Aquel día, lo único que me venía al pensamiento era si tenía alguna prenda de color negro. Supongo que es la costumbre en estas situaciones . A los trece, es muy difícil asimilar: murió el abuelo. No me di cuenta ni ese día, ni en las semanas siguientes. Verle ahí tumbado, inmóvil. Fue inevitable que tuviera la reacción ingenua de querer tocarlo, así que puse el dorso de mi mano en su frente. Sentí su piel fría y mi corazón se contrajo en un sobresalto apenas perceptible, se había ido. Mi tío Miguel me observaba atónito, intentando adivinar lo que estaba pasando por mi mente. Derramé pocas lágrimas, solo las necesarias para ser solidaria con el llanto de mi abuela, que de la impresión, había roto un espejo. Una atmósfera de vacío se apoderó de mis sentimientos por un tiempo, seguida de un hilo de dolor crónico que aún humedece mis ojos después de treinta años. Aprendí a vivir con la ausencia de su alegre mirada de amor. Como una escena de cine, a veces lo veo levantarse apresurado para ir a recibirme en la puerta de su casa. En primer plano, la alegría de su rostro al verme. Mis pequeños pies colgaban en lo alto desde su enorme abrazo. Las cicatrices sobre sus dedos, eran la prueba de la terrible batalla que sostuvo con un tigre selva adentro, por supuesto, salió vencedor. También había la versión de que fue un caballo holgazán el que provocó las marcas de un mordisco. Siempre creí todas las versiones fantásticas de las cicatrices en sus manos. Algunas noches, miro al cielo y veo las mismas estrellas que me mostraba desde su hamaca. Las Tres Marías, la Cruz del Sur y otras constelaciones brillando. Puedo escuchar los grillos y las ranas y ver algunas luciérnagas en la oscuridad. En ese concierto de quietud, recuerdo un gran abrazo que me vuelve a levantar de esta tierra.
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