Sus padres no sabían en el momento de su nacimiento si era hombre o mujer, como saberlo, todos los niños pequeños parecen ratas, no tienen pelo y sus pieles son tan arrugadas que, si no fuera por el tamaño, perfectamente podrían habitar en las cloacas. Su llanto podría diferenciarlos de sus parientes de grandes dientes, pero nunca daría una idea de su género. Hombre o mujer sus tonos son exactos, sus gritos no varían, es el mismo corte el que perfora el silencio de los hospitales.

Si por lo menos Andrea hubiese nacido en un hospital, los médicos habrían dicho si era niño o niña, pero en medio de un baño público, nadie entiende sobre las irrelevancias del género, todos son iguales. Por esta razón la llamaron Andrea, quizá para disimular un poco que lo que esperaban era un niño, quizá para no tener que pensar mucho en las variantes del nombre Andrés. A su madre siempre le gustó ese nombre, a pesar de que su esposo se llamara Julio, con el tiempo Andrea entendería que llevaba la variante del nombre que su madre siempre había amado. Su padre nunca hablaba del tema, quizá no lo sabía, quizá solo quería ignorarlo; pero estos temas no le interesaban a Andrea, ella prefería caminar por el campo, llevar a sus perros en jornadas eternas de exploración de las que volvía con el vestido hecho jirones.

Su madre nunca se molestó mucho por estas caminatas, aun dudaba si Andrea era un niño o una niña y sinceramente no le interesaba. Su nacimiento a diferencia de como sucede en las familias “normales” no era un regalo del cielo, tampoco una desgracia, simplemente un hecho sobre el cual era innecesario impartir algún juicio. De esa forma creció Andrea, explorando entre las pequeñas cuevas construidas por algún animal y los nidos sobre las copas de los árboles, caminante por naturaleza, nunca quiso compartir con niños de su edad o participar en los juegos que siempre miraba de lejos, sus acompañantes siempre fueron los perros y sus terrenos siempre las montañas y los prados.

Juana siempre la miraba por la ventana de su habitación, debatida entre la curiosidad y el horror. La veía como un pequeño animal salvaje, un gato montés o un pequeño lobo, siempre en manada y gruñéndole a otros envuelta en su cabello descuidado y largo, “seguramente no sabe ni hablar” pensaba Juana tras la seguridad que le proporcionaba el vidrio que la separaba del mundo. Nunca había explorado el campo, su padre, un comerciante de bastante éxito, solo le permitía salir para llegar al carro y ahí de nuevo otra ventana la separaba de su entorno. No conocía el mundo más que a través de las ventanas.

Todos en la casa de Juana hablaban del estilo de vida de Andrea, “seguramente sus padres no tienen nada de dinero”, “pobre niña, siempre tan sucia y mal trajeada” entre muchas otras afirmaciones que iban y venían por las paredes de la sala y el comedor. Juana nunca participaba de estas conversaciones, se limitaba a observar a su madre y sus hermanas hablar mientras esperaban que la criada sirviera la cena. Para ella más que pensar si era pobre o no, lo que Andrea le producía era una extraña curiosidad, no la envidiaba ni deseaba ser como ella, pero en medio de su aparente salvajismo se podía entrever una belleza que pasaba desapercibida para todos los de la casa y sus alrededores.

Su padre nunca hablaba de este tema ni tampoco de ningún otro, cuando llegaba de sus largos viajes la casa permanecía casi siempre en el silencio habitual, pero la atmósfera se tornaba densa, todo se sumergía en una especie de líquido amniótico que si bien no impedía respirar conseguía hacer los movimientos más lentos y las palabras más pesadas. El estudio de la casa pasaba la mayor parte del tiempo deshabitado excepto en las temporadas en que su padre volvía de viaje, y a pesar de que casi nunca salía más que para cenar y dormir, toda la casa se transformaba, aunque nadie hablase al respecto.

Después de comer, Juana subía afanada a su cuarto para realizar sus deberes, no le gustaba perder el tiempo, si es que esa afirmación tiene algún sentido, más que cuando se sentaba frente a su ventana para mirar los árboles y la forma de las ramas, ya era habitual que Andrea pasara por el frente de su casa acompañada por su manada y se quedara mirando hacia la ventana. “puede verme, estoy segura” se decía Juana sin quitarle la vista de encima como si de un enemigo se tratara, “pensara en atacarme, o quizá en cazarme para darle de comer a su manada o solo sentirá curiosidad por verme siempre tras un vidrio como quien asiste a un zoológico para ver las fieras” este último pensamiento la lleno de amargura, por primera vez era consciente de su encierro, de su ausencia del mundo, atrapada en las cuatro paredes de su cuarto, mientras miraba por la ventana a la pequeña salvaje, sintiéndose superior a ella, como si el león que corre libre por la llanura tuviese algo que envidiarle al león de circo, carente de instinto y con su cuerpo atrofiado.

Con el tic tac del reloj este pensamiento se iba haciendo cada vez más grande, ocupando así la mayor parte de su cuarto, las cuatro paredes que hace menos de una hora le parecían la muralla de su castillo, cobraron de repente la apariencia lúgubre de una celda. Paso de ser la princesa en su castillo a una prisionera castigada por un crimen del cual no sabía nada.

La “protección” de sus padres que solía parecerle un regalo, tomó la forma del odio y el encierro, ya nada era claro como solía creer, sus verdades perdieron color para sumergirse en un pozo negro del cual no se distinguía nada. Todos estos pensamientos iban y venían chocando contra las paredes de su cráneo, provocándole una terrible jaqueca, todos estos pensamientos le nublaban los ojos en forma de lágrimas mientras su mirada quedaba atrapada en los movimientos salvajes de Andrea.

De esta forma continuaron pasando los días. Aparentemente nada había cambiado, la casa se mantenía igual y las rutinas de su madre y sus hermanas seguían sin variar en lo más mínimo, pero para Juana todo ahora tenía un nuevo significado, asomarse por la ventana había dejado de ser un entretenimiento más para convertirse en un suplicio, adquirir conciencia de su encierro logró sumirla en la más profunda de las depresiones, había dejado de ser una princesa a salvo en su palacio para convertirse en una criminal de la peor clase. No recordaba haber cometido ningún crimen, pero aun así había sido juzgada y encarcelada sin darle la oportunidad de defenderse, era una prisionera, un animal en cautiverio colocado tras una vitrina para el entretenimiento de otros.

Una vez plantado este horrible pensamiento ya nada podría regresar a su estado anterior, la duda quedo enterrada tan profundamente en su cabeza que la anteriormente considerada paz de la que gozaba en su casa, se transformó en un constante malestar, la respiración se volvió pesada y hasta esbozar la más leve palabra parecía constituir un esfuerzo enorme. Sus fuerzas fallaban hasta para las actividades más simples, y a pesar de su corta edad su paso se había hecho cansino y lento como si de una anciana se tratara. La casa de grandes proporciones, envidiada por todos los vecinos por ser la más lujosa del pueblo, ahora la engullía y la masticaba hasta dejarla seca, borrando de su mirada hasta el último brillo de juventud.

Su única liberación era proporcionada por las horas que pasaba absorta en la ventana, miraba los arboles llenos de vida hasta la última de sus ramas, miraba el crecer del césped y escuchaba las risas y gritos de los niños que jugaban tranquilamente más allá de su enorme jardín. El miedo a lo desconocido la embargaba cada vez que pensaba en huir de casa, caminar por los senderos llenos de plantas e insectos le atraía más que cualquier otra cosa, pero ante ella siempre se levantaba un muro gigantesco hecho de terror y soledad. No había salida…

Los libros de aventuras que su padre le traía de sus viajes ya no la hacían feliz, comenzaron a parecerle odiosos, como si quisieran recordarle lo infeliz que era en cada una de sus palabras impresas, ella nunca podría parecerse a sus héroes, marineros llenos de valor que no dudaban un segundo en embarcarse en las más peligrosas empresas, guerreros que no temían enfrentarse en las más cruentas guerras, doncellas rescatadas de sus cárceles por caballeros de armaduras brillantes.

Era consciente ahora de que ninguna de esas aventuras le estaba reservada, nadie sabía de su encierro o si lo sabían no lo consideraban como tal, no valía entonces la pena esperar un salvador, un caballero que la liberase, además… ella no era custodiada por ningún mago o dragón, las únicas que estaban en casa eran su madre y sus tías y difícilmente podría considerarlas malvadas. Ella era la única culpable de su aislamiento, la única tejedora su desespero.

Sus días transcurrían bajo la más pesada atmósfera de tedio, caminar por la casa solo lograba desesperarla más y salir a caminar por el jardín le parecía un consuelo barato, incluso los arboles de su propiedad le parecían plásticos comparados con los que crecían más allá de la cerca. Como deseaba poder tocarlos, incluso su madera parecía más llena de vida, los surcos que formaba debían albergar incontables formas de vida, insectos que ella nunca vería, hormigas que seguramente eran muy diferentes a las que mataba su madre en la cocina, arañas mucho más grandes, telarañas de formas que nunca podría imaginar, hojas con entramados complejos, pequeños y enormes universos tan distintos unos de otros que con seguridad nunca se cansaría de contemplarlos. En su casa todo era postizo, los arboles crecían siempre de la misma forma, sus hojas no tenían entramados especiales y ni hablar de los insectos… siempre las mismas arañas pequeñas o las hormigas que robaban la comida que caía al suelo. Nada era especial en su pequeña porción de mundo.

Al observar a Andrea a través de los barrotes de su prisión le parecía que vivía en completa dicha, nada la preocupaba ni la atormentaba, seguramente no sabía ni siquiera leer y no conocía ni la mitad de relatos fantásticos que ella había leído, quizá no tenía idea de lo que hacía un pirata o el porqué un caballero usaría una armadura, caminaba por el mundo sin preocuparse por nada ni por nadie. No necesitaba un salvador o un guía y no la atribulaban todas aquellas preguntas y miedos de las que alguien es víctima al tomar conciencia de su existencia.

La envidiaba profundamente, hasta el punto de parecerle odiosa, quería robar sus perros acompañantes y su ropa hecha jirones, todas sus posesiones le parecían ahora una carga más que un privilegio, lo regalaría todo si pudiese, entregaría su envidiada casa y sus caros vestidos, quemaría todos sus libros y escaparía descalza hacia el campo, se alimentaría de pequeños animales y aprendería a cazar, entraría en las profundidades del océano solo para ahogarse, solo para respirar la sal que conforma el mundo.

Comenzó a planear su escape una vez que la desesperación adquirió más peso que el miedo, tendría que hacerlo de noche a menos que aprovechara un momento de distracción de su madre y sus tías durante el día, ellas jamás la entenderían y mucho menos la apoyarían, solo podría confiar en ella misma. De este modo se mantuvo expectante a los movimientos de la casa, memorizo las entradas y salidas de su madre, las horas en las que la reja de la entrada podría permanecer abierta sin ninguna vigilancia y los momentos en los que las tías se encerraban en sus cuartos para dormir la siesta. Era su mejor opción, esperar a la noche aumentaría el riesgo y se vería obligada a escalar la reja, mientras que si esperaba la distracción oportuna podría escapar tranquilamente por la puerta abierta y correr a campo abierto donde seguramente nunca la encontrarían. El plan estaba trazado firmemente, ya nada podía hacerla echar para atrás, nada la haría arrepentirse de su decisión de abandonar su cárcel.

Con la llegada de la hora del almuerzo, Juana aprovecho para llenar una pequeña mochila con algunos objetos que pudiesen servirle más allá de la cerca, una linterna con algunos paquetes de pilas, una pequeña brújula que su padre le había regalado, quizá para hacerle más irónico el castigo de su encierro, y una caja de fósforos con la que pensaba prender fuego en las noches frías. Una vez terminó su almuerzo esperó a que sus tías se encerraran en sus cuartos, siempre dormían después de comer y la reja de la casa quedaba abierta por si alguien venía a dejar algún paquete en la puerta.

Era su oportunidad, la única posible, si no aprovechaba el instante tendría que esperar al día siguiente y se consideraba incapaz de aguantar un minuto más de encierro. De esta forma bajo descalza para que sus zapatos no la delataran haciendo sonar la vieja madera de la entrada, abrió la puerta en silencio y corrió sin mirar atrás hasta que ya su casa parecía haberse perdido de vista, era libre ahora, libre para respirar ese nuevo aire con el que había soñado tantas veces, libre para caminar por todos los senderos que antes solo imaginaba, ya no volvería a sufrir con su encierro y ya nadie podría obligarla a regresar, era ahora un animal salvaje, igual que Andrea y su manada, ahora nada las separaba y nada envidiaba de la vida de la “pequeña salvaje”, eran criaturas iguales caminando sin preocuparse por un mundo que se extendía hacia el infinito.

Debido a su falta de zapatos buscaba siempre los senderos cubiertos de césped, los caminos estaban llenos de piedras y la lastimaban, por otro lado, los carros siempre pasaban por esas vías y eso hacía más fácil que la encontraran, de modo que eligió transitar siempre por los lugares más alejados. Ahora era una prófuga, y era culpable de escapar, aunque no tuviese conocimiento del crimen que provocó su encierro, solo podía mantenerse alejada y mirar a las personas pasar, cuidando mucho que sus pasos sobre las hojas secas no la delatasen. La noche comenzaba a cubrir el cielo y parecía que nadie se había percatado aun de su escape, caminaba tranquilamente por los campos, presa de una dicha nunca antes experimentada, las mismas estrellas que miraba desde su ventana parecían ahora mucho más grandes y brillantes, los mismos prados que contemplaba desde su jardín ahora eran más verdes, sus colores más vivos, su olor más penetrante, saboreaba la vida por primera vez y se embriagaba con el sonido de las ramas atravesadas por el viento, ahora su mundo era como esas ramas, se bifurcaban sus caminos hasta hacerse incontables, hasta hacerse eternos.

Con el llegar de la noche descubrió en su interior un nuevo sentimiento, el miedo a lo desconocido, bajo el manto nocturno todo parecía crecer aún más, las ramas de los arboles no tenían límites claros, parecían fundirse en el cielo como titanes que luchaban para impedir que aplastara el mundo, ahora los arboles no eran simples adornos del bosque sino héroes poderosos que se arriesgaban cada noche para que otros pudiesen dormir tranquilos. Los sonidos se hacían más hostiles y los animales parecían presas de una desesperación frenética, con el silencio de las voces de los aldeanos llegaban los amenazantes rugidos de las bestias; no las veía, pero sabía que permanecían escondidos entre las ramas y los arbustos, les temía y por primera vez sintió deseos de no haber salido nunca, ahora ese mundo lleno de posibilidades parecía haber cerrado sus puertas como si de una tienda se tratase, y en la oscuridad de la noche solo pudiese ofrecer miedo e inseguridad.

Estaba aterrada, caminaba en medio de la oscuridad tanteando con sus manos lo que sus ojos no podían ayudarla a ver, allí en medio del campo, abandonada, había tomado consciencia de la utilidad de ciertas cárceles, si algún animal la atacaba en medio de la hierba, seguramente nadie encontraría jamás su cuerpo y sería olvidada con la facilidad con la que la marea borra las huellas en la arena. Los pasos que daba la confundían aún más, ya no sabía si el sonido de las hojas secas quebrándose pertenecía a ella o a alguna otra criatura. Caminaba, aun así, con el miedo atorado en la garganta, incapaz de gritar o correr por temor a ser encontrada, ya no por su padre o su madre sino por cualquiera que no fuera alguno de los dos.

De esta forma, aterrada y temblando por el miedo aunque lo llamase frío para darse fuerzas, logró vislumbrar en medio del negro campo una luz que se levantaba como otorgando la última esperanza para una pequeña perdida como ella, era una fogata en medio de la noche, al calor de la cual descansaba Andrea y sus perros, al verla, Juana sintió un enorme alivio, todo su miedo había desaparecido siendo reemplazado por la tranquilidad de encontrar un cuerpo similar al suyo, aunque un poco más sucio y descuidado, podría por fin sentirse a salvo al calor del fuego que espantaría las bestias nocturnas. Corrió sin pensarlo, sin medir sus pasos, sin temor a tropezarse con alguna rama o tronco caído, no perdía de vista el fuego que ardía a pocos metros, como una pequeña mariposa deseando ver arder sus alas.

Andrea al verla llegar corriendo no pudo más que levantarse de tajo, una pequeña figura había emergido de la noche, similar a ella, por lo que el reflejo del fuego alcanzaba a mostrar, de modo que la miraba presa de la curiosidad y la sorpresa. Juana la vio detrás del fuego, también con sorpresa, pero más que todo alegría, ahí estaba su salvadora, la pequeña igual a ella que la protegería de la noche. Pasaron quizá solo unos minutos, pero para ambas parecían horas, no sabían cómo moverse o que palabra decir, presas ambas de la reacción de su contrincante. Juana corrió hacia Andrea, movida quizás por el agradecimiento o el miedo de permanecer más tiempo lejos del fuego, y con sus brazos rodeo su cuello para abrazarla, Andrea estaba aterrorizada, creía ser la víctima de la extraña criatura que escupió la noche, su terror fue tal que mordió con fuerza el brazo de esta para que la soltase, Juana grito de dolor y se apartó, mientras, ante su mirada atónita Andrea huía para desaparecer entre las sombras.

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