JUSTINA
-Una, dos, tres… no. Esa no es. Está muy separada. Esa. Es esa, debe ser esa… una, dos, tres… y la otra… mmm no. No se ve. Hay muchas nubes…-. Justina se echaba boca arriba sobre el último peldaño de la entrada contando en susurros con un dedo fino y largo apuntando al cielo.
Era todavía muy niña cuando el abuelo murió, pero permanecía el recuerdo del viejo señalando aquellos puntitos brillantes sobre los primeros tintes negros de la noche.
-Esa es la cruz del sur – le decía entre el sopor del final del día, mientras en una de sus manos oscilaba el vaso metálico, que acostumbraba besar en intervalos. -Mirá, son cuatro; hay otras que parecen…, pero no. Tienen que tener esa forma… – y le enseñaba un rombo casi perfecto titilante.
Justina descolgó su mirada del cielo y la llevó a las copas de los árboles. La imagen del abuelo se diluyó fugaz en el espacio. Era el final de otra jornada agobiante. Había terminado con todas sus obligaciones y salió en busca de alguna brisa entre los pastizales del monte y las siluetas pardas de los árboles. La noche comenzaba a cerrarse. Desde las ventanas rectangulares de la cocina, la niña podía distinguir, la figura de su madre bañada por esa luz pálida mortecina. Había llegado tarde del trabajo. Cocinaba apurada resoplando entre uno y otro ademán. Eso sumaba una nueva razón para permanecer fuera.
La casilla se paraba junto al camino de tierra. Metros atrás, el contorno de las sierras recortadas por la oscuridad la enfrentaban a su propio horizonte. El cielo encapotado impedía filtrar algún rayo de luna y aquella opacidad asfixiaba. Un murmullo de arroyo escalaba hasta sus oídos anudándose al golpeteo de los cacharros que llegaba desde la cocina. De pronto, un brillo la sacó de aquel letargo pesado que le sucedía cuando los pulmones se le colmaban de aire cálido. Era una de esas pequeñas luces verde azulinas de las luciérnagas. Hacía años que no veía una. En el pasado, para esa época, la parte trasera de la casa y los matorrales del fondo se colmaban de aquellos bichitos. A Justina siempre le habían fascinado esas noches de verano en que el campo entero parpadeaba.
Vuelve el recuerdo… busca el frasco de vidrio asaltando la alacena; corre a casa de su amiga; se meten en el monte; persiguen los bichitos; se asombran; luces verdes; bichitos; luces verdes; bichitos, y no puede dejar de mirar; se demora; su amiga corre asustada al darse cuenta. A veces Justina se gana unos golpes porque retrasó la cena; a veces porque sí…
Sin embargo, en los últimos veranos, las luciérnagas habían casi desaparecido. Y por eso se sorprendió.
Justina Se incorporó alentada por el resplandor y comenzó la caminata. Sujetaba y estiraba su vestido desde el final. Le quedaba corto, pero la plata no sobraba y los vestidos -y toda la ropa- tenían que durar algunos años más. Necesitaba alcanzar el brillante hallazgo. Penetraba las hierbas altas. El insecto había quedado inmóvil sobre el tronco de un árbol. Ella se acercaba apurada, no quería perderlo. Cuando distaban solo algunos pasos, pudo notar que no era una, sino dos. Eran dos luces, verde brillante y a diferencia de las que había solido apresar en el pasado, ninguna parpadeaba. Dos luciérnagas permanecían estáticas y en una perfecta línea recta. Separadas por un espacio diminuto. Justina se apuró. Cuando estuvo a centímetros, arrimó el rostro para ver mejor. Entonces se una corriente helada le recorrió la espina. El bicho no era lo que había creído en un principio. La criatura parecía salida de una de sus pesadillas. Era algo, tal vez, similar a una cucaracha, escorpión o algo así. Adivinaba su cuerpo estirado color café, aunque la oscuridad podía confundir. Las dos luces esmeralda, se ubicaban cada una a un costado de su cabeza achatada. Unas extremidades delgadas surgían desde la panza y a lo largo del cuerpo. Justina se hizo hacia atrás con repulsión, pero no atinó a correr. Solo se quedó quieta. Sentía que el bicho la miraba. De pronto el grito cascado de su madre llegó desde la casa para sacarla de aquel trance. Se volteó y corrió agitada el camino de regreso.
Esa noche daba vueltas en la cama sin poder dormir. Los diciembres en el pueblo de Carpintería siempre fueron insoportables. Aun así, debía taparse. Al menos con la sábana.
Todavía no era madrugada. El ruido la despertó. El ruido era conocido. Alguna discusión desde la habitación de su madre y los pasos yendo y viniendo entre la cocina y el pasillo.
Escuchó el baño. La cadena. Escuchó ruidos de sillas y la losa de los platos de la cena sobre la mesa. Justina se tapó hasta cubrir su cabeza por completo. La puerta de la habitación estaba cerrada. Había, también, asegurado el mosquitero de la ventana cuyo alambre buscaba levantarse de las maderas podridas. Pero las brisas en verano eran casi inexistentes y por ello aún permanecía en pie.
Apretaba fuerte los ojos intentando conciliar el sueño, sabiendo de antemano que no lo lograría. Seguía cada movimiento ya conocido y adivinaba las rutinas cotidianas. Tranquilizó su mente consiguiendo, al fin, adormecerse.
Pasaron algunas horas. No había caído profundo. Ya no dormía profundo. La transpiración, el calor, otra vez la asfixia… Sintió el picaporte con sigilo y los pasos deslizados en secreto. Cerró más fuerte los ojos. El olor a alcohol y cigarrillo se esparcían sobre el aire que aprisionaba la sábana que los cubría. La almohada se empapaba en silencio. El dedo fino y largo se marchitaba en espiral sofocado por el peso de aquella mano de piel endurecida. En algún momento amaneció y quedaba solo el fantasma de la mugre a su lado.
La mañana la devolvía al mundillo de pueblo donde las miserias nunca llegan a un titular. Abrió las ventanas. Las sierras detrás parían los primeros rayos del sol. Un débil aire matinal, que desaparecería pronto, golpeaba algunas hojas de los árboles para cortar el silencio a su alrededor. Caminaba descalza por las habitaciones. Ya estaba sola como casi todo el día. A sus trece, Justina no había visto nunca llegar otro niño a esa casa.
Ventilaba para comenzar la limpieza abriendo puertas y ventanas. Tiraba los esqueletos de algunas botellas casi vacías y, al abrir el tacho, el olor del tabaco que desprendían las colillas enredadas entre la basura la hacían querer vomitar. Se esforzaba por reprimir las náuseas y continuaba. Limpiaba los requechos de comida que salpicaban la mesa, perseguida por algún puñado de esas moscas fastidiosas del verano.
Las jornadas eran largas, y se hacían más largas con los casi cuarenta grados de aire cálido que chocaban contra las sierras para volver a golpear los mismos pastos, la misma gente y los mismos matorrales una y otra y otra vez.
Aquella noche se derretía en la cama deseando que el verano terminara de una buena vez. Su madre se tardaba de nuevo y la pasividad volvía a hacer dormitar la casa. Miraba aburrida las marcas en el techo que conocía de memoria y la ventana. Notó el mosquitero levantado y se incorporó a cerrarlo cuando de pronto algo la golpeó y la hizo saltar. Era un insecto que impactó contra su mano y se metió debajo de la cama. Justina pudo verlo solo unos segundos, pero le pareció que era el mismo de la noche anterior. Buscó tranquilizarse y se agachó con cautela, pero no logró verlo. Se incorporó estudiando cada rincón de la pieza con la mirada, pero nada. Escuchó si un ruidito, un bps bps chocando en algún rincón. Sintió un ardor en el dorso de la mano y vio un pequeño hilo de sangre que escapaba de un fino corte. Metió su mano en la boca y fue hasta el baño para remojarla. Cuando se miró al espejo se vio el labio delineado por la sangre que aún manaba. Se detuvo en esa imagen. Su piel oliva y la gruesa cabellera negra hacían resaltar aquel rojo labio mullido. Se limpió refregando furiosa. Volvió a pensar en el insecto imaginando el aguijón que le provocó aquel corte. Corrió nuevamente hacia la habitación. El zumbido ya no se escuchaba. Repasó nuevamente cada rincón con la mirada, pero nada. Apagó la luz esperanzada de que, si el bicho había quedado en un escondite se fuera buscando la claridad del alumbrado público que irradiaba solitario sobre el camino de tierra. Se recostó en la oscuridad. En algún momento cayó en el sueño.
Otra vez. Otra noche. Los ruidos conocidos…
Fue entonces cuando empezó a escucharlo hilado a la rutina nocturna de la casa. Ese irritante sonidito inconfundible de casi todos los insectos. Una suerte de motorcito que por momentos para y vuelve a comenzar. Había quedado bajo el colchón, sentía los bps bps chocando contra las patas de madera en algún rincón. Volvió a buscarlo con la mirada. Ya no le temía, la intrigaba.
El ruido intermitente del insecto se había detenido. Era madrugada. El picaporte se deslizaba otra vez. La claridad, ahora, traspasaba las hendijas. La claridad lo empeoraba todo. La vergüenza se extendía por cada centímetro de su figura adolescente. Unas palabras vulgares susurradas sobre su oído eran el réquiem habitual a su joven cuerpo ya vencido. Justina volvió a abrazarse fuerte. Sudada bajo las sábanas del pleno diciembre. Sintió la caricia en el hombro. Sintió náuseas. Sintió la necesidad de morder la almohada y alejar la mente. Sintió también, desde un hoyo cercano a su oído, al insecto rascar las maderas horadando el mueble, tapado por el golpeteo de la cama que rechinaba un vaivén harto cotidiano. En algún momento amaneció y ya solo se escuchaban los pájaros de las primeras horas en las copas de los árboles.
Justina se apuraba en terminar temprano las tareas. Quería dedicar tiempo a encontrarlo, hallar su escondite y volver a verlo. Estaba segura de que seguía ahí. Lo escuchaba con sus intermitencias habituales, pero él no dejaba escapar siquiera alguna de aquellas finas y largas extremidades, solo el sonido profundo y monótono que la acompañaba, y esa era la prueba de que ahora la cama también le pertenecía a él.
Cuando estaba sola robaba unos granos de azúcar que disponía siguiendo la estela del sonidito para tentarlo a salir. Tiraba un par de gotas de agua por donde, adivinaba, podía estar. Pasaba ratos con el vientre pegado al suelo bajo su cama a la espera de verlo emerger.
–bichito, bichito… – y tamborileaba con los dedos a lo largo de los tirantes de donde creía que salían sus bps bps. Intentaba con diferentes golpecitos sobre las maderas viejas de su cama de toda la vida. Investigaba cada rincón imaginando aquellas luces verde azulinas y las patas finas avanzando sobre los pasadizos llegando, tal vez, al colchón para hacer algún pequeño orificio. Entonces tanteaba el colchón por debajo y no podía evitar las imágenes. El colchón olía fuerte todavía. Las manchas iban a quedar para siempre.
–¡Esto no sale! ¡qué asco este olor a meo insoportable! ¡¿Vos te crees que yo tengo plata para andar comprando un colchón nuevo?! ¡¿Eh?! ¿¡Te crees que tengo plata?! – y la mujer potenciaba los gritos y la frustración con una notoria cara de asco, mientras sacaba las sábanas arrojándolas, furiosa, a un costado y acarreaba el colchón para ubicarlo contra la pared exterior y dejarlo secar al sol. Ese colchón que ahora sonaba a bps bps y a insecto.
– ¡Ya no sos un bebé! ¿¡qué carajos te pasa?! ¡tenés nueve años! ¿¡acaso te tengo que volver a poner pañales?!
Justina se recordaba muda y aterrada en un rincón de la pieza con la cara tan empapada como las sábanas y la bombacha y todo el maldito colchón que seguía oliendo a meo. Pero ahora había pasado el tiempo, el colchón estaba en su lugar y ella lo tanteaba aún en las oscuras aureolas para encontrar a su amigo. El insecto no salía. No podía verlo ni a su eterno escondite. El rasqueteo se agudizaba con el correr de los días, aumentaba, aturdía, enloquecía.
Una tarde, otra de esa cadena interminable de tardes. Justina se encerró en la habitación con el sol ya casi oculto. Caminaba esos pocos metros que su pequeña habitación le permitía y entonces se vio reflejada sobre el vidrio. La ventana de la pieza ya no le devolvía la imagen de una niña como años anteriores, era una joven, y crecía. Se detuvo en el reflejo. Se odió al verse. Se dio un cachetazo en represalia. Estaban esas curvas que jamás hubiera querido ganar. Otra cachetada más. El vestido no llegaba cubrir lo que habían sido unas nalgas chatas en la misma línea de las piernas flacas, pero ahora se redondeaban cada vez más. La mejilla le había quedado marcada. No importaba. Una lágrima silenciosa le recorrió la piel enrojecida. Otra vez el bps bps la sacó de su propia miseria y corrió nuevamente a tirarse bajo la cama. Pero nada.
Las noches infernales azotaban el verano en el pueblo mudo. A veces sucedía y a veces no, pero ahora sus penumbras eran arrulladas por una extraña criatura bajo la cama. El ruido. El ruido se multiplicaba. Los maderos crujían. El miedo al deslizar de los pasos silenciosos era más terrible que los propios pasos y las caricias. Rezar a la virgencita como le habían enseñado alguna vez, nunca servía.
Algún día terminó las tareas con tiempo suficiente para escapar un rato al arroyo. Los pies descalzos se veían hinchados bajo el agua cristalina. El fondo se distinguía claramente. Arenillas y pequeñas piedritas en diferentes tonos de marrón y esmeralda eran arrastrados por la corriente. Tuvo deseos de caer, de dejarse llevar, de hacer su propio refugio bajo el arroyo y que un bps bps la guíe a una cueva segura. Un par de piedras verdes brillaron en el intenso sol de comienzos de la tarde. Pensó en la criatura y en la noche. Volvió a casa cuando los rayos débiles le advertían el regreso de sus padres, y no era imaginable estar fuera cuando eso sucedía.
Solo la madre regresó temprano para cenar con ella en un silencio abandonado al cansancio. Su madre, una sombra muda. Sus ojos eran abismos y las palabras vagamente surgían de sus labios.
–Se está acabando la garrafa. –Escupió Justina en algún momento. La madre asintió sin mirarla y encendió el televisor desde el control. Dejó de comer y prendió un cigarrillo. No miraba el televisor, ni a su hija, ni a la casa. El reloj parecía no correr en el silencio perpetuo, pero en algún momento cayó la noche profunda.
Otra madrugada, otro deslizar, los pasos de siempre…
La sábana se corría y ella no encontraba más distancia entre el filo del colchón y la pared húmeda de su cuarto. El motorcito comenzaba a igual tempo que la fricción sobre su figura. Buscaba en ese ruidito distraerse de la agitación rítmica que provocaba los espasmos en su cuerpo.
Justina unió sus manos por las palmas. Cerró fuerte los ojos. Su imaginación dibujó al insecto tomándole las manos con las finas patas. Los bps bps se volvían rezos para trenzarse a los de ella que pedían sin respuestas. La madera crujía. Parecía que la cama iba a desplomarse y caer al suelo con todo. Esa noche, algo rompió la siniestra habitualidad. Un aleteo surgió de debajo de la cama. Ella supo que al fin había salido. La escena se detuvo al instante mismo y el aire se congeló. Como acto reflejo, Justina deslizó su rostro al costado. Lo vio. Estaba ahí. Las dos luces sobrevolaban la cabeza de su atacante que, completamente poseído, no se había percatado de nada. De pronto, Justina comenzó a ver lo que no creía. No eran solo las dos luces de aquel insecto suspendido en el centro de la habitación. Desde las maderas de la cama salió otro, y otro y otro más hasta conformar una nube parda repleta de luces verdes que zumbaban cada vez con más fuerza. Entonces, él se detuvo incrédulo y dio vuelta la cabeza con su cuerpo todavía asfixiando el de la niña. Sólo por unos segundos pudo ver aquel cuadro inimaginable. Solo por unos segundos él comprendió todo. Al instante, todos esos insectos se abalanzaron para provocarle punzantes cortes, sobre cada órgano y cada miembro. La sangre salpicó el rostro y el cuerpo de la niña que sonrió en medio de la madrugada bajo un tibio río de alivio.
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