DESCONFINAMIENTO

DESCONFINAMIENTO

Sulvedú

01/03/2023

Las palabras son imágenes del cuerpo encerrado. ¿En qué momento exigimos más libertad de hastío? Acaso Dios no entiende lenguaje humano, y frente a lo que pedimos, interrumpe un momento sus meditaciones, y como el padre que carga al bebé encerrado en su cuna, nos da un beso de paz. Pero ya no sentimos. Seguimos llorando, quejándonos por ser tan pequeños y odiar nuestra cuna y los juguetes en ella. Entonces inventamos las señas y un lenguaje que solo entendíamos nosotros, y lo utilizamos cuando nos sacaban de la cuna para comer y pasear. Seguimos creciendo, desarrollando esa lengua que Dios no sospechaba. Como adolescentes nos enfrentamos al padre, que ya débil y metido en su silencio, no podía detenernos. Siendo jóvenes no buscamos ni siquiera esconder la lengua inventada, e incluso metíamos términos de esta en la oración que por respeto entonábamos dándole la espalda y riendo. Los adultos cuidaban a Dios, al padre, y de vez en cuando le reprendían por ser tan cavernario e impasible con sus gallardos hijos y aún más para sus vigorosos nietos. Y la ley era olvidar y dormir, la causa se convirtió en sostener al bebé y hacerlo reír todo el tiempo, y el destino era conseguir cunas más grandes y juguetes más pequeños. Entonces la Sombra, que había marchado junto con el Dios viejo al cuarto de arriba, que tenía la suficiente altura para que no se escuchara su lengua ininteligible, se presentó frente a los viejos nuevos, contra los jóvenes charlatanes e incluso ante los niños viejos que nacían con el lenguaje heredado de sus antepasados. Y esa Sombra buscó la primera cuna, la que había hecho el mismo Dios en su juventud, y encerró a todos los hombres y futuros dioses, haciendo que cada uno se perdiera en las voces y reflejos de los otros. La Sombra llamó al Dios viejo, y este demoró en bajar porque sus piernas eran muy fuertes y lentas, y debía bajar muchos pisos, y no podía dejar de deslumbrarse al ver tantas cunas maravillosas creadas por sus hijos. Finalmente ingresó a la misma habitación en que antes había sido un padre imperfecto para seres perfectos. Se conmovió al ver a sus hijos y nietos y bisnietos, todos agolpados e invertebrados. La Sombra le ofreció al Dios viejo no sacarlos, dejarlos allí, frente al gran espejo que ellos mismos llamaban madre, hasta el final de los tiempos. El Dios viejo los vio encerrados, y no pudo sentir ninguna forma. Si tan solo uno de esos antiguos hombres le mostrara un lunar que reconociera su regazo, sus ojos vidriosos, su corazón exiguo. Entonces, asumiendo aquella inclinación del Dios viejo sin resultado ni emoción, la Sombra se concedió el destino de los renacuajos y dictaminó que la cuna debía salir de la casa. La Sombra empujó tan fervorosamente la cuna, lo hacía con tanta exaltación en su oscuro centro, era sublime el movimiento de todo su ser, que hasta el Dios viejo tuvo que reconocer su esfuerzo. Cuando las patas delanteras asomaron a la calle, el umbral brilló, y la Sombra se inmoló deshaciéndose en el alba. La cuna estaba fuera, cerrada y huérfana. Los cuerpos tuvieron huesos y cabellos, y la cuna se abrió para dejarlos salir. Ahora salieron pequeños e indefensos, con la sabiduría de mil cunas, de un Dios viejo y de una Sombra muerta. La ciudad era nueva.

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