte. Con el teléfono en su oído, grita, para aparentar que tiene algo que hacer, algo importante y que bajo su firme mando, hay un ejército de amazonas. En fin, quiero decir que da órdenes más decibélicas que firmes, a un reducido grupo de chicas que están al otro lado del teléfono, probablemente el grupo de whats app de una productora o alguna galería de arte, imagino. Su modo de andar da cuenta de una falsa despreocupación y quizás cierto desprecio por las personas y todo lo que la rodea.

Aún la separan unos metros de mí, noto que Frida la reconoce y corre a mi encuentro, se para a mi lado, a medida que la distancia que separa a la extraña de mí disminuye, Frida aumenta el volumen. Ladra y gruñe con fuerza para ahuyentarla.

La estúpida se me acerca tanto que exhibe sus labios para recibir mi beso, con el móvil aún en su oído y sin dejar de dar falsas órdenes, porque la estúpida no era otra que mi amada. ¡Estoy perdidamente enamorada de una estúpida! Le miento que estuve en contacto con un caso positivo.

Di la media vuelta, Frida me siguió, de vez en cuando se dio vuelta para gruñirle y ladrarle, una vez que perdió contacto visual, siguió camino, alegre, hasta nuestra casa. ¡Quedate en casa! Me dije y me reí de mí, lo cual hizo que Frida agitara su cola. Escribí este relato velozmente, a pesar de las constantes interrupciones en las que me dediqué a acariciar su cuello y su pelaje y de lo borrosas que veo las letras. Y he de decir, que es lo más importante, no he vuelto a verla.

El amor de mi vida

Me anuncio por el portero eléctrico. La reja se abre. Recorro un amplio jardín que rodea la torre. Todo es lujoso, el hall es amplio, con doble altura, bien calefaccionado y aromatizado. Hay dos empleados en la recepción.

Sé que es noruega esto, la verdad, suma una motivación para aceptar el empleo. Imagino una mujer rubia, gélida, de metro ochenta, ojos claros y cuerpo atlético, (así es como la imagino, no sólo porque es noruega, sino también porque es nadadora, sé que fue nadadora olímpica). Estúpidamente, creí que era joven, pero ahora que me abre la puerta, veo que tiene algunos años más que yo. Esto, no sólo no me decepciona, sino que me entusiasma, por lo demás, cumple con la imagen que me había formado.

Que me contrata para limpiar la casa, dice, y que me paga una cifra que yo no había escuchado jamás, y que me pone en caja y que aguinaldos y salarios vacacionales, todo eso dice. Todo bien claro, mientras su acento me genera un deseo lineal de ir hacia su boca. Empiezo a aventurar que, en caso de que mis habilidades como limpiadora no estén a la altura de sus exigencias, podré compensarlas con algún otro recurso, como he hecho tantas veces con tan beneficiosos resultados. Sus brazos tienen esa suave pero firme ondulación tan común en las nadadoras olímpicas, coronados con una palidez extrema y algunas arrugas en la coyuntura entre cada brazo y su correspondientes pechos, ambos abundantes, el derecho un poco más que el izquierdo.

Firmé los papeles del contrato con la mano temblorosa, mientras sentía su aliento en mi nuca. En cuanto realicé el trazo final, ella tomó mi quijada miró hacia mis labios, y selló el acuerdo formal con un beso húmedo.

El primer día me dio algunas indicaciones. Era abril, estaba bastante fresco, sin embargo, ella fue a nadar. Para demostrar mis propias

destrezas y soltarle alguna risa, empecé a limpiar los vidrios que daban hacia la piscina.

Primero por dentro, mientras ella braceaba, yo pasaba el trapo, después por fuera. Luego de algunos decímetros lineales en los que ella fue pasando desde un simple crol hasta una mariposa que sobrepasaba la superficie hasta la altura de la cadera, yo no perdí ocasión de mostrar mi increíble equilibrio, con mis dos metatarsos, pisé el pequeño borde de la ventana y me dispuse a limpiar los amplios vidrios por el lado de afuera. Un fuerte viento me sacudió, conseguí asirme del vidrio con la fuerza justa para evitar caer hacia atrás con la ventana en mis manos. Recuerdo que pensé que, si caía, no sería en la piscina, donde tendría algunas posibilidades no sólo de sobrevivir, sino de que ella me besara. No, no ocurriría así, mi cuerpo golpearía el borde, el vidrio de la ventana caería sobre mí, perforándome el abdomen, y ocasionaría un baño de sangre que se diluiría en el cloro celeste.

Esto se repitió todo el mes de abril, lloviera o tronara. Cuando todos los vidrios estaban impecables mis pies volvían a pisar tierra firme, es decir el piso de madrera de su living comedor, ella con los codos apoyados al borde de la piscina me sonreía, pocos segundos después estábamos en su cama.

El 11 de mayo, le pregunté si tenía alguna desconformidad sobre mi trabajo de limpieza, como me respondió que era excelente, le recordé que debía abonarlo. Me respondió con una sonrisa que pareció tímida:

– “Oh, yes, I am so sorry I forgot it … ¡It was all so nice, so I forgot all about money”!

– “If it was all so nice, you just have to pay for it”. – Respondí, antes de enredarme entre su boca y sus brazos blancos.

Cuando llegué a mi humilde morada, recibí en mi celular un documento que acreditaba una transferencia de $5000 a mi caja de ahorro. Le expliqué que, de acuerdo a lo acordado (valga la redundancia) y (haciendo las cuentas que tanto ella como yo sabíamos hacer muy bien, en el idioma que fuera), mi sueldo por el mes de abril más el transporte, ascendían a una suma de $38.558.

A mediados de mayo, todo seguía igual. Es decir: ella me había pagado $5000, ni un peso más. Yo seguía limpiando todo, incluso las ventanas con los metatarsos en la cornisa y los talones expuestos al fuerte viento. Ella seguía sonriendo desde la piscina cuando terminaba su nado y yo desde la ventana cuando terminaba de limpiar. Yo seguía penetrándola con mi dedo mayor hasta hacerla gritar abrazarme sentirle la respiración y los saltos de su corazón contra el mío. Con creces hacía mi trabajo y con creces le daba todos los placeres.

Varias tardes decidí dejar de ir, pero al otro día me levantaba temprano y mis piernas me llevaban hacia su lujoso apartamento como a una zombi poseída por una voluntad ajena. Ella seguía penetrándome con su índice hasta hacerme olvidarlo todo. Todas las cifras, todas las leyes laborales, todas las conquistas, todos los territorios, todas las islas todos los mares todos los colonialismos.

El 10 de julio fui al MTSS y con mi relato de los hechos (los que se podían contar) me hicieron un documento que le entregué el11 de julio, en el que se la intimaba a pagar todo lo que me debía por concepto de todo lo trabajado más el medio aguinaldo. Me respondió dándome todos los placeres que caben en una cama blanca con vista al río una tarde de tormenta.

El 30 de julio ella terminó sus gráciles braceadas y yo mi desternillante comedia en la cornisa. Intercambiamos nuestras sonrisas. La de ella, fue interrumpida por un estremecimiento. Se llevó el brazo derecho hacia el izquierdo en señal de un intenso dolor. Convulsionó, inmediatamente su cuerpo quedó flotando boca abajo con sus brazos y sus piernas inertes.

Me reí, era la primera vez que me hacía reír de ese modo, tan adrede, tan porque sí, tan por verme reír. Busqué su mirada para mostrarle cuánto me había gustado la broma, pero su cuerpo seguía inerte.

Tomar el ascensor y recorrer los seis pisos hasta el jardín implicaba un tiempo letal. Volví a poner mis metatarsos en el pequeño tramo de pared que contenía la ventana, esta vez con mi cuerpo dándole la espalda al departamento y la cara al jardín. Salté con el mayor impulso para dirigirme hacia delante, es decir, para asegurarme de no caer en el embaldosado, sino en el agua celeste de la piscina.

Caí bien. Me lesioné algo las rodillas y las muñecas al tocar el fondo de la piscina. Vi desde abajo su cuerpo inerte. La abracé, agotada, hice todas mis fuerzas para darla vuelta y llevarla hacia el borde con sus vías respiratorias libres.

Cuando llegamos me miró a los ojos. Me besó. Su rostro permaneció serio y gélido. Bajó su mano hacia mi clítoris y yo al de ella. Nos frotamos con mucha suavidad.

A pesar de que la broma me exasperó, no pude apartarla de mí ni contener un goce doloroso y dulce. Aún abrazadas, aun sintiendo su corazón latiendo contra mi pecho le dije: “tenemos que hablar sobre mi sueldo”. Ella respondió que sí, que hablaríamos del contrato a prueba. Le dije que no era un contrato a prueba.

Me dijo que sí lo era y que no estaba satisfecha con mi trabajo, por lo que, me haría una transferencia por todo lo adeudado por los tres meses de trabajo a prueba. Le dije que yo había traído una copia del contrato, me dijo que lógicamente, ella tenía otra con mi firma.

Subimos por el ascensor, yo colgando de su alto cuello ya que tenía alguna lesión en mis piernas. Cada una puso su copia sobre la mesa. Era un contrato a prueba, allí estaban su firma y la mía.

Volvió a decir en español casi perfecto: – No estoy conforme con el trabajo.

Me miró a los ojos, luego a mi boca. Huí hacia la puerta. Ella se acercó hacia mí, otra vez sentí su respiración en mi nuca, marcó el código y la puerta se abrió. Corrí hacia el ascensor. Atravesé el enorme hall. Uno de los porteros, detrás del mostrador, dijo un “buenos días” que se perdió en el aire artificialmente perfumado.

Mi abogado de oficio me informó que ya no había nada por hacer, pues la ciudadana noruega estaba fuera del país.

Con mis pocos ahorros saqué un pasaje para venir a Noruega. No tengo ni dinero ni motivos para volver, hace muchos años estoy limpiando departamentos en este país lleno de mujeres rubias, altas atléticas y de ojos celestes. Todas me recuerdan a ella, no puedo olvidarla. A veces corro hacia una, pero cuando se da vuelta un rostro desconocido me decepciona.

Sigo buscándola, para que me pague todo lo que me debe y porque nunca había amado tanto, estoy dispuesta a morir buscándola.

Regalías

Recibí una video llamada por whats app. Vi el logo de la editorial en la pantalla. ¿Qué querrán estos soretes? Pero eran buenas noticias. Resulta que se disponían a transferirme una suma de dinero por concepto del 10% de las ventas. Pensé, ¡qué alegría, al fin podré comprarme un sillón nuevo!

Pero la suma superaba ampliamente mis expectativas. No sólo pude comprarme un sillón, sino que compré una casona, una de esas que hace siglos están abandonadas y en peligro de ser demolidas en la zona de Parque Rodó.

Contraté a una de las arquitectas más renombradas de la ciudad, no es que me gustara ella, la había visto en algunas entrevistas, pero yo pagaba, ella se adaptaría a mí, no sería yo quién tendría que hacer el esfuerzo de aparentar simpatía, sino ella, rigurosamente a todo lo que yo le insinuara o le solicitara expresamente. Cuando vi el plano, no podía creerlo. Era el dibujo de un sueño hecho realidad, para nosotras.

Una casa dispuesta en dos alas, una para ella y otra para mí, al fondo, el espacio para las dos, nuestro enorme lecho, en el mejor lugar de la casa, con una claraboya para ver las estrellas, la luna y las tormentas.

Cuando estuvo terminada superó todos mis sueños. Una recepción en la que hay un hermoso despojador, un lugar donde dejar los zapatos y ponerse las zapatillas que yo y mi amada le prestaríamos a nuestras visitas.

En el ala izquierda, su estudio, muy amplio, con una mesa de trabajo alta, un escritorio, un pequeño living, y su baño. Por supuesto, una estufa a leña, no podía faltar, para ella es una condición de vida sin ecua non, a la cual ha sobre vivido cincuenta años, pero que yo fácilmente puedo ofrecerle. Un traga luz, siempre adoré la luz que viene desde arriba, un gran ventanal al patio interior.

En el ala derecha, mi estudio, un gran escritorio de trabajo, amplias bibliotecas ¡tengo dinero suficiente para llenarlas de libros! un gran sillón, ¿cómo explicarlo? Es como un diván como para cuatro personas, o una sola que desee estar a sus anchas, en el medio del ambiente. Un tragaluz para absorber la luminosidad del sol más un ventanal hacia el patio interior para apreciar el sonido del agua, las aves, el viento, las chicharras.

El patio tiene una fuente por la que circulan algunos centímetros cúbicos de agua, emite un sonido muy relajante, que acompaña, por las mañanas y por los atardeceres, el trinar de los pájaros que despiden el día. Es posible sumergirse y nadar en la fuente, ya que mi arquitecta me diseñó una separación imperceptible. Es decir, nuestras visitantas podrán ver a simple vista, una gran fuente, pero, en realidad, buena parte de ésta funciona como piscina, con una profundidad de dos metros y medio y una extensión suficiente para unas cuantas braceadas.

Se puede acceder, por supuesto, tanto desde su estudio como desde el mío, al resto de la casa por un pasillo interior. Pero, tal como le solicité a mi arquitecta, también es posible hacerlo por las verandas de columnas que bordean el patio jardín fuente piscina.

En la parte común de la casa, diseñada para sumergiremos luego de terminadas nuestras horas de labor creativa, disponemos de un amplio estar en el que dos mullidos y largos sillones miran hacia una gran estufa a leña, un gran leñero, una mesa baja, un comedor para seis, una amplia cocina integrada, en la que ella podrá desplegar algunas sus destrezas para la delicia. En el centro, mirando hacia la porción más extensa del patio, la fuente y el jardín, está nuestro lecho, donde ambas podremos desplegar nuestras destrezas para la delicia recíproca. Nuestro baño incorpora, a su antigua bañera un duchero y un jacuzzi.

Por una de las verandas se accede a la dependencia de servicio, y, por otra, a la habitación de huéspedes, en la que nuestras huéspedas, en caso de desear privacidad, la encontrarán.

Una vez que la obra estuvo terminada, yo iba a darle la gran sorpresa. Conociéndola, temía que se enojara por yo no haberla hecho partícipe de los planos y planes, pero teniendo en cuenta que estaba dispuesta a

compartir la propiedad con ella, desde el punto de vista espacial, no desde el punto de vista patrimonial, (yo sé el final de todas las historias), supuse que me perdonaría tal omisión.

La llevé con el pretexto de un paseo después de unas cervezas. Ella estaba de mal humor, yo segura de tener motivos más que suficientes para mejorárselo. Cuando le tapé los ojos para decirle cuándo podía abrirlos, me dijo que no estaba para juegos, que tenía algo que decirme. Le pedí que me lo dijera antes de destaparle los ojos. Me tironeó las muñecas, pero no se lo permití, no destapé sus ojos.

Dijo: esto ya no funciona, conocí a alguien …

Solté sus párpados que se abrieron dubitativos.

– ¿Por qué me hiciste venir hasta acá? Con lo ocupada que estoy …

– Por nada – respondí.

– ¡No dale, decíme, boluda! – como una adolescente.

– Ya no tiene sentido, si conociste a alguien.

Miró la casa, me miró a los ojos. No le dije nada, pero me di cuenta que sabía que la preciosa casona colonial finamente remodelada que estaba frente a sus ojos, me pertenecía.

Vacilo, luego soltó: – ¡yo te amo, fue un error, por favor perdoname! -Disimulando que ya lo había comprendido todo y haciendo de cuentas que seguía creyendo que yo era pobre y también simulando que estaba dispuesta a amarme por muy pobre que yo fuera, se tapó la cara con las manos, dejó salir un llanto profundo, después me miró a los ojos para no decirme nada, como siempre, nunca dice nada, sino para mostrarme que sus ojos estaban rojos y llenos de lágrimas, con la evidente finalidad de doblegarme.

Coloqué la llave en la cerradura. La destrabé. Me metí dentro. Ella logró mirar, cuando vio, me empujó para colarse, alcanzó a ver el patio y la fuente, estoy segura. Pero yo soy más fuerte que ella y la empujé hacia fuera. Cerré la enorme puerta de hierro, diseñada para no dejar pasar ningún sonido del exterior y para no ser burlada jamás, como todos los muros de la casa.

Pasé la noche con alguna tristeza y mucho alivio. Me había provisto de todo lo necesario para una larga porción de tiempo libre, estrenar la casa con ella. Hacer el amor en la gran cama, colocada en el corazón de la casa. Resignada, me entregué a hacer lo mismo sola.

Quedé librada a mis más puros deseos, los gastronómicos los satisfice a duras penas, a falta de sus artes. Los amorosos y sexuales, a puro ingenio. Para los artísticos, yo me bastaba. En la mañana me preparaba el café, salía a leer al patio unas dos horas, rodeada de mis animales. Luego hacía algunos ejercicios de yoga para mantenerme en forma y en armonía. A media mañana me preparaba un desayuno frutal, de hecho, recogía las frutas que nacían en el patio y las devoraba sin usar ningún instrumento, que es la mejor forma de comer frutas. Después de una larga ducha y unos minutos en el jacuzzi, abría mi pc y escribía. En ese tiempo, de cuyas dimensiones había perdido toda noción, comencé a logar grandes progresos. No sólo mi escritura fluía con agilidad y buen ritmo, sino que florecían nuevas voces, nuevas formas de expresarme, nuevas inquietudes, nuevas preguntas, de cada una de ellas se desprendían, como una flor que se abre a la luz del sol, múltiples respuestas. Cada vez que re leía sentía una profunda felicidad y la certeza de estar escribiendo algunas páginas en la historia de la literatura, aunque nadie las leyera, ¡querida lectora, que se entienda, eso también es posible con dinero! Alcancé un estado de bienestar nuevo, que jamás había conocido.

Sin embargo, una tarde en que sentí que todo lo que estaba escribiendo (algunos relatos y poemas y el comienzo de una novela) habían llegado a un estado de necesario detenimiento, esa conocida necesidad de “dejar descansar la obra” que todas las artistas experimentamos, me sorprendió un profundo vacío.

Con cierta culpa, como si estuviese rompiendo un juramento tácito auto inflingido, salí a dar una vuelta. Que mi mansión no fuera suficiente, que se me hiciera necesario salir, resultaba una gran frustración. Atravesado el fortificado umbral, me pareció que el mundo se había modificado.

Vi que en la acera de enfrente había una carpa. De nylon, tipo iglú, de color naranja chillón. Vi que, de una de sus cuerdas, pendía algo de ropa lavada que logré reconocer. Sus camisas, sus pantalones. Lo que más se destacaba, junto a la entrada, era un enorme letrero que rezaba: “Te amo, por favor, dejame volver, sos lo más importante que me pasó en la vida, el amor de mi vida” y ese tipo de cosas.

A riesgo de ceder a sus malditos encantos, corrí hacia la puerta. Volví a meterme en mi castillo.

La siguiente noche, empecé a barajar, francamente, la posibilidad de abrirle la puerta, de hacer que todo volviera a ser como antes, mejor, mucho mejor. Amarnos entre los chorros de la fuente, la música de los pájaros, el micro mundo de la casona fortificada. Olvidar su traición, después de todo, a estas alturas, ¿a qué se le puede llamar traición?

Ya había consumido unos tres kilos de café en granos que molía cada mañana, dos de la harina más blanca y suave, todos los langostinos, todos los quesos, todos los licores, todos los frutos de nuestra huerta, ahora mía, todas las delicias a las que, en solitario, accedía. Me decidí a volver a atravesar el umbral. Lo hice silenciosamente, con gran sigilo, con la esperanza de que no me percibiera.

¡Qué sorpresa me llevé! Ya no era una, sino varias las carpas, de muy variados y diversos colores. Todas con una inscripción en la precaria entrada confeccionada con un cierre, en muchos casos enclenque o destrozado. ¡A cuál más entregada! ¡A cuál más amorosa! “Te amo”, una decía. “Te amo con locura”, otra afirmaba con más énfasis. “No nos conocemos, pero estoy segura, si no conociéramos …” “Soy tuya, y si te hiciera mía alcanzaríamos, juntas, … “Busqué la carpa naranja, bien frente a mi puerta, la carpa que había iniciado todo.

No estaba.

Se me aflojaron las piernas, por miedo a desvanecerme, volví a la puerta. Logré abrirla, luego cerrarla a mis espaldas. Inmediatamente me dejé caer, para quedar sentada con la puerta como respaldo.

Me desperté en el mismo lugar. A partir de ese momento, empecé a tener noción del tiempo. Cada mañana me despertaba y, por la ventana de su estudio, buscaba su carpa. Y cada mañana descubría que ya no estaba.

Cada mañana buscaba café, huevo, queso, pan cada mediodía, langostinos, kale, rúcula, especias. Cada siesta me retorcía en la cama, carente ya de la capacidad de proporcionarme placer sexual a mí misma. Cada noche en vela, sin conciliar el sueño, recorría como una zombi mi desolada mansión.

La primera vez que googleé la fecha, era domingo 17 de febrero del 2021, salí apenas consciente, famélica, deseosa de verla para saciar todas mis hambres y sedes. Mi torpeza las despertó a todas, que comenzaron a salir de sus carpas. Avanzaban hacia mí llenas de juramentos, amores eternos, placeres insospechados, cuando descubrieron que la puerta no estaba cerrada, interrumpieron todas las promesas y todos los rezos. Entraron llenas de exclamaciones, saltaron a la piscina, pusieron en marcha el equipo de audio, encendieron el televisor, treparon a los árboles, se zambulleron en la cama.

Atiné a ir hacia su apartamento. Hice sonar el timbre. Tardó unos minutos, finalmente oí: “¿quién es?”

– Yo – respondí enfatizando mi propio tono de voz.

Oí que apoyaba el auricular.

Pasé la noche en el umbral de la puerta. De uno de mis bolsillos saqué mi pequeño block de notas. Escribí:

“Te amo, por favor déjame entrar, quiero volver a tu vida”, agregué porque me pareció medio poético. Como no tenía carpa, me recosté en la vereda sobre mi hombro izquierdo, el cartel lo coloqué sobre el derecho, para que, cuando ella saliera a buscar el pan, lo leyera.

A la mañana siguiente, la del 301 me despertó al intentar evadirme, cuando volvió con su primera compra de la mañana hizo un chistido de queja. Me levanté tapándome la cara, para que no me reconociera.

Crucé hacia la vereda de enfrente.

Me senté a esperarla, hasta verla pasar. Miraba hacia su ventana, pero no veía movimientos.

Después del mediodía, salió con el pelo despeinado, las mejillas ruborosas, a su lado, había una mujer joven, en medio de la caminata, se detuvieron, para besarse. Luego continuaron de la mano. Volvieron con algo de pan, comiéndolo en la vereda, entre risas.

¿Me habría visto y estaría exagerando su felicidad para que yo me muriera de celos?

Me metí entre las dos. Las separé con todas mis fuerzas. ¿Quién sos puta de mierda? Le escupí a la desconocida empujándola con mis brazos y mis pechos abundantes. Desde el suelo, la pobre vio el beso que me plantó. Un beso que descalificaba a todos los besos anteriores y a todas las amantes. El beso más verdadero y absoluto.

La extraña se arrastró humillada, y se alejó corriendo.

Sin destrabar el beso, caminamos hacia mi mansión.

Habían desaparecido todas las carpas. Puse las llaves, destrabé el cerrojo y cerramos tras de nosotras la pesada puerta.

– Dejáme a mí, mi amor – hice un gesto para que me dejara manejar el negocio cuando se acercaron algunas usurpadoras.

– Soy la dueña de la casa – les dije a la bellas mujeres que se acercaban al oír la puerta que se había agitado como el puente de un antiguo castillo.

– ¿Y?

– ¡Que se tienen que ir, que es nuestra casa! – gritó mi amada, que ya había perdido los estribos.

– ¿Cuántas son? – pregunté, conciliadora.

– Diez. Diez mujeres – clarificó.

– Genial, no queremos complicarnos la vida con demandas, abogados, boludeces de esas. Todo bien, se quedan, pero nosotras vamos al ala central.

– ¿Qué carajo es el ala central? – espetó una de las usurpadoras que parecía tener rango de líder.

– El dormitorio, el baño, el jacuzzi, que están en el fondo del patio, eso pasa a ser sólo nuestro, lo demás, lo compartimos. Nos ahorramos todas las boludeces.

Algunas tardes, después de abandonar nuestra cama, ella va hacia la piscina, se sumerge, sale con sus pezones firmes. Entonces, yo corro hacia ella, las echo a todas, amenazo, les recuerdo que es mi casa.

Entonces ella me planta un beso, trabadas en el mismo beso, volvemos a nuestra cama blanca.

Ya no me importa quién me ama, ni quién la ama a ella, después de todo ¿qué significa eso? Jamás le pregunto cómo se siente, ni si desea modificar algo. Ni mucho menos le recuerdo que si no fuera por la casa, ella no estaría a mi lado. ¿Qué me importa?

Poner en duda esta vida, este patio, esta casa, estos animales, estas mujeres, ponerla en duda a ella, sería el peor error de mi vida, una deuda imposible de saldar.

Ya lo dije, querida lectora, yo bien sé el final de esta historia.

BV

BV presenta su libro en Montevideo, ¡no puedo creerlo! Ya lo leí (lo compré durante una visita a Buenos Aires) claramente, no logra resolver el meollo del asunto, el viejo dilema. Logre captar su atención, le envié algunos correos, cuestionando las muchas premisas y pocas conclusiones de su exitoso libro. Sin embargo, no obtuve respuesta. Yo soy una completa desconocida autora uruguaya, sin embargo ella es BV.

Quiero tener una buena noche de viernes, habrá mujeres hermosas, tengo sed, hay luna llena, hace calor.

Miro al espejo, digo: ¡BV presenta su libro en Montevideo, no puedo creerlo!, para ver si me sale bien idolatrar a BV.

Me ducho, me visto, me agito el pelo, uso remera escotada y una camisa por encima. Salgo, tarde, porque no hay nada más aburrido que las presentaciones de libro, la esperanza es lo primero que se pierde cuando una es adulta y ya ha visto tanto. ¿Por qué, a los 53 años, el 23 de marzo del 2019, encontraría, por primera vez en la vida, una presentación de libro divertida? Lo entretenido, en el mejor de los casos, es lo que ocurre después y eso, hay que decirlo, depende de una.

Llego. Solo queda una silla disponible adelante y al centro, frente a BV. ¿Cómo será el aliento de BV? Me siento simulando discreción.

Noto que le corto el discurso. Miro hacia abajo, como acomodando algo, los zapatos, el cuello, juego con el lóbulo de mi oreja, luego la miro a los ojos.

Olvida de qué estaba hablando y lo confiesa simulando espontaneidad. Algunas jovencitas de pelo corto a la garcon le hacen acuerdo solícitas. “El capitalismo, la monogamia, la de construcción …”

Sostengo la mirada en sus ojos y ella la sostiene en los míos. Está claro que me reconoce, que sabe que yo soy esa a quien no respondió, la de la fotito del Gmail. El ejemplar que tiene en su mano derecha comienza un pequeño movimiento rítmico, debido a la aceleración de su pulso. Lo deja sobre la mesa, se acaricia la nuca.

Yo puedo desnudarla frente a todas las chicas del pelo corto a la garcon. Supongo que eso es sexy, ¿no?, querida lectora, ¿tú qué piensas, no es sexy? Tengo perfectamente claro que su pequeña obra no logra responder a la pregunta clave, y, lo que es peor aún, que la palabra “poligamia” está en el título del libro para garantizar la venta de algunos cientos de ejemplares, ya que en ningún pasaje del libro, la muy cobarde, se anima a mentir tanto como para, en verdad, abordar el asunto que esa palabra refiere y proponer una respuesta mentirosa a la pregunta que llevamos siglos esperando. Bastaría esa pregunta para arruinar el montaje.

Su ponencia, lejos de deslumbrarme, me decepciona, y su corporalidad, más aún, es demasiado grande. Hay luna llena, ya di el primer paso, corre una leve brisa de verano, el parque está cerca.

No voy hacia ella, y, por ser la única, la única que no va hacia ella, , quizás por eso, ella viene hacia mí.

– ¡Nunca en mi vida había leído un libro tan valiente, ni siquiera uno escrito por mí! – Le digo con un sarcasmo imposible de devolver.

La fotógrafa del evento se agacha ante nosotras y dispara varias veces. Luego se tira al suelo. Dispara varias más. Atina a responder, mirando a la cámara:

– Gracias, en verdad – con acento catalán. Me planta un beso en la mejilla derecha y otro en la izquierda, para que quede registro de un saludo cordial como tantos que la autora ha recibido en la brillante noche. Ya le sentí el aliento.

Pedí una cerveza. Le di de mi propio vaso. Ella intentó pedir otra, pero, por algún motivo, la suya no llegó a sus manos, sino solo la mía. Le ofrecí compartir el vaso. Esa osadía la desbordó. Aceptó con un movimiento grácil, dejándose aplacar.

Después me dijo que no entendí, pero sí volví a escuchar la palabra poliamor.

Exploté de risa, no pude evitarlo. Echadas las cartas, la única opción era reírnos juntas por el cinismo, las altas ventas, el look, las chicas inciátias.

Quedó despistada. Fue valiente:

– ¿De qué te ríes? – interrogó.

Aprecio suficiente a BV para darle una respuesta cierta, ha hecho un gran trabajo, aunque no sea certero, es justo decir que ha aportado algo a la cuestión. La música está alta, me dan ganas de irme a casa, mirar la luna por la ventana. Presiento que no vale la pena.

– ¿De qué te ríes?, insiste

No respondo. ¿Tú, querida lectora, tú qué le habrías dicho?

Me doy media vuelta, enfilo por la calle Durazno hacia mi casa. Ella viene atrás. Me toma del hombro. Me doy vuelta bruscamente, la beso en la boca que se abre con suavidad pero sin resistencia. Siento su cuerpo ablandarse entre mis brazos y mi pecho, su aliento, su piel húmeda.

Me gusta que no conozca el camino, la conduzco hasta mi casa. Es rara mi casa, ¡hay que ver! Logra subir la escalera marinera que da hacia mi cama. Soy muy suave, tierna, me dedico mucho a ella, se le va el cinismo. Me mira con sinceridad. La luna tiene dibujos nuevos, se levanta una brisa. Gime, grita, el placer la sorprende, me aprieta contra su pecho, como queriendo retenerme, ese gesto tan natural, tan propio, auténtico. Sigue miróndome mientras recobra el aliento. Su sonrisa dibuja la pregunta que balbucea:

– ¿Qué está pasando?

No respondo – ¿Amor? -Pregunto.

Empieza a amanecer, le ofrezco café. Quiero quedarme sola en la cama, ha llegado ese momento del amor, quedarse sola, recordar la noche, bajar el hervor. Ella no me defrauda. Perceptiva apura el café. Se despide.

La tarde siguiente suena el tono de llamada. Número desconocido.

– Le he pedido tu número a … espero no te moleste …

Le digo que esta noche no, que quiero estar en mi casa, con mis animales, escribir.

– Ya es mi última noche, mañana vuelvo a Barcelona.

– Que tengas un buen viaje

– Buen viaje, grita Déborah desde su lado de la cama, te admiro mucho, Ojalá algún día nosotras, … Barcelona.

– Me cortó – le explico a la bella Déborah.

– ¿Qué le pasa?

– Qué sé yo.

Semanas después encendemos la pantalla. Miramos una ponencia que el equipo de producción editorial de BV ha subido recientemente a las redes. Es en Barcelona, y aún tiene muy pocas visitas. Me sorprende. Tiene unos cuantos kilos menos. Sonríe con dificultad, casi parece que ha sufrido una lesión cerebral.

La coordinadora de la ponencia le pregunta, indaga, de construcción, poligamia. Pero ha olvidado todas esas palabras. Ya no sabe qué significan.

Mira a la cámara, como si supiera que yo estoy aquí. Llora sin disimulo.

– Lo siento, estoy escribiendo un nuevo libro, ya no me apetece hablar de poligamia.

– ¿De qué tratará? – indaga la coordinadora de la mesa, intentando salvar, como es propio de ella, el evento .

BV se retira, de la mano de una asistente. Las chicas de pelo corto a la garcon murmuran. La ponencia pierde toda la gracia. ¡Que vuelva, que vuelva BV, que hemos venido a verla a ella, hostia!

– ¿Qué le pasa? – Pregunta Déborah, con franca sorpresa. – ¿Estará enferma?

– Qué sé yo.

Déborah va hacia el baño, conversa con alegría desde el wc con la puerta abierta.

Me siento vagamente culpable. Si yo no le pregunté nada, reflexiono.

– BV re aparece, con delay, en la pantalla, responde a la mesa y a su inocente y entusiasta audiencia: Será una historia de amor, sin rodeos.

La tribuna de chicas aúlla como un coro de lobas de Transilvania.

Déborah vuelve hacia la cama. Me pregunta: ¿de qué te reís?

-¿Qué?

– ¿Que de qué te reís?

– No sé, ¿me estoy riendo?

-Sí, boluda, te estás riendo.

– No sé, parece que se enamoró, no?

– ¡Parece que te la levantaste, eso parece! ¡Parece que te levantaste a la BV cuando fuiste, sin invitarme, a la presentación del libro de mierda ese!

Me doy cuenta de que tendré un fin de semana agitado de final incierto.

Actrices

– ¿Y por qué no puedo ser yo?

– Porque vos no sos actriz.

– Y qué tiene que ver, si tengo que hacerte el amor, ni siquiera tengo que actuar.

– ¡No es una película porno! ¡No tenés que actuar sólo de hacerme el amor, tenés que hacer otras cosas!

– ¿Qué otras cosas?

– Pila, discutir, pensar cosas …

– Eso yo lo sé hacer mejor que la pelotuda esa, con vos, ni siquiera tengo que actuar…

– No es lo mismo si está la casa llena de cámaras y luces …

– Sabés que no me intimidan nada ni las cámaras ni las luces …

– Es que a la directora le parece mejor ella.

– ¿Y a vos, qué te parece?

– Ella es la directora.

– Pero es tu amiga, y las actrices tienen que sentirse cómodas ¿no sería importante transmitirle que, si tenés que hacer el amor en cámaras, preferirías hacerlo conmigo?

– …

– Incluso, que sería un aporte para la película, porque nosotras lo haríamos mucho mejor, de una forma quizás menos previsible, más innovadora.

– …

– Si alguna directora medianamente decente trajera las cámaras a esta casa y nos filmara a nosotras, obtendría el mejor material …

– No se trata de eso …

– No, claro que no se trata de eso, se trata de tu falta de ovarios.

– La directora es ella.

– Es lo que dicen los empleados que te mandan a otro sector, para no tener que hacer nada. La directora no es ninguna entidad irrevocable.

– La actriz tiene otra cosa, no sé, es más apropiada para la cámara.

– ¿Y cómo vas a hacer el amor con ella si no te seduce? Dos posibilidades: o la película sale peor de lo que ya pinta, o vos querés hacer el amor con ella.

– No quiero hacer el amor con ella.

– Entonces querés hacer el amor conmigo, pero que la cámara te filme con ella.

– Bueno, eso podría ser.

– ¿Te das cuenta que entonces, esa película no va a tener nada de innovador, va a ser una basura, una película de mierda, como tantas?

– Eso lo decís porque estás celosa.

– Estaré celosa, pero para el cine sería mucho mejor. La mejor escena de amor sería la de una cámara que se pusiera arriba de nuestra cama.

– ¿Y cómo manejamos la escena?

– ¿Cómo la escena?

– Los movimientos, si vos te movés para allá, la cámara se tiene que mover.

– No tengo problema en hacerlo en un circulito.

– En una cama redonda, ¿decís?

– Cuadrada o triangular, también.

– Lo que pasa que ella es la directora…

– Eso ya te lo respondí.

– Yo no puedo pasar por encima …

– Sí, podés, porque no te paga, sos honoraria.

– No puedo, qué se yo, es mi amiga.

– Vos le llamas así.

– ¿Y vos cómo le llamarías?

– Yegua, manipuladora, destructora,

– No hables así de mi amiga.

– No es tu amiga, fue tu amante, es alguien que te quiere cagar, y alguien que te quiere cagar, no es tu amiga.

– Sos vos la que no puede modificar los afectos, ahora es mi amiga.

– Ella tampoco puede modificarlos, porque evita que recibas amor de otra.

– Ella nunca estuvo realmente interesada en el amor conmigo, nada que ver.

– Nunca pudo, que no es lo mismo.

– ¿Cómo que nunca pudo?

– Nuna pudo amarte, no es un mérito, es una minusvalía. ¿Tuvo hijos con un hombre, no? Vos vivías en el cuarto del fondo, todo bien, muy cabeza abierta, pero ¿no te parece una forma de postergación, un ninguneo?

– Yo no tenía un mango, no tenía dónde vivir, ella me dio un lugar.

– Por eso mismo.

– ¿Cómo por eso mismo?

– Como no tenías casa, eras más útil para ella, estabas ahí, le hacías de niñera.

– Nada que ver

– Eso lo decís porque estás perdiendo el hilo.

– ¿Qué hilo?

– De la conversación.

– ¿Qué conversación?

– Ésta, ¿me estás jodiendo?

– …

– Dale, pensá …

– …

– Pensá, pensá, te dejo …

– ¿No tenemos hambre?

– Yo no, estoy bien.

– Pero yo sí.

– ¿Tenés ganas de cocinar?

– Capaz …

– Bueno, dale.

– ¿Qué querés?

– No importa, lo que hagas me lo como. Siempre es rico.

– ¿Decís?

– Sabes que sí.

– ¿Una tortilla de espinaca?

– Una de las cosas que más me revienta de la película es que la escena sea en la cocina.

– …

– Y que esté sentada encima de la mesada, no deja de ser un cliché re berreta.

– …

– Patético.

– …

– Ningún aporte. Claro, que para clichés, nunca falta público.

– Capaz que ganamos guita, y ahí la repartimos.

– Guita no van a ganar, mucho menos vos, y si le ganaran, no te la darían.

– También puedo ponerle lentejas.

– Genial

– Y cebolla.

– Dale, ¿le podés poner morrón, si querés voy a comprar?

– Dale, porque no tengo.

– ¿Necesitamos alguna otra cosa?

– Creo que no, a ver …

– …

– Ah, si, ya sé: queso parmesano, ah, me faltan huevos, y me había olvidado de la cebolla.

– Dale

– Te hago una lista.

– Dale.

– ½ doc huevos,/queso parmesano 330 gr aprox, en trozo, igual lo rallamos/ 1 l leche descremada fresca, que es más barata/1 kilo de harina, ½ k de cebolla, aprox. 1 litro de Sandy o bourbon.

– Bueno, llevo esta bolsa.

– Claro, mi amor, dame un beso.

– Te amo.

– ¡No me amás un carajo y te vas a la puta madre que te parió! ¿De verdad creías que iba a ir con tu listita a comprar las cosas para comer con vos. ¡Te vas a la mierda!

La poca gente con la que hablaba por, zoom, whats app, Skype y algunos mínimos encuentros personales, me tomaba por loca. Esa clase de locura grave, en la que una luce muy sólida, no hay señas de consumo de sustancias, temblores ni urticaria, pero basta una frase, incluso una palabra, para dar cuenta de que se está completamente fuera de la realidad. Pasé todo el año 2020 confundiéndolo con el año 1980. Mi conversación era coherente, hablaba de la realidad nacional, la pandemia, de lo que hablaba todo el mundo, y de repente decía “mil novecientos ochenta”. Fuera quien fuera mi interlocutora quedaba perpleja. A veces escribía las fecha y el mes exacto, y después, en vez de 2020 encajaba 1980. Me moría de vergüenza, ¡era una confusión de cuarenta años! Cuando era una conversación a distancia, incluso sin cámara de por medio, percibía en las pequeñas líneas de respuesta, en el ritmo, o incluso en la pantallita en blanco, la perplejidad que había del otro lado del aparato.

A estas alturas, marzo del 2021, sigo poniendo la fecha exacta, esta vez con un error de 41 años. Hoy para mí es nueve de marzo de mil novecientos ochenta, no puedo evitarlo, es así como me siento

¿En qué se parecen estos dos años tan lejanos en el tiempo?

Hice la escuela, desde 1973 hasta 1978 en el colegio Latinoamericano, que tenía una propuesta educativa muy abierta, laxa, crítica, de vanguardia. Tenía tres grandes amigas y una mejor amiga. Daniela, Isabel y Virginia eran las grandes amigas y la mejor Valeria. Con Valeria éramos inseparables. Recuerdo una vez que le robé la goma de borrar a un compañero. Me acerqué al banco, le pedí algo que no tenía sobre la mesa y cuando se agachó para buscarlo en el portafolio aproveché y me la metí en el bolsillo.

Cuando llegué al banco le conté a Valeria, que se sentaba conmigo, porque en ese colegio uno podía elegir cada día donde se sentaba y yo siempre elegía sentarme con Valeria:

– Le robé la goma a Raúl, tomá.

– Gracias. Ta bien, igual él es un sorete a mí ya me afanó pila de lápices.

Pero, de repente aparece Raúl en nuestro banco y dice:

– Me afanaron la goma.

– Nosotras no fuimos – ¡qué venís acá, nosotras no tenemos nada que ver!

– Si, recién Elena cuando fue a pedirme …

– ¡Nada que ver mijo! – inquirió mi amiga con las manos abajo del banco.

– A ver mostrame la goma, la tenés ahí – insiste Raúl. Yo calladita.

Valera extiende una goma completamente distinta a la que yo había robado. Raúl se pone colorado, se da vuelta cabizbajo y se va a su banco. Mientras le insistía a Raúl que no le habíamos robado la goma, la había roto con las uñas para que no se pudiera reconocer. ¡Qué amigaza!

Cuando Valeria faltaba, se sentía re mal estar en el colegio.

En 1978, a mitad de año, mi familia se mudó a Melo, allí la escuela era una tortura, realmente no se me ocurre una mejor manera de adjetivarla. El contraste entre el Latino y la escuela número 2 de Melo, en plena dictadura fue bestial.

Mientras en el Latino se celebraba y se defendía la diferencia, en la escuela 2 de Melo se la despreciaba. Recuerdo a la maestra Ethel, de cuarto año, de quien, lamentablemente tuve que despedirme antes de terminar 1978. El año arrancó con tres compañeros nuevos que venían de otra institución con el famoso mote de “problemas de aprendizaje” y mala conducta”. Debo admitir que, cuando los vi por primera vez, pensé que eran retrasados mentales y los tres bastantes grandes y violentos. Ethel logró, además de mantener la clase en orden y enseñar con excelencia y amor a todos, que esos tres chiquilines experimentaran en unos siete meses una increíble transformación. Una transformación que no se reflejaba únicamente en su manera de comprender un texto o un problema matemático, sino también en su manera de hablar, en su manera de vestir, su apariencia y su peinado. En su manera de defenderse en todos los flancos de la vida. Una diferencia completa en su manera de estar en el mundo.

En contraposición, en la escuela número 2, ¿cómo olvidarlo? Daniel era un niño muy pobre. Vestía su túnica blanca muy manchada, su moña era un retazo azul deforme, apenas tenía calzado, jamás lo vi abrigado. Nunca comprendí si no le crecía el pelo o si su madre se lo cortaba al ras para evitar parásitos. Tenía una cicatriz y una abolladura en el cráneo. Era la persona más buena del mundo. Nadie hablaba con él, no hacían más que burlarse. Cuando el maestro lo hacía pasar al frente, no podía responder a las cuestiones más básicas de quinto año de primaria de 1979, que ya de por sí formaban un cuerpo de conceptos símbolos y signos, groseramente básico. Si hablaba se equivocaba, si callaba también. Una tarde el maestro descargó su furia sobre el pobre Daniel. Irritado, le sacudió la silla, más o menos con la misma fuerza que se la sacudiría a cualquier otro niño, pero Daniel era demasiado liviano y cayó al suelo. –¡Levantese! – gritó el maestro, como si Daniel se hubiera lanzado al suelo intencionalmente. Pero Daniel no pudo pararse. Así que el maestro se agachó y lo agarró y volvió a ponerlo sobre la silla como si fuera un muñeco viejo cuyo dueño fuera un niño rico y maleducado.

Una tarde el maestro le comentó a la clase que tenía una buena noticia que el padre de Daniel lo necesitaba en las tareas del campo: ¡Daniel dejaría la escuela!

Casi toda la clase, menos yo y algunas más, festejaron a gritos.

El pobre Daniel rompió en un llanto al que nadie acudió.

Pero en Melo yo jugaba en la calle. Iba por la mañana a clase, salía cerca de las 12. Almorzaba. Hacía los debes sin importarme cómo. Si me equivocaba en algo, nadie lo advertía, lo importante era hacerlos. Después dormitaba un rato. A la hora que todos (incluso los que iban de tarde) ya habían salido de la escuela, íbamos a jugar a la calle. Jugábamos a lo que fuera. Correr, andar en bicicleta, escondernos, tocarles el timbre a los vecinos, rogarle chocolates al almacenero, y todas esas cosas geniales, siempre entre perros, gatos y gallinas.

Cuando mis amigos del barrio habían compensado el martirio de la escuela, cuando todo empezaba a estar en su sitio. Cuando ya había reconocido a quién temer y a quién pedir auxilio, tuvimos que volver a Montevideo.

Mi padre ya estaba en la capital. Mi madre con nosotras en la casa de Melo aprontando la mudanza. Fue tan eficaz y ordenada, o al menos así lo fueron sus empleados, que todo estuvo pronto antes de tiempo. Así que no tuve tiempo de despedirme de mis amigos. Arrancamos, y listo.

Cuando llegué a Montevideo, en 1980, lo único bueno fue que estaba por terminar la dictadura. Lo malo, que empecé a menstruar, no estaba Valeria, ni su hermana, ni una amiga de la hermana de la cual yo, más o menos a los cinco años, me había enamorado perdidamente.

Valeria se había cambiado al Yavne, Daniela estaba irreconocible, Virginia era una adolescente boba siempre sonriente, Isabel estaba en otra clase y me había retirado el saludo. Existía algo muy importante que se llamaba moda que yo no tenía la menor idea para qué servía. Tener un pantalón sin la etiqueta Levis significaba el destierro. Y yo nunca tenía un pantalón Levis.

Fue el año más triste de mi vida.

Mi padre tenía ataques de pánico. Llegó a estar convencido de que estaba enfermo y desauciado, sin motivo aparente y a pesar de ser médico. Comenzó una terapia, pero su terapeuta se suicidó.

Después está el 2020, el año pasado, que es igual a éste. Pasar de un gobierno frenteamplista a un gobierno blanco, fue arrancar el año con bastante tristeza y malos pre sentimientos que no sólo fueron confirmándose, sino que se superaron con amplitud. Otro año de resistencia. Como todas las que hayan vivido en esa época del mundo recordarán, el 13 de marzo de ese año, fue anunciada la “situación de emergencia sanitaria”. Una pandemia, una peste, me sonaba a algo bíblico, que mis hijos no pudieran comenzar sus clases, interactuar persona a persona con sus compañeros, me pareció desolador.

Más o menos en esas mismas fechas, el 14 ó 15 de marzo, no más, la mujer con quien yo compartía mi vida y de la cual estaba enamorada apareció extraña. La noté con una vestimenta aniñada, el rostro culposo. Triste, descolocada, con pocas ganas de decir algo. Me di cuenta de que había estado con alguien y que eso la había afectado. Ahora estaba afectándome a mí. Claro que nuestra relación ya se estaba viniendo a pique por varias cosas. Ninguna provocaba que dejara de amarla, pero sí me emitía esa señal de que debía alejarme, una señal de peligro, la voz de la consciencia que me decía “esto no va a ningún lado ya es más el dolor que el placer, ya se ha roto ese fino equilibrio”.

En un primer momento, teniendo en cuenta nuestra relación muy abierta y libre, me pareció mejor no comentarla nada, alejarme silenciosamente. Pero no me fue posible, ya que ella me llamaba para encontrarnos. Algunas veces acepté y fueron las últimas veces que la vi.

Una noche de viernes 3 de enero de 1980 salía de ver una película en Cinemateca, ya en el bus de vuelta, cuando recordé encender el celular vi que tenía mensajes de ella.

– Mi amor, ¿tenés planes?

– Estoy saliendo del cine.

– Estamos en El Tinkal, veníte.

– ¿Con quién estás?

Me envió una fotografía en la que se la veía en la mesa del bar, junto a cuatro de sus amigas, que yo bien conocía, las cuatro levantando jarros de cerveza hacia la cámara. Caí en la tentación.

– Estoy en el 117, en 15 aprox estoy ahí.

Cuando entré me recibieron con exclamaciones, uno de los jarros cayó al suelo. Un mozo molesto vino a barrer el vidrio y limpiar el piso. Dos que se habían sumado a la reunión después de tomada la foto salieron del baño frotándose la nariz.

Como siempre, ella no se paró de su silla para recibirme, ni nadie me dejó el lugar a su lado. Me senté a unos metros de ella, cercada por sus amigas, de las cuales tres habían sido, antaño, amantes suyas.

Surgió una conversación acerca del amor. Una de sus amigas le dijo:

– Vos porque estás enamorada pero si no estuvieras enamorada …

– ¡Yo no estoy enamorada! – interrumpió a voz en grito.

Me levanté para ir al baño, me saqué una chaqueta. Oí su risa burlona cuando me alejaba. Como una zombi, volví a la desvencijada silla. Bebí algo de la cerveza que venía quedando.

Apareció Pili, que también fue recibido con aclamaciones. La muy pésima persona que era la mujer de la que yo estaba enamorada, se hizo la sorprendida. Me di cuenta que, así como me había llamado a mí para que me sumara, también la había llamado a ella con el mismo objetivo. La conversación sobre el amor continuó.

Cuando los mozos comenzaron a levantar las mesas, surgió la clásica pregunta, dónde la seguiríamos. En lo de Pichu, en lo de Pachi o quizás en la casa de la estúpida de la que yo estoy enamorada. Yo dije que me iba a mi casa. Ella dijo que entonces la seguíamos en su casa, como para, un poquito, respetarme, me preguntó:

– ¿Si la seguimos en casa te quedás? Reflexioné: más o menos al amanecer la fiesta, de la cual yo no participaría, llegaría a su fin. Yo me despertaría una o dos horas después, muerta de ganas de besarla, hacerle el desayuno, salir a pasear por el parque, pero ella dormiría hasta el mediodía y no podría moverse de la cama hasta la noche. Yo no necesitaba que se moviera de la cama, podía hacerle el amor más o menos a las dos de la tarde, pero como ella había declarado que no estaba enamorada, se me habían ido todas las ganas. Respondí que sí, por decir algo.

Pagamos, enfilamos a la calle. El grupo iba hablando en voz alta, desperdigado entre dos aceras y el medio de la calle.

En determinado momento me desvié. Me fui para mi casa. Moría de ganas de estar conmigo misma.

Al día siguiente me envió un mensaje desde mi puerta, insistiendo en que la dejara entrar para que habláramos. Le respondí que no tenía ningún deseo de verla ni de hablar.

Ni deseos ni motivos – escribí en un último mensaje más definitivo.

Una tarde de marzo de 1980 me escribió para encontrarnos. Hacer unos mandados juntas. Acepté. Apareció, a sus cincuenta años, vistiendo un pequeño short de jean, unos botines muy tomboy una camisa de jean. A su clásica mirada sobradora, como por arriba del hombro, se había sumado una sonrisa fingida y un andar digno de alguien de dieciséis años, que aún no se había dado cuenta que el mundo no es lo que parece.

Hice los mandados con ella. Compramos tapabocas y alcohol en gel. Nos probamos los tapabocas. Era muy raro pensar que, desde esa fecha, teníamos que ir a todos lados con esa cosa puesta en nuestras caras. Me dijo de ir a su casa. No acepté.

En vistas de que me siguió llamando, decidí decirle que, claramente lo nuestro había terminado, que no había por qué andar haciendo de cuentas que todo estaba bien y que era mejor que no nos viéramos.

Lloró y me dijo que me amaba, y yo que no, que me lo decía porque la estaba dejando y ella odia que la dejen. Una sonrisita húmeda, pero socarrona, me dio la razón.

Pasé un año sin verla y viendo a muy poca gente, porque vino la famosa pandemia, ese virus que se esparcía por el mundo y hasta se daba el lujo de matar gente.

Durante 1980 no vi a Valeria. Recordaba el número de teléfono de su casa. Todas las tardes llamaba, oía su voz y apoyaba el auricular.

Pasé todo el 2020 evitando cruzarme con J, sin dejar de extrañarla. Como vivíamos a pocas cuadras, empecé a hacer la compra en diferente feria, diferente farmacia, diferente vinería. Si me cruzaba con ella, corría el riesgo de que volviera a burlarse de mí. Después de 1980, el 2020 fue el año más tristes de mi vida.

En enero del 2021 me la crucé en la calle, por casualidad. Me abrazó con fuerza, sentí cómo su cuerpo se ablandaba entre mis brazos. Intenté separarla un poco, porque quise ser fuerte y dura, ser adultano dejarla jugar conmigo. La tomé por los hombros, la señaré y la miré a los ojos. Como siempre, ella no miró a los míos. Lloraba a moco tendido, le temblaba el labio inferior.

Reincidí. Una tarde le envié un whats app. Nos encontramos esa misma noche. Me propuso ir al Tinkal, dije que sí. Recién cuando traspasé la puerta, me di cuenta que en ese mismo lugar se había burlado de mí, hacía más o menos un año.

Ella ya no lloraba, estaba alegre. Tenía el mentón levantado, y me miraba de ese modo, sobrándome, como una adolescente que decide torturar a la boba de la clase.

Intenté acariciarla, mirarla a los ojos, preguntarle ¿ey, sos vos? ¿Esta es una de esas noches en la que la otra J, la que temblaba en mis brazos, la que sudaba conmigo en una cama hundida, la que gritaba su orgasmo en mi oído y mojaba mis dedos, ésta es una de esas noches en la que esa no está?

Pero ella no miraba.

Una vez más se estaba burlando de mí.

Me fui sin despedirme. Sigo yendo a otro Abitab, otro cajero automático, ningún boliche, ningún teatro, ningún cine para estar a salvo de ella.

El 2021 se parece a 1980 por la tristeza, por la burla y por el desprecio. Hoy es 27 de marzo de 1980.

Me casé por segunda vez cuando mi hija estaba por cumplir sus quince años. Lo recuerdo perfectamente porque todo el mundo me decía: “¡Ay, la agarrás justo cuando arranca la adolescencia!”. Yo odiaba escuchar eso y la verdad es que terminó siendo ella quien, de algún modo “me agarró” a mí, quizás era eso lo que querían decir mis amigos y consejeros y solo se expresaban mal. Por supuesto, ella reprobaba salvajemente aquella unión. Durante los primeros meses la recuerdo forzar su sonrisa en la cena y los desayunos que compartíamos con mi flamante esposa Lucía, pero apenas yo le desviaba la mirada podía percibir en ella un gesto de profundo odio. Hizo todo lo posible por destruir la relación.

Lamentablemente y quizás por su junventud (cargaba diez años menos que yo) Lucía entró en el juego de miradas furtivas y estrategias de separación, las suyas, obviamente, con el destino opuesto, es decir, con la intención de separar a mi hija de mí.

Fue el momento más duro de mi vida, no se lo deseo a nadie, a pesar de las duras circunstancias externas, no puedo achacármelo más que a mí misma.

La situación se tornó insoportable. Perdí mi centro. Sabía que amaba y quería cuidar a mi hija, pero también que yo tenía derecho a ser feliz. No podría decir que permití que mi hija consiguiere romper la relación, porque no es así como fueron las cosas. Pero sí puedo decir que durante aquellos años la presión que había en el interior de mi casa sumada a la que venía desde el exterior, requerían de mi esposa una ética, una sabiduría y una destreza tan elevadas que, en eso sí me equivoqué, era incapaz de alcanzar. Me separé y me divorcié de ella por eso. Su falta de sentido común, sus comentarios entre dientes sobre mi hija, la saña con la que se tomó el asunto, enfocándose en el odio hacia ella, fue fulminante para nuestra unión. Pedí el divorcio y podría decirse que la eché de casa.

Una cosa sí puedo decir de mí misma, yo fui capaz, yo sostuve todos mis esfuerzos por armonizar, no dañar a nadie y asumí todas las consecuencias de mis acciones. Creí fugazmente en el amor, el amor de mi esposa a mí, mío hacia mi hija, de mi hija hacia mí, en fin, el amor. Cuando el velo se movió por el fuerte viento, yo asumí cabalmente las consecuencias.

Cuando digo presión que venía del exterior, no me refiero solo a la evidente dificultad de ser una pareja de mujeres criando a una hembra adolescente, en este mundo, sino al agregado que constituía su padre (que, por mucho, querida lectora, que puedas pensar que viene a ser lo mismo, no es tan así, porque ese padre es un capítulo aparte). Junto con su padre, generaron una profunda complicidad, ejecutaron con fría pasión, una estrategia compleja, difícil de advertir por aquellos tiempos. Por aquellos tiempos yo quería que solo empezaba a alejarse de la profunda admiración que siempre había sentido por mí, acción tan común en la adolescencia y que, de forma irreflexiva, se había sentido desplazada por la presencia de Lucía en nuestra casa, en mi vida y en mi corazón. Albergaba la esperanza, y en eso me faltó madurez y sabiduría a mí, de que las cosas se irían acomodando.

Recuerdo una vez en que hubo una discusión en casa. Mi hija se enojó mucho y salió. Imaginé que había ido al parque así que fui hasta allí. La encontré sentada en la fuente andaluza hablando por su teléfono celular. Por lo que pude escuchar, aunque la esperé a la distancia, por respeto a su privacidad, estaba hablando con alguien muy cercano, no era una amiga ni un amigo, ni era alguien de mi familia.

¡Pero no aguanto más … Hasta cuándo! Me costó mucho reconocer aceptar y comprender cabalmente que quien estaba del otro lado era su padre. Me llevó meses comprender que, en aquella conversación, él la incitaba a mantenerse a mi lado simplemente para recabar información en mi contra en el juicio por malos tratos que llevó o llevaron a cabo en el Juzgado de Familia.

Cuando cumplió quince años se fue a vivir con él.

Yo me separé de Lucía.

Estarás pensando, querida lectora, que me quedé completamente sola y que al final me salió todo mal. With no love in my soul and no moeny in my coat.

No estoy de acuerdo. Hice algo en lo que creí, tomé decisiones libres, a pesar de las consecuencias, ese sentimiento, esa libertad que ya nunca perderé, me proporciona una felicidad y una fuerza indescriptible, que sólo conocerás, querida lectora, si alguna vez la has experimentado. Si no lo has hecho, me reprocharás, eso es seguro.

Pensé que el escenario de yo sola y tranquila, relajaría un poco las cosas, que poco a poco, volveríamos a acercarnos mi hija y yo. La invitaba a almorzar a casa, la llevaba a algunos restaurantes. Pero sus visitas se hicieron cada vez más espaciadas hasta que finalmente llegamos a la actualidad. Si la llamo por celular no me atiende. Si le envío un whats app no lo lee. Si lo lee no lo responde. No me llama ni siquiera para mi cumpleaños, cuando la llamo para el de ella, cuelga el auricular. Le envío regalos que no agradece.

Afortunadamente tengo una casa antigua, con patio interior con claraboya y doble altura, todos los ambientes confluyen al patio interior, por lo que son muy versátiles. De los cuatro cuartos, cualquiera se puede usar como cualquier cosa. Consumiendo hasta el fondo el saco de mis magros ahorros mandé hacer entre pisos en cada ambiente. Mi casa quedó con cuatro habitaciones dispuestas en dos niveles. Arriba cama, veladora y no mucho más, abajo, escritorio, ropero, pequeña biblioteca, butaca o sillón auxiliar. Me metí en una de ellas y ofrecí las demás en todas las páginas que estuvieron a mi alcance para ofrecer el resto en alquiler. Eso mejoró mis ingresos de tal modo, que me transformé en una profesional de la literatura, una verdadera escritora, no porque sea buena, sino por el tiempo que le dedico a esta tarea. Por la mañana leo unas tres horas, en la tarde escribo mucho más de lo que jamás lograré editar, luego leo tres horas más. Paseo a mi perra, alimento a mis animales. Veo a mis amigos. Como saludablemente. Así que a veces me siento una reina, digna de envidia, querida lectora, ¿tú qué sentirías?

Natalia llegó desde México. Su propósito en Montevideo era realizar un semestre de su carrera de UNAM en la UDELAR. La atrajo a Montevideo la postal del gobierno frenteamiplista, el Presidente Mujica, la legalización de la marihuana y el matrimonio igualitario. Hacia mi residencia en particular: el patio interior, los gatos, las plantas, la cercanía a su Facultad y a todos los boliches que abundaban en la zona y, por supuesto, yo misma, la dueña de casa. La vi llegar con su mochila por la calle San Salvador, mirando a un lado y otro. A distancia pudo haber sido uruguaya, sin embargo, por su despiste, era extranjera. Le hice señas con la mano mientras bajé Salterain hacia el parque hasta que me viera. Me abrazó como de toda la vida, cuando conseguí mirarla a los ojos, vi que estaban húmedos. Le saqué las cosas que colgaban de sus brazos, todos los elementos anexos a su enorme mochila cuyo peso era, sin dudas, superior al de su propio cuerpo.

Le mostré su habitación. Luego la cocina, el baño, el comedor. Los pequeños detalles, ¿cómo se abre la claraboya? ¿qué es una garrafa de supergas? ¿dónde y cómo se coloca? Compartimos la primera cena, en la que tuve ocasión de conocerla bastante, por no decir mucho. Me di cuenta que venía cargada de esperanzas y buenas intenciones, a la vez que poco sentido de la realidad, una inquietud trémula y una búsqueda de amparo prensil. Me sentí segura y ávida de ser útil a todos esos itinerarios, incluso a aquellos en los que mi rol empezaba a ser desalentarlos. Proporcionarle a esa jovencita, que era más espíritu que carne, una dosis de esperanza justa o al menos con un margen de error muy reducido combinado con un más firme sentido de la realidad, sería una linda labor.

Al día siguiente, a la hora del crepúsculo de una tarde-noche gélida y con signos de tormenta, atravesó el umbral de la puerta de la casa con sus propias llaves, se desparramó en el sillón. Me dijo que se sentía mal, que se había sentido así en clase. Que su corazón latía demasiado, que le dolía el pecho, que no podía respirar. La acompañé a recostarse. Le extendí un té caliente. Le hablé de cualquier cosa. Vi que respiraba bien. Con mi mano hice de cuentas que le tomaba el pulso, comparado con el mío, estaba bien. Me dijo que deseaba llamar a la madre. No recuerdo si alcancé a permitírselo, pero lo hizo. Le di un tiempo para que le relatara a su madre su inminente paro cardio respirtorio. Con toda la prudencia que estuvo a mi alcance, conseguí que me extendiera su celular, para hablar con su madre. Le dije a una madre extremadamente nerviosa que se quedara bien tranquila, que su hija estaba teniendo un ataque de pánico, que respiraba perfectamente y que en menos de una o dos horas estaríamos cenando juntas sin que nada obstruyera el pasaje de alimentos vitamínicos por el ya dilatado esófago de su hija Natalia. Como así sería y, como yo me expresé bien, lo aceptó. Lo comprendió e incluso me contó que una tarde, en México, dentro del metro, le había ocurrido algo así. Me sorprendió que la Facultad de Arquiectura de la UDELAR y el camino por la calle San Salvador pudieran provocar el mismo efecto que un viaje en el subte del DF.

Al día siguiente llegó Alisa, una alemana descomunal, de ojos piel y pelo castaños pero tan aria como Goebels, por su forma de caminar, por su entrecejo y por sus certezas. No salí a esperarla a la puerta. Ella consiguió entrar al pasillo con sus zancadas como si hubiera tirado la puerta abajo o quizás algún vecino que justo salía no se animó a interrogarle hacia dónde se dirigía ni a quién buscaba. La reconocí sin conocerla. Parecía muy experta y resuelta, con sus veinte y pocos años. Una tarde llegó enloquecida, llorando, temblaba de tal modo que imaginé que le habían robado ¿pero quién se atrevería a encarar aquel cuerpo grande y atlético, aquel rostro enjuto. Había perdido la aplicación de su Banco en Alemania y se encontraba imposibilitada de acceder al dinero necesario para sobrevivir en Uruguay. Aún no me había abonado el alquiler. Tardé como una hora en hacerle comprender que no la echaría a la calle, que tendría tiempo de resolver su problema y que, seguramente, lo resolvería. Luego abordamos otros temas, más filosóficos y vitales, finalmente, se tranquilizó.

En pocos días, y antes de la llegada del siguiente huésped, Natalia y Alisa se hicieron entrañables. Desayunaban y cenaban juntas, habían generado un fondo común de alimentos y desarrollaban prolongadas charlas nocturnas en español o inglés y se despedían con un beso de buenas noches antes de irse a sus respectivos dormitorios.

Dos días después llegó Leandro. Me bastó verlo para empezar a quererlo. Brasileño, delgado, con una barbilla medio crecida, una sonrisa delicada y un saludo que casi parecía un rezo. Dijo expresamente con un musical acento carioca, lo mucho que se alegraba de haber llegado a casa y el gran placer que le significaba conocerme en persona, casi todo con la mano derecha sobre su corazón. No tardó en incorporarse al fondo común de alimentos e historias nocturnas de Natalia y Alisa.

La semana siguiente llegó Paulo, otro brasileño. Un homosexual pulcro perfumado y elegante, portador de una barba y una sonrisa de oreja a oreja. Una mañana mi novia y yo habíamos pasado la noche juntas, el oyó nuestros gemidos de placer por la mañana, eso le proporcionó ese precioso bienestar envolvente propio de un ambiente de amor. Fue cuando nos levantamos, ambas, que él nos contó todo lo que le había ocurrido. Nos contó que, cuando volvía de una noche en casa de un amigo al amanecer, fue golpeado y robado. Estaba muy alterado, pero fue firme, valiente y ubicado. Tenía los ojos rojos, pero en ningún momento perdió su buen porte, su sentido común. Más avanzada su estadía me contó que aquella mañana había odiado a este país y se había planteado seriamente la posibilidad de volver a su hermosa Fortaleza en el oceánico y esplendoroso estado de Ceará. Pero aquella mañana mi novia y yo le ofrecimos café, le preparamos un buen desayuno y le hicimos todos los mimos y cuidados para que restableciera su contagiosa sonrisa.

Una tarde en que Natalia ya era una uruguaya más, disfrutaba de ir caminando a su Facultad, tener derecho a llegar un poco tarde, y que no fuera necesario ante poner el título de Arquitecto cuando se dirigía a cada uno de sus profesores, recibió una llamada de su madre. Tuvieron una fuerte discusión. Yo, como siempre, fui discreta, no fui llamada a participar, no había ataque de pánico ni asunto del que yo sintiera que debía ocuparme. Unos días después me contó que la relación con su madre siempre había sido pésima y que, conociéndome a mí, viendo cómo era mi vida, comprendía que su madre era una persona hueca, sin aspiraciones, que no la apoyaba en nada y que lo único que deseaba era que Natalia se recibiera para meterse en una colonia privada de la ciudad de México para criar hijos en el catolicismo junto a un marido sólido y buen hombre. Hice lo posible por hablarle bien de su madre. “No la conocés” me respondió con certeza. “No pienso hablarle más, no quiero saber nada de ella.”

Me sentí extraña, eso era básicamente lo que mi hija, a esas alturas, estaba haciendo conmigo.

Alisa, una tarde en que tuvimos una charla en la terraza, me contó a mí y a Paulo que ella hacía años que ni veía a su madre. Que se había ido a vivir con su padre a los 15 años y que después de eso la había visto muy poco los primeros años y nada los últimos. Sólo habían hablado un poco en ocasión de la muerte de su abuela. Recuerdo que me dijo que yo era una mujer maravillosa, maternal pero discreta, que no invadía ni se metía en sus asuntos. Intenté explicarle que eso ocurría porque yo no era su madre. Pero ella insistió en que no era así, en que ojalá su madre fuera como yo. Paulo dijo que él tampoco se hablaba con su madre desde hacía como tres años y que qué ambiente maravilloso se respiraba en mi casa.

Cuando Leandro subió a colgar la ropa escuchó parte de la conversación y aprovechó para contar que él primero se peleó con su padre, ya que jamás éste había podido aceptar su homosexualidad. Que sus padres estaban separados. Que al principio su madre fue un apoyo, pero que después fue dándose cuenta que el apoyo correspondía más a los cuidados que una madre que quiere sanar a su hijo proporciona, sus cariños iban más dirigidos a devolverlo al buen camino que a dejarlo en paz.

Uno a uno, al terminar el semestre, fueron despidiéndose de mí con lágrimas en los ojos, agradeciendo y afirmando haber vivido una lindísima experiencia “en casa”, así le llamaban ellos. Generalmente nos mantuvimos en contacto y muchos han vuelto de visita en algún otro viaje, además de ofrecerme gustosamente las puertas de su casa, en el caso de que yo deseara viajar a sus ciudades natales.

Ya pasaron varios semestres y años. Todos los muchachos y muchachas que pasaron por mi casa estaban alejados de su madre y completan su estadía en casa felices, sin que haya habido nunca un desencuentro conmigo, y apenas alguna rispidez entre ellos.

No sé si pelearse de tal modo con la madre es algo que se estila ahora, algo que viene con el estilo de vida, o qué.

Quizás, y esto me parece más probable, hay algo que los atrae hacia mí, la misma cosa que expulsa a una hija pero es infaliblemente atractivo para cualquier joven de la misma edad, siempre y cuando no haya nacido de mi vientre, ni haya sido yo quien le cambió los pañales y le ayudó a dar los primeros pasos.

¿Cuál será ese motivo?

Speedy

Te pido disculpas, es que iba por la calle Isla de Flores, y en la esquina de Jackson, donde muere Isla de Flores, o sea, donde vos vivías, me acordé de vos. Miré para tu ventana, vi a Speedy en la cornisa.

Te vi asomarte. Me escondí bajo el toldo de la panadería de la esquina. Me entró un whatsapp.

– ¡Mi amor, por favor, vení, la gata está en la cornisa y no sé cómo sacarla de ahí! – Siempre que me pedías algo me decías “mi amor”.

– Ahora no puedo ir, amor mío– respondo ejecutando una rápida e irónica reconciliación.

– Pero si no venís se cae. ¡Vos me la regalaste!

– ¡Justamente, ahora es tuya, claro que podés, andá! Salvála vos.

Te veo asomarte, pero volvés a desaparecer. Mi celular vuelve vibrar.

– ¡No la alcanzo, vení por favor!

– Mi amor, amor mío, vos podés. ¡Andá!

Otra vez te veo en la ventana. No puedo creerlo. Es la primera vez que me atrevo a darte una orden y la cumplís. Te parás en la cornisa.

Deslizate bien contra la pared, agarrála con la mano derecha y tirála para adentro – te escribo aunque ya no podés leer mi mensaje.

Te deslizás aplastadísima contra la pared, parece que estuvieras pintada ahí arriba o haciendo uno de esos pelotudos ejercicios de yoga que tanto te gustan, amor mío. Agarrás a la gata, la tirás para adentro.

Entonces, después que salvás a la gata te quedás con las manos vacías, y esa soledad te pesa. Te mantenés unos segundos ahí, dilucidando el camino de retorno.

Busco el ángulo adecuado. Me instalo en una casa esquina en la que hay un perro bastante histérico. Tomo aire. Cuando retengo muchos centímetros cúbicos de aire, apunto hacia arriba, te veo, te apunto con mi boca. Soplo con todas mis fuerzas.

Mi aliento te desestabiliza. Se te desbarata una pierna. No tenés de dónde agarrarte.

Tu cuerpo inerte viene hacia mí. Me mirás a los ojos. Un poco me hacés dudar. ¿Extiendo las manos? Si las extiendo, la fuerza del impacto me aplastará. Vos te salvarás, y yo me moriré y yo no merezco morir. «La decisión de Ellen». Tu mirada se agudiza en una angustia húmeda, pronunciás el último “mi amor” pero no te salen más palabras y no podés pedirme “por favor salváme” ¡Si hubises conseguido pronunciar la súplica! ¡Si hubieses pedido perdón! Pero sabés que no merecés que te salve, y por eso se te lengua la traba. Ya siento el pequeño volumen de tu cuerpo trasladando el aire, el vértigo en mis músculos. Doy un paso al costado. Cierro los ojos. Oigo la quebradura de tus huesos, el chapoteo de tus órganos que eran vitales y ya no son. Giro sobre mí misma.

Abro los ojos. Ahora sí emprendo el camino a casa.

Estoy feliz por Speedy. ¿Viste?, yo sabía que podías salvarla.

Cardioversión

Me despertó el primer frío del otoño, a las 7 am. Manoteé mi celular, tú aún no estabas en línea. En tu foto de perfil vi que tenías los ojos cerrados con una sonrisa leve, como la de un sueño agradable. La frase “última vez ayer 23.15”, lucía un trazo fino agrisado borroso. Claramente estabas durmiendo, porque tú duermes bien, en cambio yo me desvelo a cada rato, miro series y películas y hago otras cosas nada aconsejables para conciliar el sueño, pero tú, seguro, duermes plácidamente, te levantas haces ejercicio y desayunas yogures y frutas. Decidí remolonear.

Me despabilé definitivamente unos minutos más tarde, quizás media hora. Tú aún no estabas en línea. En tu foto de perfil me pareció que ya tenías los ojos abiertos y te habías peinado. Quizás ya estabas despierta. Las letras que decían “última vez ayer 23.15” me pareció que estaban un poco más, ¿cómo decirlo? Más curvas, mejor trazadas, ampulosas. Estarías levantando la persiana mirando la salida del sol, la humedad del césped que bordea tu casa, tu casa que yo no conozco pero me la imagino. El hecho de que tú ya estuvieras despierta, me produjo una alegría ansiosa, que decidí aprovechar con la acción de levantarme y comenzar mis actividades de la mañana.

Me preparé un café. Alimenté a los gatos. Puse el café en un vaso con tapa. Dando muestras de un desapego inusitado, dejé el celular sobre mi mesa de trabajo. Saqué a pasear a la perra bebiendo café en un vaso con tapa, la viva imagen de la felicidad urbana, pura mentira, claro está.

El día se presentaba suavemente otoñal, soleado luminoso y una alfombra de hojas amortiguaba mis pasos y los de mi perra. Levanté la vista hacia la brisa mañanera para hacerles creer a mis vecinos que estaba tranquila y feliz. Sonreí y dije “buenos días, buenos días” a un lado y otro. Recogí sus soretitos envueltos en preciosas hojas amarillas que tiré al contenedor. Volví a casa, donde, dando muestras de un gran control de mis sentimientos, (cosa que las personas adultas y bien paradas en la vida ostentamos), no toqué mi celular, fui al baño, oriné, me lavé las manos, y hasta bebí mucha agua de una forma parsimoniosa lenta y abundante, como seguro tú lo haces, porque tú eres bella y saludable.

Casi casi olvidando el asunto de si tú ya estarías en línea o no, abrí la laptop. Empecé a revisar algunas deudas que tenía que pagar. La cuenta del móvil la pagué desde mi caja de ahorro que, después de ese movimiento, quedó vacía. Me hice la sorprendida cuando vi que Tributos Domiciliarios tenía una deuda abultada, me puse a hacer cuentas para resolverme a ir pagando algo, demorando la evidencia de que no había ninguna posibilidad. Porque yo no llego a fin de mes, en cambio tú, tú tienes todas tus cuentas bien ordenadas y pagas todo en fecha, estoy segura. Con todo eso conseguí distraerme unas cinco horas.

Como no queriendo la cosa, levanté mi celular vi que estabas en línea pero inmediatamente saliste. Entonces yo salí e inmediatamente entré y tú estabas en línea pero inmediatamente saliste. Entonces yo también salí y volví más rápido aún y cuando volví vi que tú estabas pero te fuiste en seguida muy rápido. ¡Sos una bandida de aquellas!

No tenía hambre, pero no había comido nada, así que decidí prepararme una ensalada, una ensalada del estilo de las que tú comes cada mediodía. Comí para cuidar mi salud, como cuando tomé el agua y como tú cuidas la tuya.

Levanté el celular, entré al whats app y vi que no estabas en línea, ni tampoco entrando y saliendo. Las letras que decían “última vez hoy 14.05” estaban casi agitadas, como que habían cobrado vida. Pero lo más elocuente fue la imagen de tu foto de perfil que lucía una mueca desafiante, poderosa, tus pupilas apuntaron a las mías y para colmo de los colmos, me guiñaste el ojo izquierdo. Todo esto me hizo, no ya intuir, sino albergar la certeza de que, en pocos segundos, tú estarías en línea para hacer una de tus fechorías. ¡Cómo te gusta hacerme sufrir! Seguro era uno de tus juegos, alguna maniobra para dejarme en evidencia, desnuda, demasiado enamorada. Te conozco y no ibas a agarrarme otra vez para la chacota, por lo que decidí, con toda mi voluntad, ponerme a hacer algo productivo y no mirar el celular hasta la noche.

Estoy escribiendo una novela, ni sé para qué, quizás para distraerme del celular o, lo que es lo mismo, para olvidarme de ti. El caso es que la novela, como distracción, funciona, por lo que recién cerca de la medianoche volví en mí.

Envalentonada por haber escrito unas 30 páginas, levanté el celular, abrí el whats app, revisé las conversaciones. Tu foto de perfil estaba seria, el ceño fruncido, opacado, había muerto tu niña interior, quizás la habías matado, o yo había matado la mía y por eso te veía tan moribunda.

Como queriendo rescatarte de una muerte inminente, temblando toqué tu foto para abrir el chat.

Verte en línea me produjo una emoción tan fuerte que se me paralizó el corazón, caí sobre el sillón.

Cuando me desperté del desmayo me di cuenta que había sufrido una cardio versión. Haberte visto en línea había funcionado como un electro schock, que terminó por re establecer y normalizar mi ritmo cardíaco que estaba ahora lento y estable.

Cerré el chat, apagué el celular. Ya había pasado la medianoche. Con mi corazón ya latiendo normalmente, me bajaron los niveles de oxitocina cortisol y dopamina. Y ahí me asaltó la espantosa idea de que tu foto de perfil es una foto estática, igual que todas, que no puedo saber nada de ti a través de ésta. Tan macabra había sido la cardioversión que hasta se me ocurrió la estúpida idea, que seguro no le hace ningún honor a la verdad, de que tienes una deuda de Tributos Domiciliarios, te levantas cada mañana bebes una taza de café negro, fumas dos cigarrillos y sales apurada a trabajar, con aliento a cigarro en tu boca seca.

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