La Reparación (Tercera Parte)

La Reparación (Tercera Parte)

La tercera hija de mis abuelos, es decir tía Pilar, se dedicó a la docencia. Desde pequeña le había gustado la profesión de maestra, vocación que la llevó a estudiar pedagogía en el prestigioso Instituto Metropolitano donde optó por la disciplina de ciencias, dándole grandes satisfacciones personales; pero que a la vez le absorbió gran parte de su vida y que por estas razones muchas veces estuvo un tanto desvinculada de los lazos familiares. Estuvo ausente en las mejores fechas, en los mejores momentos. Se casó con un comerciante o mejor aún, con una antigua familia dedicada a actividades económicas, que no se condecía con la misma formación que tenía su familia nuclear. La filosofía, valores y costumbres eran distintas a las de mis abuelos. A pesar de aquello, se sentía feliz con su matrimonio y no tenía aquella necesidad de unirse físicamente a aquellos antiguos lazos, le bastaba estar comunicada a la distancia, no haciéndose presente regularmente, salvo para fechas muy especiales.

Estos eran los descendientes directos del abuelo, los hermanos de papá, de quienes ambos progenitores se sentían orgullosos y habían hecho todos los sacrificios para que llegaran a realizarse en la vida, cosa que pudieron advertir a temprana edad y los llevó a sentirse tranquilos, contentos por el buen futuro que depararía a su familia, en cuanto a educación, bienes y por sobre todo, valores y principios.

Y de vuelta a mi cruda realidad…

Mientras avanzaba percibí que mantenía idéntico ritmo que al de las primeras pisadas. Mi caminar lo noté regular, solemne, al igual que los articulados movimientos de todo mi cuerpo. Era extensa la senda… larga la agonía… A mis espaldas la guardia, imperturbable. Mis labios los sentía secos y herméticos. Los dientes tensos, mordiendo furiosos la amargura. Mi temperamento, visceral… deseoso de estallar. Pero mi inteligencia cerebral, lúcida, dominando aún este ritual castigador.

Cuando observé atento mis zapatos, los vi distintos, aterciopelados. El polvo se había encargado de darle ese otro aspecto y que a la vez me indicó que ya iba en pleno camino rural.

Tanta pena… Tanta impotencia sentía… ¡A las bajezas que puede llegar el ser humano! —me decía una y otra vez—, hasta me costaba creer que fuera realidad. Me parecía que todo esto era un sueño, una horrible pesadilla de la que no podía despertar.

Mientras caminaba y caminaba… más bien, mientras me llevaban por este largo recorrido mi mente nuevamente voló hacia el pasado, hacia aquellos episodios que habían precedido mi triste presente, que sin más ni más, no tenía que hacer el mínimo esfuerzo para que esos acontecimientos se presentaran muy nítidos, como recién vividos…

Aníbal, hijo natural de tío Antonio había decidido tempranamente estudiar negocios en una de las mejores academias privadas de la capital. Su padre accedió encantado a su petición. Al cabo de no más de tres años se presentó en casa del abuelo con el título en las manos y con muchos proyectos. Mi abuelo se sintió muy orgulloso e incluso le sugirió algunas actividades económicas que podría desarrollar y le aprovechó de prestarle toda su colaboración. No fue más. Desde esa ingenua idea, desde aquella confianza ilimitada que depositó en él, todo comenzaría a ser distinto. No niego que en esos momentos sentí algo de envidia por las nuevas preferencias que estaba teniendo el abuelo; pero luego recapacitaba y decía que ambos éramos nietos y teníamos los mismos derechos, no tenía por qué ser tan egoísta, ni siquiera pensarlo. Pero bueno, son cosas algo normales que se sienten, pero luego viene la recapacitación y el arrepentimiento de aquellas torpes reflexiones.

—¡Hola abuelo! Ahora sí que haremos los mejores negocios, compraremos más terreno. ¡Seremos dueños de casi toda esta cordillera! —dijo de manera convincente.

—Por supuesto, por supuesto mi querido Aníbal. Confío en usted. Sé de sus conocimientos y estudios —dijo el abuelo.

—Seremos buenos socios, nos apoyaremos mutuamente. Su experiencia y mis conocimientos potenciaran esta sociedad que espero perdure para siempre —pronunció vehementemente Aníbal, acariciando la espalda del abuelo y acompañado con los mejores ademanes para hacer más creíbles su discurso.

Tantas y tantas conversaciones les escuché, muchas veces llegué hasta sentir envidia por esa particular sintonía. Su gran dominio, convencimiento y don de la palabra hacían persuadir a cualquiera. Palabras, sueños, proyectos, y un sinnúmero de cuestiones parecidas hacían ilusionar fácilmente, sin necesidad de tener a la vista evidencias ni pruebas concretas.

En menos de tres años tan bien le había ido a Aníbal que tenía muchos bienes, entre ellos parte de un predio junto al del abuelo, que lo habían adquirido entre ambos; lo que sería el inicio de una sociedad y que los llevaría a invertir en muchos otros bienes.

A medida que fueron pasando los años se acrecentaba más y más la fortuna. En cierta manera no se sabía exactamente qué era de uno y qué del otro. Lo cierto es que lo de Aníbal se multiplicaba por cien y lo del abuelo, por mucho menos de diez. Dudé de la honestidad de mi primo. Luego supe que gran parte de lo que tenía estaba sólo a su nombre y el abuelo no lo sabía. La fortuna de Aníbal había sido producto del engaño, la mentira, el fraude y tantas otras desvergüenzas de un ser malcriado y sin la mínima ética ni principios.

¿Cuándo revisaremos las escrituras y cuentas del banco, también el trámite en el conservador, Aníbal? —señaló mi abuelo.

—No se preocupe abuelo, lo haremos más adelante, además para las cuentas y depósitos falta mucho tiempo para que cumplan su fecha —respondió amigablemente Aníbal.

Al final de cuentas lo único que figuraba a nombre de la sociedad era parte del predio, del resto de los bienes no aparecía mencionado en lo más mínimo el nombre del abuelo. A decir verdad, él sospechaba que algo no andaba bien… dudaba de su socio y de los negocios de éste; pero su orgullo y dignidad le impedían reconocer deslealtad y engaño de uno de sus nietos preferidos. Por su formación de hombre bueno, por ser clemente en sus juicios y hacer uso de un elegante eufemismo, no quiso reconocer lo evidente. Quiso siempre evitar la confrontación, especialmente la de los cercanos y de aquellos actos que le hacían sentir vergüenza ajena.

Temor, miedo, pena… mucha pena fue la que sintió. Sus brazos cayeron, su cuerpo se jibarizó. Su ánimo de siempre, que había abundado en su cuerpo, desapareció. El abuelo enfermó, cayó en la absoluta depresión, a medida que fueron pasando los días, semanas y meses se fue dando cuenta de tantas fechorías. Se le veía casi muerto en vida. Pero él nada decía. Callaba, vivía la pena en silencio. Quería estar solo. Con esto todo había terminado. Las consecuencias de todo esto había sido el inicio del nuevo episodio de mi vida. Me fui. Toda nuestra familia tuvo que irse para siempre de este lugar. Nada de lo que alguna vez había sido del abuelo nos pertenecía. Indignación, engaño, abuso, injusticia y tantas otras palabras eran pocas para describir la pena y dolor que se hicieron sentir desde ese momento.

Con mis padres tuvimos que irnos como al destierro. Ya no había espacio para nosotros. Toda la felicidad que habíamos conseguido con mis padres y abuelos había desaparecido abruptamente. Pero el abuelo siguió allí, a pesar de todo.

Una de esas tardes el abuelo se sintió más enfermo. Aníbal lo llevó al médico del pueblo más cercano. Remedios y otros servicios lo debía pagar la cuenta corriente del abuelo. Últimamente no disponía de su cuenta, se la había entregado a él para que dispusiese de lo que fuera necesario. Es decir aparte de haberle robado los bienes y el dinero, se había aprovechado de toda aquella confianza que había depositado en él y únicamente en él.

El abuelo jamás quiso encararlo, no tuvo el valor o simplemente quería vivir en la ignorancia… no quería sufrir, ni menos poner en situación incómoda a su socio.

El cilindro de oxígeno, los medicamentos, el servicio de urgencia debería haber sido lo primero. Nada de esto fue, tal vez porque por la inmediatez de la situación, medicamentos y servicios deberían haber sido comprados por su socio. No lo hizo.

Aquella noche, quedó solo en su cuarto, repentinamente vinieron los ataques de tos, de asma… Cayó al suelo. Cuando llegó a verlo Aníbal encontró aquella escena. Lo llevó a la urgencia más cercana; pero lamentablemente ya estaba muerto. No había nada que hacer.

Si hubiera estado el tanque de oxígeno, los medicamentos apropiados para el tratamiento. Si hubiera estado en un hospital o al cuidado de una enfermara, distinto habría sido; pero eso significaba gastos extras para su socio, Aníbal —su nieto modelo, muy ejemplar para él—; invertir en estos gastos le significaría recibir una menor herencia.

Paro cardiorrespiratorio fue la causa del deceso. Así, escuetamente decía su certificado de defunción.

El velatorio del difunto abuelo fue muy austero. El ataúd más sencillo y económico que cualquiera podría haber dicho que era un hombre indigente. El pequeño salón donde se ubicó su féretro era antiguo, oscuro, un tanto lúgubre, con la casi mínima luz natural que entraba por los empolvados vidrios de la única y pequeña ventana que daba a un extremo del cuarto. Las consumidas velas que se ubicaban en los cuatro ángulos del cajón fúnebre creaban una particular atmósfera, como invitando al recogimiento y pesar. La dignidad y decencia estaban ausentes, cuestiones tan justas que merecidamente le correspondían al abuelo. No así el funeral, éste fue un tanto pomposo, tal vez porque Aníbal tendría que mejorar su imagen ante los demás, considerando este acto como un rito social más que de sentimiento o religiosidad. Sus aparentes sentidas palabras en el acto clerical como las dichas en el discurso de despedida junto a la tumba, fueron elocuentes y con el convencimiento de ser las más sinceras. Estas fueron las últimas palabras que escuché de él. Esta había sido la despedida para siempre, no solo la del abuelo, sino la de nuestra familia.

Luego de casi cinco años, algo que no sé describir me llevó al lugar que había sido del abuelo, también mío y de mi familia, porque aquellas tierras eran parte de cada uno de nosotros; de verdad y en justicia nos pertenecían. La noche anterior la pasé en el predio del frente, que da justo a las que eran las tierras del abuelo y nuestras.

Aquella mañana me levanté casi de madrugada. El lugar era el mismo, a excepción del viejo caserío de la lejana colina que se divisaba algo distinto, diferente al que se acostumbraba a ver; también el profundo verdor era distinto, provocado por otras especies arbóreas que lo hacían casi desconocido. No eran los árboles de siempre, ni menos aquella armonía endémica de toda su flora. Atrás quedó lo que ansiábamos todos, o casi todos porque algo había pasado, alguien nos había traicionado, alguien había provocado aquel acto de felonía al sublime proyecto del abuelo… más aún, traicionado al abuelo y al resto de su familia.

Me dirigí con paso seguro y con las palabras precisas que debía utilizar para encarar a Aníbal. El recuerdo del abuelo me hizo tomar más fuerzas y convencimiento de lo que estaba haciendo era lo correcto. Mis ideas fluyeron a la perfección pues las motivaciones habían invadido toda mi voluntad, y los instintos de justicia embriagaron todo mi ser. Mis manos ya habían dejado de temblar, las piernas se presentaban rígidas, seguras. Mi respiración se había tranquilizado y el corazón latía lo más normal, con pulsaciones rítmicas hasta un tanto imperceptibles. No tenía sequedad en la boca y mi barbilla estaba rígida, no presentándose temblorosa en lo más mínimo. Estaba tranquilo, pleno en mi aspecto físico y emocional, ideal para realizar el acto de justicia que desde mucho tiempo había deseado. Nada impedía concretar mi futura acción.

El ingreso al predio lo hice por el costado opuesto a la entrada principal, como demostrando la familiaridad con el recinto y en cierta forma anunciando que mi visita no era oficial, ni de cortesía, más bien era mi obligación, de la que no necesitaba de formalidades, porque el sentido de pertenencia no admite cuestiones especiales ni menos aún rituales sociales.

A la casa ingresé por la puerta de servicio, la que a esa hora de la mañana ya se encontraba sin cerradura. Caminé por la larga galería, olfateé la atmósfera tan particular de siempre, la que me trajo muchos recuerdos. Quise saludar en voz alta, algo me lo impidió. Recordé las palabras con las que debería encararlo. No fue necesario ensayarlas mentalmente ya que me sentía seguro con el discurso. Ingresé luego al salón principal, ambientación que nuevamente me sumergió en la memoria, teniendo al mismo tiempo una gran nostalgia, transportándome a las vivencias más hermosas de mi vida. En ese momento fui otro. Todo mi ser se transformó. Mi personalidad y conducta fue envuelta de odio y agresividad. No sentí necesario utilizar ni las más mínimas palabras, a lo mucho un ademán descortés o un gesto de ira.

Mi instinto me llevó al armario que estaba ubicado en el lugar de siempre, a un costado del gran salón. Deslicé suavemente el cajón superior de este mueble y al mismo tiempo extraje el arma, localización que alguna vez me había indicado el abuelo. Avancé a la sala privada, que a esa hora de la mañana estaba inundándose de los primeros rayos del sol que entraban por el ventanal que daba al oriente. Divisé la silueta, luego en décimas de segundos, su rostro. Me miró fijamente, cómo queriendo que le diera alguna explicación de mi abrupta visita no anunciada. Estaba de acuerdo con mi recapacitación última, no necesitaba de palabras, discursos o argumentos… la situación tan particular no lo ameritaba. Dirigí mi mano al bolsillo interior de mi chaqueta. Saqué con la mayor seguridad el revólver y en menos de dos segundos por el cañón salieron los tres tiros que dieron muerte de inmediato a mi más terrible enemigo. El cuerpo de Aníbal en el suelo me trajo la paz que añoraba. Me sentí que había hecho el mayor de los nobles actos de justicia, aquélla que se le debía al abuelo, a nuestra familia y a mi propio ser.

El sonido de los disparos alertó al personal de servicio… y minutos más tarde la policía me llevaba al cuartel del pueblo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS