Sentada al borde de la cornisa miraba a las personas diminutas caminar. Como si fueran lápices humanos, los imaginaba dejando sus rastros en el suelo. A más cotidianidad más fuerte la línea. Levantó la cabeza e imaginó en la poca ciudad que se vertía en sus ojos, un montón de líneas de colores, millones de rutinas que iban y venían, y de las cuales una era suya. A una persona yendo y viniendo visualizaba, haciendo un rastro de crayón intenso. De repente el rastro se levantaba colosal en su imaginación y como una gran serpiente se tragaba a la persona que lo había creado. Levantó la cabeza nuevamente para volver a la realidad y en el horizonte aparecieron millones de garabatos en forma de serpiente. No gritó ni nada, el espectáculo de colores hacía hervir algo en su pecho, una pulsión que de un momento a otro la tuvo parada al borde del techo en donde se encontraba. Se giró y un monstro gigante la miraba con ojos garabateados, expectantes, como invitandola a dar un paso atrás, a hacer más larga su línea, a caer. Ella se limitó a mirarlo, mirar su desintegración. Entonces se puso a andar, a darle color a su línea personal, había sido tragada otra vez.
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