Arroyón, 1998
Los aretes son el toque, son la moda del momento entre los adolescentes. Una amiga me convenció (sin mucho esfuerzo) y me puso uno. Qué clase de swing, qué talla más bacana, pienso mientras me miro en un pedacito de espejo. Es miércoles, noche de recreación. Le pedí prestado a un socio un pulover volao, me hice unos pinchos con el pelo repleto de ateje, el mejor gel que ha existido. Sin duda lucía bien, ignorando los granos de mi rostro, andaba con tremenda pinta pa ligar jevitas. Mis amigos y yo compramos una botella de un líquido alucinógeno, que sabía peor de lo que olía, y el tipo que lo vendía llamaba dulcemente: ron. La plaza está llenísima, la botella se mantiene oculta dentro de una mochila, discretamente la pasamos y bebemos, como si fuera nuestra pipa de la paz. ¡Suubee, suuubeeee! —gritaba el disc-jockey— ¡Hasta las nuuubeees! —respondíamos a coro— brincando como tontos (creyendo que bailábamos) al ritmo de la música disco de moda…
Desperté en la madrugada, desnudo y con resaca en una cama en el albergue de las muchachas de onceno grado. Entonces me vestí, y decidí irme antes de que viniera una profesora a dar el de pie, y me atrapara in fraganti.
Amanece y toca pase al terminar las clases de la sesión tarde, así que la mayoría de los alumnos dejan listas sus pertenencias para no perder tiempo recogiendo. Es un momento ideal para los que roban, casi siempre se pierde algo, y al que desvalijan se percata ya muy tarde para reclamar, en su casa. Miro el reloj, luego al profe de Marxismo que habla y habla como un papagayo frente a nosotros. ¿Acaso no se da cuenta que ya son las tres y media de la tarde?
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