Con la yema de los dedos recorre detenidamente su rostro. Presiona suavemente la curvatura de cada uno de sus rasgos, se acaricia la frente y siente con delicadeza la flacidez de esas casi imperceptibles, pero definitivamente reales patas de gallo que enmarcaran a sus parpados. Observa su corto cabello negro y el espacio que su frente le fue ganando en esas entradas que dan forma a una suerte de lanza o flecha que señala al frente.

Estudia su reflejo con detenimiento. Necesita estar seguro, que no le quepa la menor duda; se quita toda la ropa casi en un espasmo. Su torso dominado por asimetrías, el pecho inundado en vello, sus piernas delgadas, todo está donde se supone. Todo es como se supone.

El pecho le trae otras sensaciones. Un vacío, una nada, una mano invisible le presiona la boca del estómago y respirar se hace difícil, no se ahoga, pero necesita inhalar y exhalar a conciencia, una y otra vez. La lengua comienza a pesarle y le resulta imposible ignorar la punta de su nariz. Ubica mentalmente cada centímetro cuadrado de su cuerpo, cada espacio de sí mismo cubierto por su piel le trae sensaciones individuales. Le resulta imposible evitarlo.

Vuelve a prestar atención a su reflejo. Piensa en que extraño es poder verse desde fuera, ve su mano recorrer su cuerpo y trata inútilmente de unir sustancialmente el tacto con lo que le devuelve la vista.

Pero al espejo de nada se lo puede culpar, hace lo que de él se espera, devuelve la imagen inalterada del cuerpo humano frente a él. Y esa imagen no revela ninguna incongruencia, nada está fuera de lugar, todo está donde lo dejó ayer.

Dos golpes a la puerta rompen su estado de concentración.

-¿Todo bien amor? Necesito el baño, hace una hora estas ahí-

Esa voz amable le resulta remotamente familiar. Como en un solo golpe llegan a su mente imágenes de ella, de abrazarla, besarla, las discusiones, hacer el amor, la casa, las mascotas. La noche anterior y los años pasados juntos. Pudo unir cada recuerdo con el anterior, hilar lentamente la causalidad hasta los primeros recuerdos proyectados como una película, frente a él.

Exterior. Visto y no vivenciado. Proyectados. Eyectados. La naturaleza de sus recuerdos le resulta aterradoramente ajena. Su cuerpo se siente extraño. Ocupado, parasitado por un espíritu inmigrante de algún otro plano desconocido o incluso engendrado en el momento exacto que sonó el despertador.

SOY el parásito. SOY el espíritu posesor.

La duda es consistente. La nada lo inunda desde su estómago hacia afuera, siente que todo el mundo está colapsando desde adentro, se manifiesta la inminencia de algo, un error, un fallo que devele claramente la farsa monumental de su existencia. Miedo, angustia, confusión.

-Si amor, ahora salgo- Responde su boca en un automatismo axiomático.

Camina por la casa. Su perro corre a él eufórico por verlo esa mañana, amigable, amado. Se prueba los calzados con particular atención y nota el desgaste causado por la forma exacta de la planta de sus pies. Sale a la calle y la vecina lo saluda, distante pero cordial. Encaja los movimientos y reflejos exactos para conducir su auto, la música en el estéreo le resulta agradable. Llega al trabajo y todos lo conocen, de nuevo la misma cordialidad distante.

Sigue esperando. Sigue sospechando. Algo debe suceder, todo es tan inexplicablemente normal, tan irracionalmente habitual. Todo funciona en una danza sincrónica que lo ubica como testigo participe, pero sin entender cómo llego a ese lugar. ¿Quién monto la escena? ¿Para qué público está actuando? ¿Cuál es el final de esta obra?

YO-NO-SÉ

Es la única certeza presumible.

YO

¡QUIÉN! Se pregunta.

Soy el que busca la prueba, la veta, el intersticio entre las certezas.

Pero el día transcurre con monótona normalidad, es difícil encontrar algo que se siente presente pero no se sabe que es.

Las horas pasan una detrás de la otra, sin falla. El cuerpo le pide comida, descanso. Volver a casa. Ese cuerpo le pide incluso rendirse en esa búsqueda infructuosa que le ha ocupado todo el día, todo el día que bien pudo haber sido toda su existencia.

Acostado, con la vista fija en el rítmico girar de las aspas del ventilador se niega al sueño. Pero la naturaleza de su carne es más fuerte, y de a poco se apaga. Se esfuerza en guardar un recuerdo, una prueba innegable de quién vaya a despertar mañana siga siendo él mismo. Muerde con fuerza sus labios y un suave sabor sanguinolento le llena la boca. Buscará mañana los rastros de sangre. Si hay mañana.

El radio reloj la despierta, como cada día a las seis de la mañana. Está sola, diez años ya de monótona viudez. El espejo le devuelve la imagen de todo en su cotidiano lugar, apenas una pequeña mancha de sangre se asoma inexplicable en la comisura de sus labios.

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