Despierta en su habitación tendido en el piso sin poder visualizar detalles, los lentes estaban a unos metros de su alcance producto de la caída, allí estaba Khaelos, un hombre de 23 años ensangrentado, cortes finos, punzantes y fríos del cristal que besó los tejidos profundos de sus nudillos y dorsos de las manos y su mejilla derecha. Recuerda a ese sujeto de abrigo largo y sombrero negro dispuesto a atacarlo, pero que no pudo definir por la falta de sus anteojos, allí, mientras se drenaba su vida. Miró hacia su derecha, por la puerta entreabierta ingresaba el frío invernal, pudo apreciar la estatua de piel fría, rocosa y gris en el patio, pero no podía mirarse frío como ella en un futuro, en vez de ello, lánguido, era Diana quien venía a su mente, su amada mujer que lo había abandonado hace unos días, por una confusión que le resultaba desesperada e incomprendida.

A tientas se levanta y se incorpora a la silla de su escritorio, si bien era zurdo, como pudo con su mano contrapuesta abrió la cajonera del mueble, mientras se comprimía y detenía escasamente el sangrado de su mejilla, retiró unos lentes de repuesto y se los instaló en sus sienes, lo suficiente para enfocar una imagen nítida en su retina. Una vez hecho esto y habiendo descansado unos segundos del esfuerzo, mira el reloj de pulsera con el segundero corriendo como de costumbre cerca del par de anteojos rotos por la caída, salpicado en sangre, pensando en lo sucedido. La puerta se encuentra abierta, pero no localiza huellas del desconocido que lo agredió, no hay pisadas hemáticas, no existen signos de forcejeo, la cama está correctamente tendida, sólo logra apreciar su característica indumentaria tirada a un costado de la muralla, a los pies de un espejo de pie colgado con los cristales rotos, empapados por la sangre de la víctima.

Intenta recordar lo sucedido pero un dolor le punza las sienes, Diana, su amada, le viene a la mente, quien le reclama por su errática conducta, asustada le menciona que su comportamiento de no reconocerla, lo hace irreconocible. Le reafirma sin mentirle, que ella no le es infiel con ningún Mascarello ni con ninguna persona, ni siquiera le es familiar ese particular nombre, que su amor por él – por Khaelos – es único y que parte con su lealtad hacia su persona, fue sólo un mal sueño de medianoche, una pesadilla con un trago amargo esclarecido con los rayos lunares que se inmiscuyen en la habitación matrimonial, a través de los cortinajes que dejan entrever que la noche está avanzada, que el astro está en su cúspide e ilumina todo el campo exterior.

Ya habiendo difuminado ese recuerdo de su mente, insta a reposar en su silla, se apoya en la mesa de escritorio de roble viejo, mientras la sangre ya coagulada en sus manos dejan de drenarse como el alma que deja el cuerpo de un agonizante, pero comienza a brotar nuevamente desde su mejilla derecha, lentamente por cada latido de su corazón, un hilillo que mancilla su cuello, corre por la orilla de su pecho hasta perderse completamente entre sus ropajes. Se siente muy cálido, como cuando Diana le besaba mientras le abrazaba. Intenta mirarse en el espejo a su derecha, pero ahí yacía roto sin poder objetivar sus lesiones ante sus ojos desesperados, ya calmos por la ida del agresor, tomó un pequeño trozo de cristal y logra mirar que su lesión está palpitante, pero que no es fatal ante su mirada.

Abre el cajón de escritorio de su derecha, una foto de Diana se deja entrever que toma cariñosamente, una pausa de milésimas de segundos permite que el tiempo se detenga, pero son los ojos templados los que son derretidos por las cálidas lágrimas que comienzan a brotar, a surcar sus mejillas y corroer sus lesiones tempranas. Un estremecimiento, un gemido de congoja por el abandono y la pérdida de aquel amor, había permitido que ese dolor característico en el pecho fueran más intenso que sus llagas sangrantes, el frío nocturno calara más hondo y la desesperanza se hiciera protagonista de la instancia de tristeza hacía Diana. En ese momento, unas gotas de sangre salpican sobre algunos papeles dentro del cajón, eran unas cartas las que se asomaban, firmadas en el sobre con la letra «M» en cursiva y en mayúscula.

Las lágrimas fueron detenidas desde su interior con la rapidez del impacto de una bala y una rabia se apoderó de su rostro, enardecido y olvidándose de la fotografía, dejándola caer, es el nombre Mascarello el que escucha en su cabeza en múltiples oportunidades y sin detenimiento. Toma el total de sobres evitando mancharlos con su plasma, cada uno fechado de días previos con remitente hacia Diana, escritos con pluma, hojas y tinta de ese mismo lugar. Mascarello, era él – aparentemente – quien había entrado a sus aposentos a escribirle a su amada en común,dejándole notas mientras ellos se encontraban fuera del inmueble, con la finalidad de lograr su cometido. Y lo logró.

Comienza a leer cada carta, mientras se mordía los labios con sorna, las cálidas lágrimas continuaban brotando sin cesar, escociendo esa herida que latía como un corazón destrozado, desangrándose. Era la pena de no haber visto nunca las señales, de haber confiado plenamente en Diana, de nunca haberle tomado el caso necesario y de nunca haberle visto el rostro a quien le estaba llevando su vida entera, su Diana, su amor. Encolerizado, se levanta con brío dejando caer la fotografía y las cartas arrugadas, se tropieza y cae junto a la muralla, se desliza por ella, acongojado entre secreciones que le drenan el cerebro y el corazón roto.

En ese instante, con una consciencia del todo incompleta por el sangrado, la recuerda, la lamenta y se cuestiona sus acciones, escucha voces en su cabeza que le preguntan por ella mientras otras le dicen que cobre venganza con ese malhechor hombre, pero son los acordes finos de la voz de su amada que lo distraen más y sigue sin comprenderla. La ve ahí ante sus vidriosos ojos, ahí entre recuerdos cuando ella, entre llantos le prometía no saber quién le dejaba esas prometedoras cartas firmadas, de esas noches cuando el deseo no tocaba una fibra de su ser, recordando el sonido de las pisadas que escuchaba cuando despertaba de esas tormentosas pesadillas en las noches, sin elocuencia y con cara de aflicción por parte de Diana, que al leerla me decía no comprender que estaba sucediendo.

A tientas se levanta nuevamente, toma los ropajes del impostor, a ver si con ello le devuelve a Diana a sus brazos, aunque sea con el aroma de ese hombre; se viste con ellos, la talla le acomoda, la copa se ajusta en su cráneo y el abrigo se deja caer laterales a sus piernas en su justa medida, la vanidad era compartida por ambos. Mientras sangra, mete su mano al bolsillo, encuentra una caja de cerillos perfecta para terminar con esas dolientes letras en papel, enciende uno para quemar las cartas de ese mísero Mascarello. Camina lentamente hacia el otro extremo de la habitación, dejando caer el papel envuelto en llamas al piso, esperando que el humo del incendio le lleve su conciencia mucho antes que el fuego mismo.

Cierra la puerta de la vivienda, afirmándose y arrastrándose por la pared, busca volver al escritorio para morir allí, sentado en aquel lugar donde descubrió que su amada no le era correspondida. “Mascarello” le susurraban las voces en su interior. Mascarello. Entre susurros de su boca que repiten el nombre de aquel hombre, una tristeza profunda mezclada con ira excesiva, bordeando charcos de sangre, se tambalea y pierde sus anteojos sin siquiera esforzarse en cogerlos, mira al exterior frente a una ventana, aún sabiendo que la visión será borrosa, espera cruzar la mirada con aquella imagen de piedra de mujer que tantos regocijos y buenos recuerdos le traía. Sin embargo, era otro el rostro que apareció en el cristal, era el hombre que las voces le susurraban en su mente: Mascarello.

Muy mareado por la pérdida de sus fluidos, con una imagen borrosa en el cristal, logra verlo a él, con su característico abrigo, con su sombrero y un corte en la mejilla derecha sangrante, pero más pálido, con sus ojos humedecidos y un rostro trastornado, percatándose que conocía a aquel individuo que le devolvía el vidrio, Khaelos conocía a Mascarello, sin saber de donde. Golpea con todas sus fuerzas el cristal buscando alcanzar al hombre, pero sólo logra aumentar las heridas en sus nudillos y mano izquierda completa, sintiendo el frío material cortar muy profundo, impidiéndole mover la extremidad con libertad, sin lograr dar con su enemigo. Mientras el fuego avanzaba y el humo impedía una visión completa, Khaellos coge un trozo grande de cristal del espejo roto y toma un último aliento antes de continuar.

Con la última lucidez que le quedaba, intenta alcanzarlo por el patio, pero las llamas besaban en su totalidad la puerta parte de las paredes y escudriñaban el cielo raso, esperaba morir allí pero no en solitario, se llevaría consigo al hombre que le había quitado su musa. Allí en la penumbra del próximo ventanal, mientras oía las voces en su cabeza, confundido, perdió el juicio, era el humo, la falta de sangre y oxígeno quizás: ¡acábalo,mátalo!…¡ayúdame!…¡Mascarello!…¡Khaellos!…¡Mascarello!…¡Khaellos!…¡Mascarhaellos!…¡Maskhaellos!..¡Khaellos!…Se tomaba la cabeza con ambas manos gritando, sin comprender del todo lo que estaba sucediendo, sollozando, las heridas ya no sangraban, no quedaban efluentes en su interior.

Allí, lateral al ventanal sudoroso y escondido, decidido llevarse a ese hombre a la muerte sin saber cuál era su nombre, se dispuso con firmeza ante el vidrio, vio al mismo individuo y escuchó las mismas voces de antes, con el cristal en su mano derecha tan firme que le cercenaba la piel y los músculos, intentó degollarlo con el mismo, pero sólo se topó con el vidriado que chirrió ante el contacto. En ese instante comprendió todo, para terminar con Mascarello, debía terminar con su vida, sin pensarlo guillotinó su propio cuello mientras miraba su reflejo, con una sonrisa en el rostro, susurrando el nombre de su enemigo y escuchando las voces que lo alentaban. Su mente y su corazón estaban deshechos…

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