La cantidad de cocido ingerido ha sido obscena. La media barra de pan empapada en tocino como fin de fiesta: pornografía pura. A la pobre criatura le cuesta respirar. Hasta pestañear supone un esfuerzo ciclópeo para nuestro rollizo comensal.
¿Postre? Anuncia el camarero, casi por obligación, siendo testigo de la dificultad respiratoria de su interlocutor. Las integrantes de la mesa contigua, tres alegres sexagenarias, observan orgullosas la casta de aquel joven de buen yantar, el nieto insaciable soñado por cualquier abuela. Cuando el chico consigue tomar aire para pronunciar las palabras arroz con leche, el salón enmudece, el camarero se queda paralizado y las abuelitas están a punto de aplaudir. Nuestro avezado camarero piensa en mentir por la salud del chico, en decir que no les queda arroz con leche, pero también es servicial, profesional y algo egoísta, pues desea ver si el joven es capaz de comerse el postre sin explotar. Desea presenciar aquella hazaña heroica y reproducirla oralmente en el futuro cual cantar de gesta; así que asiente y se marcha a la cocina.
En el ínterin, el joven se desabrocha el cinturón. Los gases buscan una salida, y él se la concede; con naturalidad silenciosa salen al exterior, invisibles pero reales.
El camarero retorna con su mejor sonrisa. Camina erguido, hierático, alzando el cuenco de arroz con leche como si estuviese consagrado por el Papa. Al depositarlo en la mesa añade un qué aproveche y se retira a un lugar estratégico para ver, sin ser visto, el acto final de la obra maestra.
Nuestro joven héroe coge la cuchara y la hunde en el cuenco. Cuando se la lleva a la boca es, por primera vez, consciente de la expectación que su acto genera en los presentes; así que sobreactúa, sus movimientos son más plásticos y delicados, los calcula y ralentiza para el deleite de la sala, estirando el momento para seguir siendo protagonista.
El musical tintineo de la cuchara al escarbar en el cuenco anuncia el final del postre. Son las notas finales de un adagio.
El salón arde en deseos de aplaudir, pero las normas tácitas del decoro lo impiden; aunque no es necesario hacer explícito mediante el sonido la satisfacción que reflejan los rostros de los presentes.
El joven levanta la mano, pero ¿qué más quiere? Café. Un café solo, largo, como una noche sin luna. Sabe que es una temeridad, pero el sacrificio es necesario para no caer en brazos de Morfeo. Bebe. Se quema los labios y la lengua. Le gusta la sensación. Se levanta de la silla tomando las precauciones necesarias para no parecer un manatí en apuros, abrocha su cinturón, echa una mirada al plenario y está a punto de hacer una reverencia, pero se contiene. Suelta unos billetes sobre la mesa que incluyen propina. Toma aire y se prepara mentalmente para empezar a caminar.
El camarero quiere abrazarlo, por si no vuelve, por si la despedida es para siempre. El protocolo se impone: le dedica una sonrisa llena de admiración y respeto que el joven le devuelve a duras penas, pues todos sus esfuerzos están puestos en andar y respirar al mismo tiempo.
El sol veraniego de mediodía ataca a nuestro joven héroe con rayos flamígeros. Es un antagonista poderoso. No está solo. Tiene aliados: el asfalto, el motor del autobús que pasa, la ausencia de sombra. Pero el joven tiene un poder secreto, más útil de lo que pueda parecer. No ser un quejica: aceptar la realidad tal y como se le presenta. Camina bajo el sol, suda como un detenido en un interrogatorio. Le cuesta respirar, pero sigue caminando. Sabe que la tierra prometida está solo a unos pocos pasos.
El joven se detiene poco antes de llegar a su destino, abotona su camisa, saca la corbata con nudo Windsor y se la ajusta al cuello; atusa su pelo y proyecta una imagen mental de sí mismo que es de su agrado. Reanuda su paso hasta llegar a la entrada del edificio. La puerta automática le abre un mundo artificial de frescura y pulcritud. El aire acondicionado acaricia su piel y enfría el sudor que recorre su cuerpo. El contraste es una mixtura entre placer y malestar.
Hay un guardia de seguridad parapetado tras un mostrador semicircular. El centurión mira a nuestro joven con odio. Le guarda rencor por las bromas que ha perpetrado en su contra. Desea venganza, quiere elaborar un plan para humillarlo, pero carece de la inteligencia suficiente. Solo le queda mirarlo con desprecio.
Ajeno al odio del guardia, el joven continúa la marcha. Un rugido sordo lo detiene. Algo en su interior se ha roto. Más gruñidos internos, síntomas de un exceso. Tambores de guerra avisan de una batalla inminente. Aparecen las primeras gotas de sudor frío. Pese a que sus piernas se rilan, trota en busca de un edén en el que plantar el culo para aliviarse. Al llegar a su destino, una barrera mal construida, con palos de fregona y un carrito lleno de enseres para la limpieza, bloquea la entrada al paraíso. Nuestro héroe es obstinado, lleno de determinación. Movido por la necesidad primigenia, derriba la muralla penetrando en territorio sagrado. Su esfínter se prepara, su cuerpo se relaja, los males que le aquejaban van desapareciendo; inevitable, una sonrisa aparece entre su espesa barba. Victoria.
Primero una voz, cavernosa y áspera; después, una figura redonda le corta el paso. La voz sale a chorro de la figura. Es el cancerbero, transfigurado en la limpiadora boliviana que le grita y empuja para que no pise suelo fregado. El joven héroe piensa en rodearla, pero su redondez no deja espacios por los que colarse; y si lo lograse, aquella masa lo arrastraría hacia su órbita.
Inicia una finta. Un contrapié clásico. La señora de la limpieza no se mueve, sonríe. El joven descubre el motivo cuando una mano se posa en su hombro. Reconoce el aliento en su nuca. Némesis, buscando justicia retributiva.
El guardia de seguridad desea que el joven se resista, que le dé un motivo para castigar su soberbia. Ejerce presión en la clavícula de nuestro héroe y con la porra le golpea levemente en el costado, haciéndolo girar; por último, le propina un puntapié para expulsarlo de territorio fregado.
Cualquiera hubiese tomado aquello como una humillación, cualquiera hubiese montado en colera, pero el joven se limita a mirar a sus enemigos a los ojos. Reconoce la derrota, la disfruta a su manera, porque sabe que la próxima victoria será aún más gloriosa. Mientras piensa una estrategia a largo plazo los dolores reaparecen. El cuerpo se le encoge y la visión de sus enemigos negándole la solución a su problema le genera ansiedad. Su derrota, ahora sí, se percibe humillante; por eso huye.
El dolor le apremia, le impide pensar con claridad. Intenta expulsar un gas para aliviar la carga, pero es una trampa, el gas no viene solo. El joven aborta la acción, comprime las nalgas con todas sus fuerzas y pone a su cerebro a trabajar en aras de la supervivencia.
Baño. Octava planta. Confortable. Solitario.
Un nuevo destino: el ascensor. Avanza con las maneras de un pingüino hacia la pareja de ascensores del lobby. Tras pulsar el botón de llamada comienzan unos segundos agónicos de espera. Una pantalla digital le muestra una sucesión de números en orden descendente. Una letra B aparece, rojo sobre negro. Las puertas se abren y el joven se lanza al interior. Pulsa compulsivamente el número ocho, pero la puerta funciona a otro ritmo. Del exterior le llegan unas voces que pronuncian su nombre. Gira la cabeza y reconoce a sus compañeros de armas, miembros de su departamento, que le demandan que mantenga las puertas abiertas para compartir aquel espacio poliédrico. El joven examina los rostros de sus compañeros, sus iguales, aquellos que sufren su mismo sino bajo el yugo de su jefe, un cenutrio simiesco que medra en la empresa a base de joderlos.
Ayudado por una mímica absurda, nuestro joven, explica con gestos la necesidad, la urgencia. Sus camaradas se paran en seco. Lo último que nuestro héroe ve antes de que la puerta se cierre es una comparsa carnavalesca que le despide con saludo marcial. La puerta se cierra, él reprime las lágrimas, y se promete estar a la altura de aquel gesto altruista.
Cólico intestinal. Cierre de ano. En el hilo musical del ascensor suena Knockin’ on Heaven’s Door de Bob Dylan. El primer pensamiento que asalta la mente del joven es inexplicable. Recuerda la novela de Puzzo, y a Santino Corleone diciendo que había que evitar los ascensores: eran trampas mortales. Cólico intestinal. Los números indican el piso. Cuarto.
El ascensor se detiene. El terror se apodera del joven cuando la puerta comienza a abrirse. Una joven bien parecida, a la que reconoce al instante, se propone entrar. Nuestro héroe utiliza su superpoder, acepta la situación, aprieta el culo y toma todo el aire que le entra en los pulmones. No mueve ni un musculo. No emite sonido alguno.
La chica tuerce el gesto al ver a nuestro héroe. No saluda. Para ella no es más que el vago bromista de la empresa, un bufón al que recursos humanos tiene en el punto de mira gracias a ella. No olvida la última cena de navidad, donde aquel payaso casi la mata con un carolina reaper. Cagó sangre un mes. Había sido él. Estaba segura.
En el hilo musical suena love is in the air de John Paul Young. Un petardo explota. La pestilencia se expande por cada rincón del ascensor, lo arropa todo, si alguien encendiese una cerilla la combustión convertiría el ascensor en un reactor.
La chica da un respingo, se tapa la nariz como un niño dispuesto a lanzarse a una piscina. El olor se mastica. Cierra la boca, pero la tufarada ya la ha penetrado. Se gira sobre sus tacones de Prada para maldecir al culpable de tan ignominiosa afrenta. Lo ve en una esquina del cubículo, encarnado y sudoroso, pero esbozando lo que parece una media sonrisa y un dedo acusador en ristre que la apunta.
El joven está al límite de sus fuerzas, pero la situación le parece tan propicia para la broma que señala a la pija rubia que le insulta, le grita que cómo se puede ser tan cerdo y encima tener la vergüenza de acusarla a ella. Nuestro héroe, con sosiego, le explica que el dedo no acusa, regala. Un presente para una dama. Aquello despierta a las Erinias, y su furia cae sobre el joven en forma de injurias sobre su persona y ascendencia familiar.
El ascensor se detiene. El pulso del joven se acelera. Cólico intestinal rotundo. El final se acerca. Piensa en escapar cuando la puerta se abra, pero es fiel al plan. Un seis se ilumina. Falta poco y el baño de la octava lo merece. La rubia guarda silencio, lo cual es un alivio. La puerta se abre y aparece un señor repeinado y peripuesto. El joven no lo puede creer. La diosa Fortuna es una zorra caprichosa.
El jefe entra en el ascensor con aires de importancia, lanza una sonrisa seductora a la pija rubia, y una mirada llena de desdén al joven del rincón. La puerta se cierra tras él, un tufo entra en colisión con los litros de colonia que lleva encima. Tuerce el gesto y adopta una actitud de perdonavidas para pedir explicaciones. La rubia pija, además, es chivata.
Nuestro héroe recibe serias amenazas de despido. El jefe le grita en la cara. Unos esputos chocan contra su mejilla. La rubia apostilla cada frase en un ejercicio de lacayismo sin precedentes. Cólico intestinal definitivo. Nuestro héroe está llamado a la batalla final. Una última gesta para cumplir el sueño de Aquiles: la gloria eterna. Ya escucha los poemas escritos en su nombre, los festejos anuales recordando aquel día, el hecho será un mito fundacional. Merece la pena inmolarse.
El joven sale de su rincón y se precipita hacia el cuadro de mandos ante la mirada atónita de sus compañeros de cabina. Con sus dedos mágicos, detiene el ascensor. El pánico se dibuja en el rostro de sus antagonistas. El joven lanza un suspiro de puro alivio. Su pantalón cae hasta los tobillos. Mascletá. Una galerna de mierda inunda la cabina. Los alaridos de terror se escuchan en cada recoveco de cada piso del edificio. Nuestro héroe arroja mierda cual primate a sus enemigos. La rubia está en shock, está más pálida de lo habitual, el flujo de sangre no está llegando bien. El jefe ha perdido demasiado oxígeno por los gritos agudos que salían de su apestosa boca y se ha desmayado. Catarsis. Nuestro héroe saborea su victoria; sin duda, esto ha sido mejor que el baño de la octava planta. En el hilo musical suena Golden Brown de los The Stranglers.
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