NAVEGANDO ENTRE TINIEBLAS
“Hacia occidente, a partir de las columnas de Hércules hay un interminable abismo… además de que las tinieblas cubren con su manto el cielo, la niebla envuelve el mar…” Rufo Festo Avieno. (S. IV)
Cuando el marino se arriesga en la gran aventura asume que solo podrá huir hacia sí mismo como único espacio sólido disponible.
“¿Habéis visto alguna vez un barco en el mar, que hace señales de hallarse en gran peligro? ¿Habéis oído el cañonazo que pide socorro? ¿Habéis formado parte de esa multitud que cubre el puerto o la playa, que palpita, que teme, que espera, que llora, que se estremece, que por intervalos está inmóvil como las rocas donde se estrellan las olas, o como ellas se agita? ¿Habéis sentido el silencio angustioso cuando la nave parece próxima a sumergirse, el gemido prolongado cuando aquel punto negro deja de verse entre la rompiente? ¿Habéis recibido la impresión, que no se borra jamás, producida por un grupo de mujeres y niños a quienes la muchedumbre apiñada abre paso con respeto compasivo, y que mirando al mar gimen: -¡Mi padre! -¡Mi hermano! -¡Mi marido! -¡Mi hijo! …” Concepción Arenal.
Y el hombre se aventuró entre acantilados, tempestades y nieblas (“tiempo sucio” como las definió el almirante Sir Clowdisley Shovell, náufrago de la flota inglesa que se estrelló, a causa de un error en la longitud, contra las islas Scilly en 1707, con la pérdida de más de 2000 tripulantes) en demanda de nuevos horizontes, buscando nuevos espacios para solucionar sus propias limitaciones. Desconociendo los secretos guardados por la mar caprichosa y usando embarcaciones básicas de poco calado e insignificantes esloras se hizo a esa mar ignorando la evidencia de un regreso inseguro. Retando al monstruo cubierto de espesas nieblas estos arrojados hombres van a ser los que irán aportando sus experiencias para que, luego, después de los tiempos, los otros hombres de mar asuman aventuras marítimas más exigentes. Aventuras de comercio, de conquista, de exploración, de rapiña, de guerra, de investigación…
Fueron muchas las embarcaciones que se estrellaron contra los farallones traidores que se interpusieron en sus derrotas o contra los que la tempestad arrojó cual juguetes usados a su antojo. El espectáculo en las riberas marítimas no podía ser más estremecedor, un espectáculo que alimentaba (y alimenta a veces) la rapiña de muchos ribereños que se lucraban de aquellos naufragios. (En la Baja Edad Media se dictó una legislación rigurosa que sancionaba esta actividad). A bordo de estas naves había hombres y fueron muchos los que la naturaleza ajustició por invadir sus espacios, a todos estos y los que siguieron sus pasos, a todos estos pioneros, los hombres de mar les debemos lo que ahora somos.
Cretenses, fenicios que aprendieron el arte de navegar de estos y que mantuvieron la tecnología de sus construcciones en secreto, seguidos por los egipcios, romanos, griegos, estos, unos adelantados en el mundo de la cartografía (todo muy esquemático aunque ya de por si significativo)… estuvieron implicados en este peligroso juego; aparecen portulanos fruto del conocimiento empírico y del práctico procedente de los navegantes, ahí tenemos el ejemplo de la carta Pisana, de cuyo origen se especula dándole incluso procedencia bizantina tras el saqueo de Constantinopla en 1204, especulaciones, repito. Utiliza las rápidas galeras para sus hazañas bélicas y para el comercio. El juego que comenzó de forma rudimentaria pasó, poco a poco, a convertirse en un arte y finalmente, como en la actualidad, se transformó en un acto netamente técnico con ciertas dosis de empirismo.
Curiosamente a medida que se adquirían más conocimientos, estos, en la medida de lo posible, se guardaban como un gran secreto, no convenía que la competencia se alimentase de los mismos para lo que entonces eran los albores de la empresa marítima. Los gobiernos guardaban bajo siete llaves toda aquella información que supusiera progresos para la navegación. Así se fue convirtiendo en arte, un arte que cada patrón o piloto iba gestando con sus propias experiencias y las que tal vez le llegasen de otros. Fueron necesarios muchos años, muchos barcos y sus hombres castigados para que se produjeran avances que simplificaran el gran esfuerzo que significaba salir airoso de cada aventura marítima. Se navegaba a expensas de vientos caprichosos que hacían abatir las naves y engendraban olas traidoras, de corrientes ignotas que las hacían derivar hacia posiciones peligrosas, de nieblas asesinas que volvían ciegos a los que tripulaban esas vulnerable embarcaciones. Egipto aporta la vela, una simple tela que va a mitigar el esfuerzo de los galeotes. El firmamento aporta sus astros y el navegante los utiliza como referencia. Los vikingos, y tal vez mucho antes los fenicios, usaron una piedra que tenía la propiedad de aprovechar la luz dispersada por las nubes, el espato de Islandia, una variedad de calcita, con la que podían localizar la posición del sol durante los días nublados, que eran la mayoría. Pero en algún momento alguien mencionó un instrumento “divino” de procedencia desconocida, una aguja que siempre, estuviera donde estuviera, se orientaba hacia donde la “Fenicia” coronaba la esfera celeste. La brújula la habían traído de oriente los árabes, allá por el siglo XII (hay diferentes teorías), donde al parecer había sido utilizada por los chinos ya en el siglo XI (según referencias escritas) y de ella se sirvieron nuestros navegantes para conseguir otras derrotas diferentes a las habituales, ya no se necesitaba mirar al cielo para buscar la Polar, la aguja náutica se lo decía. Está escrito e investigado que 1000 años antes que los chinos, en otro lugar a muchas millas de distancia, en otra civilización, la Olmeca, en el área de Veracruz (Méjico) se utilizó un instrumento de hematita, una pequeña barra de 3,5 cms. de longitud, a la se le denominó M-160 cuando fue descubierta, que colocado sobre un corcho flotante se orientaba hacia el norte, y así fue utilizada para situar sus edificios. Es decir, posiblemente existió una brújula anterior a la china.
Los hombres de mar, sin embargo, seguían, y por mucho tiempo, estando ciegos cuando sus naves atravesaban los bancos de niebla, ciegos e inseguros, angustiados por el desconocimiento de su posición, sin referencias costeras y expuestos a los caprichos de la naturaleza, de sus elementos. Muchos barcos con sus hombres se perdieron entre sus brumas aplastados por las zarpas del gran Poseidón irritado. A medida que transcurren los años los conocimientos empíricos se afianzan y el hombre de mar se hace cada vez más ambicioso, se construyen navíos con más arqueo, se incorporan elementos como la quilla y el timón y se tripulan con gente aventurera pero también desesperada, castigada, mercenaria o encartada. Se necesitan gran número de tripulantes para mover todos sus remos, para dominar las jarcias, para usarlos como soldados en los abordajes, gente de mar que se hacinaba en espacios reducidos, en sollados infestos en donde las ratas tenían más prerrogativas que ellos mismos. La llegada de las tinieblas los hacía ciegos y la tempestad los convertía en juguetes del Leviatán de turno. No obstante el arte se afianzaba porque se conocía más de vientos, de corrientes, de tempestades, de la maniobrabilidad de los barcos. El rey Filipo II de Macedonia, sabía prever la acción del viento sobre las embarcaciones: hacía situar su flota de tal manera que la del enemigo tuviera que navegar de bolina para hacerla más lenta y vulnerable en la batalla. El hombre de mar está más preparado para el gran reto, pero sigue sin ver cuando la fosca arrogante aparece, las tinieblas surgen por doquier y a medida que se evolucionaba y los barcos son más rápidos también es preciso el conocimiento cada vez más urgente de su posición sobre el gran desierto azul. Y esto ocurría en las grandes travesías, en donde las referencias de tierra desaparecen y queda un punto insignificante e indefenso en la gran inmensidad del gran mar. Sin embargo nuestro navegante se arroja y lo reta en demanda de nuevas rutas, nuevas tierras para explorar con horizontes distintos en donde reiniciar una vida diferente y promocionar actividades comerciales como lo hicieron los fenicios. Los mismos polinesios utilizan el sol, las estrellas, los vientos de cada región, el oleaje y sus mattang… como referencias para despejar las incógnitas de su ubicación, así hacen sus travesías en sus áreas marítimas plagadas de islas y con sus propias piraguas. Los chinos que, de alguna manera, ignorados por occidente, por los pueblos mediterráneos, hacen avances significativos en el mundo de la navegación hasta el extremo de disponer de embarcaciones que en nada tienen comparación con las de nuestros mares. Un chino, Shen Kuo (1031-1095) descubrió la declinación magnética.
Surgen los grandes periplos: Los fenicios, según Heródoto, y a instancias del faraón Necao (610 a.d.C.) circunnavegaron África partiendo desde el mar Rojo y arribando hasta cabo Bojador desde donde no pudieron continuar hacia el norte a causa de los alisios. Algunos autores afirman que llegaron hasta Egipto después de doblar las columnas de Hércules.
En el 505 a.d.C. (¿…?) desconociendo los secretos guardados por la mar caprichosa… el cartaginés Hannón logra llegar, después de haber tocado alguna de las Islas Afortunadas, hasta Cabo Bojador, aquel misterioso cabo de aguas turbulentas a partir del cual se creía no había retorno porque las corrientes lo impedían (fue un portugués, Gil Eanes, el que bajo las órdenes de Enrique el Navegante franqueó estos límites en 1434 con el fin de hacer esclavos en “tierra de infieles”). Hannón salió previamente de Cartago con una flota de sesenta bajeles de cincuenta remos cada uno, llevando a bordo a más de veinte mil emigrantes, es decir más de 300 personas en cada uno, con sus víveres, con ánimo de fundar nuevas ciudades en las costas del occidente de la Libia (África). Pero tal vez la carencia de víveres le hace decidir el regreso desde Bojador a Cartago. No obstante Plinio en su libro “Historia Natural” afirma que el cartaginés llegó hasta Arabia.
Es posible que Piteas, hacia el 340 a.d.C., con un único bajel atravesase las columnas de Hércules, burlando la vigilancia cartaginesa, y navegara hacia el norte costeando entre brumas y nieblas consiguiendo arribar a la Albión como primer explorador de esta isla. Y continuó norteando hasta llegar a un lugar en donde durante el verano las noches duraban dos horas, navegando posteriormente hasta unas tierras llamadas Tule, tal vez Dinamarca o Noruega, de donde no pasó porque según él más allá no había nada como aire, tierra ni mar. Regresa a Marsella después de este periplo que duró un año. Vinculó, entonces, la relación entre la luna y las mareas, también verificó que la estrella Polar no estaba orientada exactamente al norte, es decir está situada fuera del eje del globo.
El macedonio Nearco, hacia 326 a.d.C. bajo las órdenes de Alejandro Magno navegó como navarca en una flota compuesta de galeras, embarcaciones de dos puentes y otras para transporte, sumando ochocientas velas aproximadamente y tripuladas por unos dos mil hombres; exploró el Golfo Pérsico (en donde su tripulación quiso huir asusta al encontrarse con abundantes ballenas), Mar de Omán… además de comandar una expedición entre los ríos Indo y Eufrates. Unas navegaciones saturadas de incidencias, malos tiempos, luchas contra arabitas, etc.
Hubo un gran navegante en el 50 de nuestra era que supo apreciar el régimen de los monzones del Indico y estimuló a las flotas para que se aventurasen en el alta mar en viajes de ida y vuelta a la India. Este hombre de mar fue el griego Hippalus, se le atribuye ser el primer griego en cruzar el Indico, estimuló a los hombres de mar de entonces a adentrarse en alta mar para que favorecidos por los monzones pudieran hacer los viajes de ida y retorno a las Indias en el intervalos de un solo año, como escribe Julio Verne en su “Historia de los Grandes Viajes”.
Si sometemos a un somero análisis el esfuerzo de estos hombres hay que quitarse el sombrero porque navegaciones de estas características en esos mares no están exentas de mil peligros: Temporales, nieblas y corrientes, constantes como los del Canal de la Mancha, la fragilidad de este tipo de embarcaciones, el desconocimiento orográfico de la costa y el hacinamiento en los espacios reducidos de este tipo de navíos, los piratas…Tenían que ser hombres de una hechura especial y Piteas con sus hombres demostraron tenerla, como también la tuvieron los de Hannón, los de Nearco que también sabía el efecto de los monzones para la navegación, los de Hippalus y los que siguieron derrotas por otros mares y en otros tiempos. Gobernar y manejar aquellas naves no era tarea fácil, como tampoco lo debía ser controlar aquellas tripulaciones que en infinidad de veces serían presas del pánico y la desesperación.
A medida que se afianza el arte de la navegación esta se hace más ambiciosa y el horizonte marino se transforma en el límite de un gran abismo que aparece retando a nuestros hombres y estos aceptan el lance pero a costa de grandes tributos de los que la historia no ha querido dejar generosa constancia porque fundamentalmente se polarizó en sus logros o fracasos pero no en lo medular, en los sufrimientos que la gran aventura deparó.
Por mucha empatía que se quiera tener no es posible asimilar lo que significa la vida a bordo de cada una de las naves que participaron en aquellos escenarios marítimos. Muchas tragedias se gestaron mientras se arribaba a la culminación del gran arte de la navegación porque antes de que los cielos fueran referencia para determinar la latitud, uno de los parámetros de la posición, los barcos, ciegos, destrozaban sus quillas contra los acantilados imprevistos o eran engullidos por las fauces hambrientas del gran océano. Con el tiempo el marino adquiere otra formación y con el astrolabio, la ballestilla, el cuadrante, la corredera, el sextante…consigue nuevas metas: con el astrolabio ya es capaz de hacer un cálculo de su latitud que aunque aproximado por los errores que aquellos instrumentos incorporaban, servía como un buen referente de posición (“paralelo navegando, tierra encontrando”), pero faltaba la LONGITUD y era un factor muy grave, muchos fueron los barcos que arruinaron sus derrotas por los errores que en su cálculo se producían. Ahí está el ya mencionado desastre de la flota inglesa del almirante inglés Sir Clowdisley Shovell en las costas de las Scilly en 1707. La mar crea cautivos sin remisión, y cuando la fortaleza de espíritu se quebranta la huida es imposible, salvo que se haga sobre uno mismo; cuando la convivencia se rompe, el aislamiento se gangrena; cuando la enfermedad aparece la solución emergente es el desahucio. Muchos fueron los barcos que naufragaron cuando sus tripulaciones fueron pasto de escorbutos, malarias o hambrunas porque cuando otras travesías más ambiciosas aparecen en su horizonte una cosa es el deseo de afrontarlas y otra despejar todas las incógnitas que estas conllevan: Aquellos navíos disponían de espacios muy limitados en donde cada cosa debería ocupar su lugar y no otro con un régimen de prioridades perfectamente definido, jarcias, munición, carga, vituallas y sobre todo el agua envasada en barriles. Estos principios muchas veces no se respetaban, los dueños de la carga, que muchas veces navegaban con la misma y conscientes de lo que significaban estos viajes, hacían testamento antes de embarcar, exigían sacrificar otros espacios para favorecerla y de esta manera las vituallas se reducían y el agua y el espacio para cada hombre se reducía a la mínima expresión, lo que debería ser higiene fue sustituido por pestilencia con la proliferación de pulgas y piojos, insalubridad y condiciones infrahumanas.
En las primeras expediciones trasatlánticas, los capitanes de los barcos no declaraban las distancias reales a navegar para que los hombres que pudieran embarcar no se arrepintieran por el miedo a un destino incierto, tanto Colón como Magallanes así lo hicieron. Había un auténtico pánico a la lejanía sin límites, a la falta de tierra donde ampararse y quienes mandaban estas naves tenían que batallar contra la naturaleza y contra los miedos de las tripulaciones, algunos de los cuales llegaron a provocar más de un amotinamiento, Colón los tuvo. Todo se conjuga: “… los vientos tempestuosos, las averías en los barcos, el movimiento de la carga, las escenas de desesperación y pública confesión de pecados, o la impericia de los pilotos” (Lanciani)
A sabiendas de que la enfermedad y la muerte eran una evidencia, se embarcaba el mayor número de tripulantes susceptibles de ir sustituyendo a los cadáveres que se producían. Así se navegaba, inmersos en tinieblas a plena luz del sol, así cada día que pasaba, los víveres mermaban y los que quedaban se deterioraban, con aparición de gusanos en los bizcochos ya de por sí incomestibles; cucarachas y ratas, estas utilizadas como alimento de recurso, campaban a sus anchas y el agua se pudría sin remisión.” Mientras el navegante dormía la cucaracha iba con gran delicadeza adelgazándole la yema de los dedos sin llegar a provocar en ningún momento sangre y produciéndole a la mañana siguiente una desagradable sensación de haber perdido el tacto. De esta actividad de las cucarachas no se libraba tampoco la oficialidad de los navíos” (Disquisiciones náuticas. Fernández Duro).
Por mucho que el sol alumbrara, las tinieblas de la razón laceraban los cuerpos y la voluntad de estos hombres condenados en el gran desierto azul. La enfermedad se cultivaba en el seno de aquellas vidas deplorables y los trabajos impuestos mermaban y envejecían prematuramente sus vidas.
De esta forma lo relata Pigafetta en el viaje de circunnavegación de Magallanes:
“Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor, protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos.
Las ratas se vendían a medio ducado la pieza y más que hubieran aparecido. Pero por encima de todas las penalidades, ésta era la peor: que les crecían a algunos las encías sobre los dientes –así los superiores como los inferiores de la boca–, hasta que de ningún modo les era posible comer: que morían de esta enfermedad. Diecinueve hombres murieron, más el gigante y otro indio de la tierra del Verzin. Otros veinticinco o treinta hombres enfermaron, quién en los brazos, quién en las piernas o en otra parte; así, que sanos quedaban pocos”. El escorbuto era implacable haciendo estragos y nadie conocía sus causas y ni mucho menos su curación.
No existen muchas crónicas en donde se mencionen las penurias de aquellos hombres. “Las duras condiciones de vida en los navíos fueron más devastadoras para estas tripulaciones que las confrontaciones armadas” (ALFREDO MARTÍN GARCÍA )
La historia continúa, las naves cruzan la mar con ingenua decisión, evolucionan los medios de ayudas a la navegación y todo ello conlleva mayores exigencias en todos los sentidos: aumentan su arqueo, a los pilotos se les demanda mayor formación científica para tripularlos, pueden determinar la latitud, aunque muy imprecisa aún y la longitud sigue a años luz de poderse determinar con exactitud. Las rutas son cada vez más ambiciosas y es inevitable que entre los errores del posicionamiento y la propia naturaleza no se fragüe el juego maldito que dé como resultado la pérdida de naves y sus tripulaciones. Pero de esta parte de la gran aventura marítima la historia es parca, se habla de naufragios, de grandes descubrimientos, de grandes conquistas, hazañas… pero el tributo de vidas y sufrimientos apenas emerge.
Los países con sus gobernantes y otras fuerzas vivas en su ambición se desentienden de este tributo y envían sus barcos a navegaciones interminables en distancia y tiempo, un solo barco con su preciada carga podía amortizar la pérdida de otros, la tripulación era lo de menos. Mejoran los sistemas de gobierno, de propulsión, de defensa, se escriben tratados para mejorar el arte de navegar, España es considerada como una fuente de valor, ya lo dice el almirante Julio Guillén: «Europa aprendió a navegar con libros españoles»: Martín Fernández de Enciso, Francisco Falero,Pedro de Medina, Martín Cortés, Rodrigo Zamorano, entre otros, fueron autores de muchos de estos tratados. La navegación además de ser empírica también adquiere luces de carácter científico y como consecuencia las estadísticas de naufragios dan señales más esperanzadoras pero hay un parámetro que se resiste, desde los tiempos de Eratóstenes e Hiparco de Nicea, a ser resuelto de manera contundente, la LONGITUD (*), porque depende de la medida precisa del tiempo debido a la relación de esta con la rotación de la Tierra. Existen las tinieblas que la falta de la longitud y la bruma producen y los barcos se pierden (hubo algún capitán que navegando hacia el cabo de Buena Esperanza, creyendo encontrarse a levante de Cabo Verde y encontrándose a poniente de estas islas, arrumbó hacia el oeste llegando hasta la costa brasileña), por otra parte la tempestad y los acantilados hacen el resto sin que nadie se preocupe de cuantificar las vidas que se perdían, sí se hacía con los valiosos cargamentos que el océano engullía. La preocupación es general entre los países ribereños y tanto es así que el parlamento británico de 1714 para mitigar estos desastres establece lo que se llamó la “Junta de la Longitud” según la cual se establecían ayudas a la investigación para llegar a solucionar este gran problema: «El conocimiento de la longitud es de gran importancia para la seguridad de la Armada y de los buques mercantes de Gran Bretaña; así como para la mejora del Comercio, dado que muchos navíos por desconocer su posición se han retrasado en sus viajes, y muchos se perdieron … Y habrá recompensas para la persona o personas que descubran un método para el cálculo de la Longitud”. A esta junta accedió el relojero inglés John Harrison (1693-1776), en 1761 consigue que su reloj sea llevado en un viaje a Jamaica. Al regreso y después de 147 días se comprueba que el reloj varió tan solos escasos dos minutos. A partir de este momento la longitud se puede calcular sin problemas y pasa a ser un parámetro posicional de fácil acceso, los barcos resuelven un gran problema pendiente y los naufragios reducen su cadencia. Se dispone de otras ayudas para una navegación más efectiva, mejores barcos, mejor superficie vélica, pilotos con mejor instrucción y sobre todo la aparición del sextante hacia 1750. Ya se puede navegar con ciertas garantías. De cualquier forma un elemento de la naturaleza sigue ocasionando tragedias, los barcos se vuelven ciegos cuando este invade sus derrotas y los desastres no desaparecen y los hay de magnitudes inquietantes que conllevan la pérdida de miles de vidas entre tripulaciones y pasajeros; cuando la temible boira se adueña de los espacios marítimos los barcos se transforman en espectros vulnerables sin posibilidad de defenderse. No es suficiente tampoco la aparición del vapor y su utilización en la navegación marítima en 1807, cuando Robert Fulton consiguió navegar desde New York a Albany cruzando el rio Hudson, han de transcurrir muchos años hasta que ya en pleno siglo XX nace la gran estrella que va a alumbrar las rutas marítimas, va a derrotar la niebla asesina y va a permitir que las tinieblas se desintegren para dar paso a la luz, nace el RADAR. Atrás queda un reguero de vidas humanas que se sacrificaron en el silencio de los abismos, que consiguieron hacernos llegar a nosotros los marinos sus experiencias para a partir de ellas mantenernos a flote sobre la mar siempre misteriosa y altiva.
Fue gracias a un largo proceso de estudio e investigación llevado a cabo por el británico Maxwell, el alemán Hertz, el también alemán Huelsmeyer, el italiano Marconi y el serbio Tesla, y con la aportación de todos ellos se logró llegar al gran invento rompedor de la gran barrera de las tinieblas.
El primer radar para la marina civil se instala para detectar la presencia de icebergs en el trasatlántico francés “Normandie” en el año 1934. A partir de ahora este equipo se irá incorporando progresivamente a los buques siendo en 1965 y bajo lo establecido por el SOLAS (Convenio internacional para la seguridad de la vida en el mar) cuando se establece su obligatoriedad. Las tinieblas desaparecen.
(*) En el libro “LONGITUD” de Dava Sobel se describe esta interesante historia.
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