Pestañear era suficiente para saltar a otra línea temporal, los cambios eran sutiles, la posición distinta de su ropa, un lunar invasor en su cuerpo, un dedo de otra persona en sus manos, una vena que antes no resaltaba. Le perturbaban algunos engendros que se le paseaban de vez en cuando en sus ojos, los hombres que giraban su cabeza en setecientos veinte grados, aquella mujer comiendo ojos de vaca de una bolsa como si fuesen golosinas y la vista de los niños de escuela que llebavan todo su pelo sobre la cara. Era una cadena incontrolable de cambios, que no siempre notaba y vivía su tormento de limosnas, tirado por la calle, con cartones, botes y sucio, frente a la plaza. Sembrándolo un miedo profundo y traidor que desde pequeño le volvió parte de la distribución del lugar. Donde todos le miraban, escuchaban y creian que era parte del folklore del lugar.
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