“No recuerdo haberla dejado así”
La silla del fondo de la mesa, la que preside, está desplazada a la izquierda, alejada del orden perfecto que es el salón de mi casa. No recuerdo haberla apartado para sentarme en ella, ni tan solo para calzarme o descansar al volver de mis paseos. Por el ventanal se cuela la tenue luz de un sol cobarde, escondido al otro lado del mundo, que sólo se atreve a reflejar en la luna llena. Y yo, acostumbrado a encontrar explicaciones, aunque tal vez no las haya ni sean lógicas, imagino que de nuevo está aquí…
—Sal, guapa—, pero nadie contesta a mi deseo, a mi miedo.
Pasan los minutos mientras se mezclan en el duermevela los efluvios de un recuerdo, la desesperación, el orgullo y las ganas de materializar lo que ya, casi dormido, comienza a envolverme en el abrazo etéreo, esfumado, del quiero y no puedo (¿o es del quiero poderte y no puedo?)
—Hola, caminante de pensamientos… —. Ya ha aparecido.
Está ahí, sentada en la silla torcida. Yergue la espalda como si quisiera meditar en una impostura de yoga, pero no tiene los ojos cerrados. En el ángulo contrario mira fijamente mi cara, que espera su retahíla de consejos, soberbia y condescendencia, mientras desepero al otro lado de la mesa, infinita, distorsionada por la distancia que nos separa.
—Ya sé lo que ocurre cuando apareces —le suelto decidido y temeroso.
—Espero no haber venido para quedarme —responde resuelta y sobrada. Y guardo silencio, mucho, millones de años, hasta que le obligo a reaccionar.
Se levanta vaporosa, delgada como es debajo de los andrajos que tratan de sujetar sus huesudos hombros, y se acerca sin ruido alguno, como levitando, hasta que su aliento se mezcla con el mío; tan cerca que pareciera plantarme un beso…
—No me busques. Ya sabes que podrías encontrarme largo tiempo.
—No te busco, querida Soledad, es únicamente un guiño. Pero se me pasará…
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