Recuerdo que hace algunos años le manifestaba a mi psicóloga sobre el desconcierto y la confusión que sentía entorno al amor. Me asombraba la ligereza con la que otras personas se referían a él, mientras que yo no sabía si experimenté eso por alguien, o si otro lo había sentido por mi.
Casualmente era la época en la que empezaba mis estudios en filosofía, como comúnmente se le define: el amor a la sabiduría. Respecto a ello, admitía mi inclinación por el aprendizaje y las distintas formas de adquirir conocimiento. Pero aún así, dudaba si yo realmente amaba aquello, y sobre todo, me sentía inseguro en cuanto al significado de amar. Esto ya denotaba una actitud propia de un filósofo, especialmente uno como lo concebía Platón.
“Quien conoce la verdad se expresa de manera decidida y segura; el que desconfía y está aún investigando cual Sócrates, lo hace con miedo de no hacer el ridículo”[1]. Esto es parte de lo que Platón quiere explicar sobre la actividad y el camino de la filosofía.
Así la afirmación de las múltiples cosas bellas que participan de la belleza en sí, es un reconocimiento que hace todo aquel que se dedica a la contemplación de las ideas más elevadas de la filosofía según Platón.
De esta forma, el filósofo se desmarca de aquellos que aparentan ser filósofos, pero no lo son. La atención estos se queda en la multiplicidad de cosas bellas, sin intención de ver lo Bello mismo. Platón les llama diletantes, opinan pero no conocen plenamente.
La idea de lo bello en sí corresponde a un eidos que está fuera del espacio-tiempo, ya que son ideas eternas e infalibles. Este es el conocimiento que conforma la parte más importante del dualismo ontológico, pues es la potencia de mayor alcance de todas.
Por el contrario, la otra parte pertenece a la opinión (doxastica). Aquello que es falible y perecedero. Esta se inscribe en el mundo sensible, pues los objetos de este mundo están en una constante inestabilidad, un tránsito entre el ser y el no ser. Por esto, de él sólo se puede tener opiniones y no ciencia.
En cuanto a este ámbito, se debe considerar que aunque sus entidades son finitas, no llegan a desparecer por completo, pues el cambio solo es de un opuesto a otro y no en términos de no existencia. Esto Platón lo comprendió gracias a la influencia de Heráclito.
Así mismo, Platón sigue a Parménides en el sentido de imposibilidad de contemplar la nada, porque sólo se tiene conciencia de lo que existe. El ser es naturalmente cognoscible, y lo que no está siendo, no se puede conocer en ningún sentido. No hay forma de obtener conocimiento de la no existencia, puesto que el conocedor sabe de algo que es y el no ser corresponde con la ignorancia.
Aunque Platón pensaba que lo opinable no es conocimiento, tampoco consideraba que fuese ignorancia, ya que se opinaba sobre entes reales. En este sentido se diferencia de Parménides, pues este no le daba ninguna valor a la opinión. Por el contrario, Platón se preocupó por darle un lugar importante a la doxa, un punto intermedio entre ciencia e ignorancia. No obstante, no se trata de cualquier tipo de opinión, ya que perteneciendo al mundo sensible, es falible y contingente, puesto que a veces se equivoca. Por esa razón, se toma como punto de partida a las opiniones verdaderas.
Si bien es cierto que Platón le da un lugar relevante al mundo sensible; el diletante no aspira a alcanzar el mundo inteligible. Plantón señala que estos son hombres prácticos y de acción, amantes de los espectáculos del mundo físico.
En contraste, los verdaderos filósofos se mueven entre lo sensible e inteligible, pues reconocen al mundo físico como el inicio de un viaje al conocimiento absoluto. Por ello Platón estimaba que las opiniones dadas en este ámbito, deben direccionarse con ciencia. El que no lo asimila así, obtendría un criterio ciego. Se asemejaría al que estima algo verdadero, pero no pueden comprender ni siquiera porqué es así. Similar a la narración del prisionero de la caverna, que después de liberarse dejó de ver las sombras pero seguía en la oscuridad. No era un ignorante, tenía alguna idea de cómo se le presentan las cosas, pero no sabía lo que son en sí mismas.
A partir de este argumento, Platón desarrolló la alegoría del sol. Esta comprende una relación homónima entre el mundo sensible y el de las ideas, con esto se da cuenta de lo que permitirá contemplar el conocimiento absoluto.
Para lo sensible, en casi todos los medios de percepción se requieren del sujeto que capte y un objeto que sea captado. La única excepción que necesita un factor adicional es el sentido de la vista. Este elemento es la luz, pues sin ella los colores del objeto serían invisibles y por tanto no habría forma de verlo. Es evidente que el causante de esa luz es el órgano solar que potencia la capacidad para conocer, el ojo del mundo sensible que permite ver con claridad.
De la misma forma, lo inteligible requiere de algo que ilumine el conocimiento de las ideas infalibles. Así como necesita iluminación, también necesita de un ojo que dirija su mirada hacia la verdad y al ente que alumbra. De lo contrario, se encontraría sin inteligencia y mucha confusión en la oscuridad. Por esto, la luz que dota de verdad a las cosas cognoscibles es la idea de lo bueno en sí y se direcciona a él mediante el alma, pues esta es la vista inteligible que puede contemplar las ideas eternas.
Del mismo modo, en el mundo sensible, el sol no sólo es el principio de conocimiento sino también de existencia de las cosas, ya que les proporciona engendramiento, crecimiento y alimentación. Aunque el mismo no sea generado, porque siendo la causa debe ser anterior y superior a todo otro ente. De igual forma, las ideas no sólo reciben del bien la posibilidad de conocerlas, sino ellas mismas existen por la forma suprema de él.
Esto Platón lo explica mejor con la alegoría de la línea, en la que el mundo inteligible está por encima de lo visible. Esa línea la divide en dos partes desiguales[2]. Luego estos fragmentos también se divide en dos. En el primer sub-segmento de abajo hacia arriba del mundo sensible están las imágenes o sombras, por otra mitad están los objetos físicos.
Luego para dividir lo inteligible, tomó en cuenta al alma servida de las imágenes de las cosas imitadas. Ella se ve forzada a investigar a partir de supuesto para llegar a una conclusión. Se traza su propio camino con los eidoses y mediante ellos. Esto funciona tal cual el pensamiento lógico matemático, esta es la forma del razonamiento deductivo.
Del mismo modo funciona el razonamiento discursivo que permite entender la condición de las formas morales y matemáticas del mundo inteligible. Se hace referencia estas mismas por la facultad que nos proporciona cada una. Pero las formas morales se configuran superiores a la matemática, porque el método que lleva a ellas está por encima en términos gnoseológicos y ontológicos.
Por la parte gnoseológica, se marcha a un principio no supuesto. Se trata de algo que no necesita demostración en lo absoluto, pues la forma del bien por si misma, no requiere una explicación, ya que ella le da sentido y razón de ser a las demás formas, a la vez que favorece el desarrollo de las capacidades intelectivas.
Esta otra función parte también de un supuesto pero sin recurrir a imágenes, esta es la intuición intelectual que avanza de forma ascendente. Platón da el ejemplo de aquellos que saben de geometría y todo lo que concierne a ella. Ellos no consideran que deban dar cuenta de las fórmulas, ya que piensa que son muy claras y evidentes. Por eso la ciencia matemática toma los principios y los desarrolla. Pero Platón señala que eso que ellos llaman principio último, no es realmente sino un supuesto. Lo que sucede aquí es que el matemático aún no se ha dado cuenta que hay algo situado mucho más allá de las formas matemáticas.
Pero el alma que indaga, en algún punto se empieza a cuestionar si es posible pensar en algo más que fórmulas y números. Entonces se dará cuenta de eso superior que es la forma del bien.
Si hay un sujeto que puede conocer los valores universales y asimilarlos para actuar en consonancia con ello, ese es el que debe guiar a los demás. Platón insiste en que es el individuo que debe conducir el gobierno, en función de la idea del bien y proporcionando la visión en conjunto de toda la realidad.
Por esta razón, una vez que se llega a ese conocimiento elevado, es necesario volver a descender, pues como se mencionó anteriormente, la labor filosófica está en un constante tránsito de lo sensible a lo inteligible. Así, luego de contemplar al conocimiento mas alto, se debe educar al que no está iluminado por la verdad. Pero primero tiene que enseñarse a sí mismo, de acuerdo a la nueva visión que tiene del mundo por la idea de lo bueno en sí, pues sólo así se puede guiar a los demás en su ascenso a la luz.
Eso Platón lo representa en la alegoría de la caverna, mediante el prisionero que logra escapar de ella. Después de ser deslumbrado por el sol, sus ojos son afectados por la transición de la oscuridad a la luz. Aunque logra acostumbrarse con una preparación previa. Así mismo, Paltón señaló que cuando el prisionero vuele a la oscuridad para dar testimonio, se ve obligado a re-articular la visión que antes tenía de ese mundo.
De acuerdo con estos argumentos, es pertinente asimilar la región que se manifiesta por medio de la vista, con la prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con la potencia del sol. Comparar el ascenso a la contemplación de estas cosas, con el camino del alma hacia el ámbito inteligible. Platón insiste que dentro de lo cognoscible, lo que se ve al final es la idea del bien. Una vez captada, se concluye que esta es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y en el mundo eidético genera verdad e inteligencia.
Referencia Bibliográfica
Platón. Obras Completas. Caracas. Universidad Central de Venezuela y Presidencia de la república. Vol, VII. 1981.Pg, 255.
a y Presidencia de la república. Vol, VII. 1981.Pg, 255.
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