El Oficinista (Quinta Parte)

El Oficinista (Quinta Parte)

El día había llegado. Como parte del equipo de recepción salimos muy de madrugada a Curanilahue. El tren y sus coches habían sido decorados casi todos el día anterior. Sobraban voluntarios y voluntarias para engalanarlo. Cintas, escarapelas, banderines, guirnaldas, flores… todo lo que se había planificado para su ornamento era una realidad. Antes que cayera la noche ya estaba adornado, parecía un tren sacado de un libro de cuentos o propio de alguna mitología. En verdad era un tren surrealista. Colores y más colores… lienzos con consignas alusivas a tan insignes visitas. También resaltaba a la distancia el humo de colores que lanzaba la vieja locomotora a vapor —que con el efecto de algunas sustancias químicas, traídas desde el puerto de Valparaíso— la hacían una fantasía única. El tintinear de la campana, los silbatos y los propios efluvios de la locomotora daban la partida al esperado viaje. Miles de vecinos y vecinas fueron a despedirlo. Todo el recorrido lo hizo lentamente para cuidar su engalanado mágico y mientras iba avanzando muchas personas se apostaban por la vía, saludándolo eufóricamente. El ingreso al sector estación de Curanilahue lo hizo a media mañana. El tren en que venían las autoridades era el mismo del servicio ordinario, salvo que este traía un coche especial, de primerísima clase, para entregar las mayores comodidades a tan honorables autoridades. El grupo que veníamos al encuentro —que no éramos pocos— comenzamos a prepararnos porque según el horario en cualquier momento podrían llegar. Mientras las damas comenzaron a realizar sus últimos retoques de sus peinados y maquillajes, nosotros acomodábamos los nudos de las corbatas y mejorábamos nuestros peinados. Creo que esto lo hacía la mayoría más por nerviosismo a porque de verdad lo necesitaba.

La escuálida banda municipal, que no superaba la docena de integrantes, hacía sus últimos ensayos. Se oían un tanto desafinadas las notas de algunos bronces, entre ellos tuba, trombón y trompetas. Mantenían el ritmo y compás sólo el tambor, los platillos y las dos cajas. Los músicos demostraban gran entusiasmo, y a pesar de ser de distintas tallas y contexturas relucían impecables con sus uniformes completos, favoreciendo a ello charreteras y otros adornos brillantes que les brindaban el mejor aspecto para tan particular ceremonia que se aprestaban marcialmente a iniciar.

—¡Sintieron! ¡Sintieron! ¡Escucharon…!

—¡Ahí viene! ¡Ahí viene! —fue la efusiva voz de un joven plegarino, acompañado de un ademán de silencio y curiosidad.

—¡Sí, ahí viene! ¡Ahí viene! —dijeron todos a coro. En efecto, el tren había iniciado su seguidilla de pitazos característicos, favorecido por el viento norte que no dejaba ninguna duda. Mientras el tren se aproximaba a la estación, la multitud trató de acercarse al andén, pero no pudieron, los carabineros tenían todo acordonado para brindar el máximo de seguridad a las autoridades. Aplausos, gritos, sombrerazos, saludos, venias… era un todo en la estación. El señor ministro descendió del vagón después que lo hiciera el presidente de la compañía y parte de la comitiva. Su altura y esbeltez —que le hacían lucir a la perfección el impecable traje oscuro y sombrero— junto a su tez blanca, ojos verdes profundos permitían hacerlo un individuo muy distinguido.

—¡Bienvenido señor Ministro! —fueron las primeras palabras de rigor del señor alcalde, quien inmediatamente presentó uno a uno a regidores y a los respectivos administradores de las Compañías Colico Sur y Plegarias. Lo mismo hizo el Secretario de Estado con su comitiva. Fueron instantes un tanto tensos. A momentos se produjeron equivocaciones y varios intervalos de silencio. Se escuchaban algunas murmuraciones de los respectivos asesores —que con seguridad se debían a ciertas descoordinaciones, considerando que las autoridades representaban al Estado y a la empresa privada.

El Presidente de la Compañía de Lota —que reflejaba prestancia por su aspecto físico y refinada vestimenta— mantenía cierta distancia y prudencia, se notaba un aura de superioridad y de cierto recelo a las autoridades políticas, cuestión que noté en sendos saludos de mano, que más que apretón eran roces con dedos rígidos y de una frialdad cadavérica.

—Hable señor alcalde… Hable… —fue el notorio susurro que se sintió de parte del secretario municipal, acompañado de un sutil codazo.

—A usted le corresponde primero, a usted… Comience con el vocativo —insistió entre murmullos su asesor.

—¡Buenos días excelentísimo Ministro de Economía y Comercio, señor Boris Cervera Moliner!

—¡Buenos días excelentísimo Presidente de la Compañía Carbonífera de Lota, señor Federico Barroso Girón!

—Señores regidores de la comuna de Curanilahue.

—Señores administradores de las Compañías Colico Sur y Plegarias… Fue el inicio de una larga lista de saludos protocolares y otros tantos ritos para dar la bienvenida a la comuna a estos personeros, y lo que ello significaba para los curanilahuinos. Era un extenso discurso de más de cinco carillas, que a momentos se salía de él para tratar de dar explicaciones u opiniones innecesarias. Fue más de las veces reiterativo. En varias oportunidades vi bostezar al ministro y otras tantas al Presidente de la Compañía de Lota, este último acompañado con gestos de indiferencia.

—¡Es un acto nuestro! ¡Es nuestro…! —fue la voz más inoportuna y que había llegado a interrumpir la importante ceremonia.

—¡Nosotros hicimos los trámites para que viniera, nosotros …! —prosiguió con su enérgica expresión un muy apasionado plegarino.

—¡Es nuestro invitado! —se escucharon voces desde la multitud, que luego de ser locuciones aisladas, se fueron multiplicando, transformándose en un gran coro.

—¡Es nuestro invitado!¡Es nuestro invitado…!

Fue en ese mismo instante que la remozada locomotora salió desde extremo poniente del recinto, acercándose lentamente. Se hizo notar con el tintinear de la campana, los silbatos y los constantes efluvios. Su resonar invasivo colaboró para dar término precipitadamente al acto.

—¡Suba señor! ¡Suba señor…! —señaló de manera convincente y muy segura Escudero. Fue un repentino empellón que hizo moverse por la propia inercia del impuso al señor ministro y con él, su comitiva. El tumulto favoreció con el objetivo. Fue más bien un rapto que hizo el grupo de plegarinos. Después de arrebatar al señor ministro y haberlo arribado al tren, éste inició su marcha rumbo a Plegarías. Atrás había quedado el bochornoso espectáculo que todos querían olvidar. Junto a Escudero tratamos de componer el ambiente. Para romper el hielo ofrecimos café y cigarrillos a tan ilustres visitas. El señor ministro se sacó su sombrero y guantes, tomando una posición más relajada. Repetidamente el Presidente de la Compañía de Lota hizo lo mismo, pero a pesar de ello no logró conseguir ni en lo más mínimo una posición informal.

—Usted entenderá… Los egos… el figurar… —dijo Escudero al ministro como para justificar la actitud de las autoridades locales.

—No se preocupe, hombre… estoy acostumbrado a esto. Viajo permanentemente a lo largo del país y esto es habitual —señaló de manera acomedida el ministro.

—Sí señor… entiendo; pero creo que tendríamos que haber previsto todo esto —señaló Escudero con la mayor convicción.

—Bueno, los políticos somos así. Qué le vamos a hacer —replicó moviendo la cabeza el ministro.

—Espero que nos disculpe, señor, por lo que pasó allá en Curanilahue —señalé para tratar de ayudar a Escudero.

—Bueno, señor presidente, usted no creo que entienda; pero igual le pido disculpas —dijo el administrador de Plegarias a su superior de Lota. El presidente se mantuvo casi inmóvil e indiferente ante tal explicación, salvo que al final hizo un gesto un tanto sutil con la mano, como queriendo que no siguiera con tales explicaciones.

El tren ya se había retirado del centro de la comuna minera y comenzaba su ruta. Los acostumbrados vaivenes y bamboleos trajeron un poco de preocupación a las altas autoridades, también a los anfitriones. A los primeros, por la inseguridad; a los segundos, por las incomodidades. Mientras la marcha se había normalizado, el presidente de la Compañía de Lota —Federico Barroso— pidió permiso al ministro para conversar en privado con al Administrador de Plegarias, Eliseo Artiaga, desplazándose seis butacas más atrás.

—¿Y cómo va la producción? —señaló tajantemente Federico Barroso, sin el mayor preámbulo.

—¡Bien señor, va bien! En este momento hemos aumentado en un veinticinco por ciento la producción respecto al año anterior. Esperamos continuar así por un largo tiempo. Existe muy buena veta, señor, —respondió bien convencido y con un tanto de orgullo el administrador Artiaga.

—¡Qué bien! Pero debemos producir aún más todavía. El país se está desarrollando rápidamente. Cada día aumenta más y más el sector productivo, y nosotros, la industria del carbón, debe dar cumplimiento a toda la demanda del mercado. Es nuestro compromiso con el desarrollo del país —aseveró enfáticamente Barroso—, recuerde que ahora —prosiguió apoyándose con sus dedos para el conteo—, con la creación de la Compañía de Acero del Pacífico de Huachipato, la construcción de la Refinería de Petróleo de Concón, la construcción de la Fundición Paipote, la creación de la Industria Azucarera Nacional, por nombrar las más relevantes. Tenemos el gran desafío del abastecimiento hacia la industria nacional y es nuestra primera prioridad.

—¡De acuerdo…! ¡De acuerdo, señor! Pero junto a la política de desarrollo productivo que usted plantea, señor presidente, ésta debe ir acompañada con beneficios y estímulos para los trabajadores. Ellos son la parte más importante de la producción. Todo pasa por ellos, todo… —planteó con cierto titubeo el administrador Artiaga.

—¡Sí! ¡De acuerdo! Pero piense usted también que nuestra compañía ha invertido mucho capital en bienestar para los trabajadores. Ellos cuentan con cómodas casas para sus familias, incluidos los servicios de electricidad, combustible y agua potable. Agregue a ellos el transporte ferroviario sin costo —único servicio gratuito en el país—. También hemos hecho muchas gestiones con organismos públicos, entre ellos, facilitando toda la infraestructura, para que las familias de nuestros trabajadores cuenten con escuela, centro de salud, servicio policial, salón social, comercio, entre otros servicios y comodidades. ¡Ah…! Y todo esto es dinero. Son recursos que nuestra compañía entrega a sus trabajadores. Esto debe valorarse como lo que es. La compañía tiene en su política el bienestar de sus trabajadores y está a la vista —concluyó con cierta vehemencia el presidente de la compañía, valiéndose de estos contundentes argumentos.

—Entonces, dígame, ¿Usted está del lado de los trabajadores o de la compañía? —dijo molesto Barroso.

—Sí señor. Entiendo. Pero los trabajadores ven los beneficios como propios cuando son parte de su salario. Para ellos eso es lo único que tiene valor monetario. Pero bueno, tendremos que hacer una campaña para que valoren los diferentes servicios que les aporta nuestra compañía, le parece. Será mi tarea —señaló con cierta convicción Artiaga.

—Señor, no se trata de eso… es que me refiero a una realidad, nada más —respondió Artiaga un tanto angustiado.

—Nuestra compañía está inspirada en el empresariado inglés, ahí está nuestro referente —señaló Barroso, y continúo con sus observaciones—. La política de nuestra compañía está basada en la filosofía del nuevo hombre contemporáneo. Es el modelo de administración de los países industrializados, o al menos acercarnos paulatinamente hasta allí. Piense usted que ahora con la nueva normativa, que serán realidad antes de diez años, está la exigencia de la seguridad de los trabajadores. Se exigirá que todos los obreros utilicen casco, zapatos de seguridad, antiparras y otros elementos necesarios para su faena. Sume a ello que ya no podremos tener trabajando en nuestras minas a menores de edad, ni a jornaleros sin contrato laboral y se exigirá que a todos los trabajadores se les cancele el seguro social. No tendremos obra de mano barata. Entonces, como verá, vienen muchos, muchísimos cambios y tal vez no será tan viable seguir con estos proyectos mineros aquí —sentenció finalmente Barroso.

—Bueno, creo que tendremos grandes desafíos y habrá que hacerle frente. Lo importante de mi papel como administrador de que nuestra compañía tenga buena producción y por supuesto cifras azules, siempre el balance a favor de la empresa —señaló sumisamente Artiaga para tratar de componer su opinión anterior.

—¿Y cómo anda el movimiento obrero? ¿Están organizándose como en el norte? Aquí le voy a pedir que tenga mucho cuidado con los líderes que pudieran generarse. Hay que tener mucho control… y recuerde que nosotros tenemos el sartén por el mango. La ley de defensa de la democracia o ley maldita está a nuestro favor —dijo de manera enérgica Barroso—.

—Pierda cuidado, aquí la conducción del movimiento de trabajadores está siendo asumido por las organizaciones de los empleados. Lo tengo todo controlado, señor —dijo dócilmente Artiaga.

Fue todo. Barroso no dio tiempo ni oportunidad para seguir la conversación, ni hacer los mínimos comentarios, como demostrando que eso era lo único que le importaba. Se puso de pie y se dirigió rápidamente a su puesto original, junto al ministro. Tras él, repitiendo casi los mismos apresurados movimientos —Artiaga— cabizbajo, volvió a su puesto.

Adornos al viento… humo de colores, banderas, guirnaldas, lienzos, flores… y cuánto adorno más hacían lucir a la locomotora y sus coches, convirtiéndola una fantástica nave transportadora. Por entre el tupido bosque, subiendo, subiendo… por la inclinada y zigzagueante vía férrea rumbo a destino, marchaba sin cesar el festivo tren.

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