LA RECONCILIACIÓN
Aquel verano los dos fueron inseparables. Cuando no iba a la escuela del pueblo, Manuel trabajaba en el campo con su padre. El chico rubio era hijo de un ingeniero alemán destinado a la fábrica de automóviles Volkswagen ubicada en la entrada de la ciudad. Estaba de alquilado con su familia en uno de los chalets con jardín de la Urbanización Floresta. Su piel pálida, sus ojos azules y su cuerpo desgarbado contrastaban con la apariencia de Manuel que era moreno, de cuerpo macizo y un cierto aire de gallito que ya le había causado más de un problemilla en la escuela.
La primera vez que se vieron acabaron calentándose los morros por culpa de la bicicleta del forastero. El niño alemán se llevó la peor parte. Su bien planchada camisa de verano acabó manchada con la sangre que le brotaba de la nariz. A Manuel las patadas en las piernas morenas, acostumbradas a golpes y a rasguños apenas se le notaron.
La bicicleta era azul y nuevecita. A Manuel le hubiera gustado tener una igual, pero no había dinero para eso. Sin embargo el camino de Postas era el territorio de su cuadrilla. Ninguno de afuera iba a pasar por sus caminos sin pagar peaje.
El niñato resultó ser más valiente de lo que pensaba. Hablaba un español cortante, con las erres marcadas y en ningún momento alzó la voz. Pero dijo que el camino era de todos y pasó.
A su lado Manuel parecía un perro callejero tratando de intimidar a un lince. El chico tendría como él, unos nueve o diez años. Iba repeinado, con raya al lado, y se había echado una especie de emplasto fijador en el pelo y un repelente para mosquitos que olía a insecticida. Ambos olores eran una bomba olfativa.
Durante la trifulca Manuel lo había insultado llamando” mofeta apestosa” y el alemán le había devuelto el insulto llamándolo “cuervo.” No sabían entonces que durante el resto de sus vidas se llamarían cariñosamente por tales apodos.
El chico se limpió la sangre de la nariz y siguió camino abajo veinte metros más. Después se detuvo como si hubiera olvidado algo, se volvió e hizo una seña a Manuel que se había quedado quieto, con las manos en las caderas mirando a dónde se dirigía el de la bici. Esperaba que no se le ocurriese ir a la Charca o a la Atalaya, porque entonces la iba a liar.
—Eh tu, Cuervo ¿Quieres dar una vuelta en bici?.—preguntó el intruso al volverse.
—Mi nombre es Manuel…Mofeta apestosa—respondió el del pueblo.
—Y el mío Philip…Cuervo—contestó el otro desandando sus pasos y sonriendo.
A Manuel le dio vergüenza decirle que no sabía montar en bicicleta. Para disimular le propuso otra cosa.
—Deja la bici en ese cobertizo. Es de mi abuela. Y vamos a robar manzanas.
—Yo no robo. Tengo manzanas de sobra en el frutero de mi casa.
—No tienes cojones. Eres un mierda, como pensaba—lo retó Manuel.
Philip lo pensó un momento. Llevaba dos semanas solo, aburrido de dar vueltas con la bici por La Floresta. Quizás era momento de aventuras.
—Está bien, vamos. Veremos quién de los dos se raja antes.
Era la hora de más calor y los vecinos sesteaban en sus casas. En el huerto del tío Venancio los frutales con sus ramas cargadas de tentadoras frutas casi rozaban el suelo. Robaron manzanas, ciruelas y unos exquisitos melocotones que comieron con ansia bajo uno de los frondosos árboles de la Atalaya.
A Philip la fruta le supo dulce como ninguna que hubiera comido antes. El jugo de las ciruelas maduras le bajó por el mentón manchándole de nuevo la camisa. Supuso que la fruta robada, recién cogida del árbol sabía así.
—¡Está buena eh! Mejor que la de tu frutero, Mofeta.
—Si,—contestó Philip— Pero ahora me tengo que ir antes de que mi madre vuelva de la ciudad. Si me ve con está ropa sucia me castiga. Nos vemos mañana, Cuervo.
—Ya veremos—contestó Manuel que no quería reconocer la novedad de una recién iniciada amistad.
Volvió despacio a casa. El calor había disminuido un poco y su padre ya se había levantado de la siesta. Sentado bajo el emparrado se tomaba una cerveza fresquita Para un niño del campo las vacaciones de verano no eran días libres. Eran trabajos de recolección y sudor al sol. Hoy tocaba regar los huertos con su padre.
En una cesta de mimbre tapada con un paño a cuadros su madre había preparado una merienda cena para ellos: hogaza de pan, embutido casero, queso de intenso olor y una esponjosa tortilla de patata. Cuando al atardecer su padre y él se detuvieran a descansar después de la primera tanda de riego, podrían disfrutar de los sencillos alimentos sentados contra el murete de piedra que bordeaba los huertos. El vino se mantendría fresco en la orilla del regato, bajo la corriente suave. Comerían a bocados los tomates, rojos y brillantes recién cogidos de las tomateras, añadiéndoles una pizca de sal.
Su padre le dejaría darle un tiento a la bota llena de un vino oscuro, con cuerpo, que a Manuel le hacía sentirse importante, casi un hombre.
—No se lo digas a tu madre—le recordaba siempre —que sea nuestro secreto.
En la segunda tanda de riego, al filo de la medianoche cuando el aire refrescaba, su padre acostumbraba a encender un fuego para hacer un café oscuro de puchero de un aroma afrutado que se extendía por la pequeña caseta de aperos. Y en las brasas, en el hueco de un ladrillo asaba dos chorizos de matanza cuya grasa chisporroteaba con ruido en las llamas y cuyo sabor hermanado con el del pan de hogaza confirmaba que no hacían falta lujos, ni mesa, ni mantel para disfrutar con gusto una comida. Solo sentarse al raso bajo las estrellas. Una placentera noche de verano en compañía de su padre.
Ese día por primera vez Manuel pensó en que cenaría Mofeta, tan estirado y tan alemán Si su padre el ingeniero compartiría con él una cerveza de nombre impronunciable. Y decidió que al día siguiente iría para encontrarlo y le iba a preguntar eso y como era viajar en avión y vivir en una gran ciudad.
Se acostó de madrugada y le despertó a la hora de comer el delicioso olor del pisto y la carne asada en la cocina de chapa. Comió con ganas y prisa para aprovechar su libertad de la hora de la siesta y se guardó envueltas en una servilleta dos rosquillas de anís que la abuela había traído para el desayuno esa mañana. Una para él, otra para Mofeta, si es que el alemán aparecía. Y vaya si apareció. Con su ropa impecable y el repeinado pelo oliendo a lo mismo que el día anterior. Traía en la mano un álbum que resultó ser de la Liga de Fútbol de la última temporada.
Manuel terminó conociendo al final de la tarde los nombres de futbolistas que nunca había oído y si eran delanteros o defensas y prometió llevar al día siguiente su colección de soldados de la Segunda Guerra Mundial, figuritas de plástico que venían de regalo dentro de los paquetes de jabón de lavar que compraba su madre. Antes de despedirse compartieron la merienda del Mofeta, un pan de sándwich relleno de paté que a Manuel le supo insípido y las dos rosquillas de anís que a Philip le supieron a gloria.
En los días siguientes Cuervo y Mofeta afianzaron su amistad. Philip le prestó sus tebeos de Hazañas bélicas y Manuel su libro con ilustraciones de pájaros, regalo de su padrino que era maestro y vivía en la capital. Fueron con la cuadrilla a darse un chapuzón en La Charca, en donde la pálida piel de Mofeta acabó veteada por las rojeces y quemaduras, y el pelo de un rubio pajizo despeinado, con la raya perdida en algún lugar de las frías aguas de la laguna. Cuando finalizó el verano después de tantas correrías, Mofeta parecía también un perro callejero, desaliñado y con la camisa arrugada, por primera vez feliz, moreno y libre de sus disciplinas y Cuervo se hacía la raya al lado, mojando en agua el peine en un vano intento de domesticar su tupé.
Se despidieron. Uno volvía a la escuela, el otro a un internado en Irlanda.
Se vieron en los siguientes veranos cuando ya enfilaban la adolescencia y perseguían chicas en todas las fiestas patronales a las que podían ir. Mofeta había pasado de la bici a la moto y ambos devoraban kilómetros para tomarse los primeros cubatas en el sitio de moda y bailar en el furor discotequero las canciones de los años ochenta.
Manuel había entrado como aprendiz en un taller mecánico. Philip comenzaría su primer año de universidad. Cumpliendo los deseos de su padre iba a ser ingeniero. Cuando el contrato de él expiró, la familia decidió volver a Alemania. Philip hizo un viaje de fin de curso a Suiza y volvió cargado de chocolates y bombones. La caja más vistosa, con bombones rellenos de licor, almendras y frutos secos era el regalo de despedida para el Cuervo. Este también le había preparado un regalo: una figura de un águila que él mismo había tallado con la navaja y grabado con la fecha.
El día anterior a la partida del Mofeta los dos amigos se pelearon a causa de una chica. Mofeta estaba loco por la chavala. Cuervo llevaba desde el mes de abril viéndose a sus espaldas con la muchacha, que también le gustaba. Ella, feliz con tanta atención, revoloteaba como una mariposa de uno a otro.
Mofeta lo vio como una deslealtad y los amigos llegaron a las manos. La caja de bombones quedó olvidada sobre la mesa donde acababan de compartir momentos antes unas cervezas y un cuenco de aceitunas.
La figurita tallada por Cuervo, fue a parar a una de las zanjas del renovado camino de Postas donde años atrás se habían conocido. Aquella madrugada Mofeta volvió con una linterna al camino para recuperar su regalo. Y al día siguiente partió sin haber hecho las paces con su amigo. Hasta que el taxi enfiló el camino al aeropuerto no perdió la esperanza de que Cuervo apareciese. Pero él no apareció.
Él lo vio partir desde la Atalaya, pero era más orgulloso que listo y dejó que el coche se alejara sin despedirse. Luego sintió un gran vacío. En los siguientes meses se disipó su enfado y escribió varias cartas a la dirección de Mofeta en Alemania. Dejó de insistir cuando todas fueron devueltas por destinatario desconocido.
La vida de Mofeta tomó otro rumbo. Contra el deseo de sus padres se hizo médico y recorrió el mundo como voluntario en hospitales de campaña. Se probó a si mismo y probó sabores especiados y exóticos en comidas y bebidas de países a los que Cuervo nunca hubiera soñado con viajar. Desde el primer día escribió un diario de viajes, pensando en su viejo amigo y en lo que iba a disfrutar leyendo sus andanzas en el libro que pensaba publicar y que iría con una dedicatoria especial para él. Hacía mucho tiempo que el motivo de la disputa había quedado en el olvido aunque Cuervo no lo considerara como amigo desde hacía años.
El día en el que el hospital fue bombardeado, Mofeta comía un arroz basmati sentado en el suelo de su tienda de campaña tras un turno agotador. Meses más tarde Cuervo recibió un paquete con sellos extraños. Dentro había un cuaderno manuscrito y una pequeña talla que le resultó familiar. Todo iba acompañado de una carta escueta en la que le comunicaban la desaparición del doctor Philip Stuttgart, su amigo Mofeta.
Alguien había encontrado la última foto de los dos con su dirección del pueblo en el reverso, dentro del cuaderno manuscrito. Cuervo guardó el envío en una caja de zapatos en su oficina del taller, al lado de las figuritas de madera tallada. Veinte en total. Una por cada cumpleaños de Mofeta. Cada noche leía unas páginas del manuscrito y se maldecía a sí mismo por su orgullo, por no haberse despedido, por no haber sido capaz de pedir perdón. Con tristeza comprendía que había perdido la oportunidad.
Era dueño de su propio taller, y tenía dos hijos y una esposa que no era la misma chica causante de la pelea. Su hijo mayor acababa de cumplir diez años. También se llamaba Manuel. Recorría con su bici el camino de Postas que ahora era una carretera ancha que desembocaba en la autopista. En los huertos que un día cultivaban su padre y otros propietarios se habían construido modernos edificios de tres alturas y el primer hospital de la zona.
Pronto Cuervo tuvo noticias de que en consultas atendía un médico alemán en silla de ruedas que había llegado recientemente del extranjero con su mujer y su hijo. No supo qué clase de impulso le llevó a pedir cita. Mientras aguardaba en la sala de espera, su hijo Manuel daba vueltas con la bici en el parque cercano. Cuando la puerta se abrió, Cuervo y Mofeta se encontraron cara a cara y el tiempo dio un salto hacia atrás, al momento mismo en que disfrutaban con complicidad de unas cervezas y un cuenco de aceitunas. Se abrazaron efusivamente en una esperada reconciliación que había tardado veinte años, y para celebrarlo y ponerse al día de sus vidas, se bajaron a tomar un café de máquina. Hacía tiempo que Cuervo no tomaba un café tan malo, pero ni siquiera le importó.
Fuera, dos niños se juntaron en el parque para hacer una carrera con las bicis. Uno se llamaba Manuel como su padre. El otro era un chico rubio, alto para su edad, que dijo llamarse Philip como el suyo.
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