Parecía saber con un particular olfato siniestro, las horas desérticas de aquel sitio hecho para la diversión de todos. De esa forma acechaba a sus víctimas, a las que llegaba con su cara de anciano bonachón, despertando confianza; esa misma que a la postre resultaba letal, pues luego de someterlas las destripaba.
En las noches: era el joven que alegre y ágil, con megáfono en mano; seducía a los niños para que le compraran sus rosados algodones de azúcar.
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