DEL PORQUE A ROCOLLON NO LE GUSTABA EL SANCOCHO DE GALLINA DE CAMPO.borrador

DEL PORQUE A ROCOLLON NO LE GUSTABA EL SANCOCHO DE GALLINA DE CAMPO.borrador

La familia del abuelo, como fruto de su honrado trabajo de siempre, tuvo la oportunidad de adquirir una propiedad rural en las inmediaciones del hermoso San Lorenzo. Lejos de asemejarse a su nombre, CERROPELAO era un paraje de ensueño, como todos los que circundan la bella tierra natal. Paisaje incomparable con vista hacia San Pablo y Bateros, El Cerro de La Campana, Cerro Gordo y El Cerro de Bolívar, la planicie de Mercaderes y la hondonada del rio San Bingo. Tierra fértil y apta para el guineo, la yuca, el maní y la caña de azúcar. Vecinos incomparables, casa campesina, aguas cristalinas, jardines radiantes y animalitos domésticos deambulando por sus lares, completaban el paraíso, que, por supuesto era el refugio para que Los Quintero Bolaños, en cada época de asueto tomaran la decisión de irse a veranear y a rodear los frutos de su bien habido patrimonio. Regalo de Dios definitivamente.

Pues bien, uno de los mas inquietos y especiales inquilinos de temporada, era Rocollón, el tio simpático y alegre de la familia. Era quien inauguraba y encabezaba el listado de veraneantes, el que con mayor prisa arreglaba las petacas y el que primero ensillaba las bestias. Los polvorientos caminos fueron testigos de su tránsito alocado, de sus risas y carcajadas por las sandeces que pronunciaba y los depositarios de cuanto resto de comida producidas sus recordadas muelotas. Sus estancias en Cerropelao, le dispensaron mucho de su recordada y espléndida personalidad y lo prepararon con sobradas condiciones para desplazarse a Bogotá y cumplir con su más connotado quehacer: Colocarse al frente de las máquinas troqueladoras en La Casa de La Moneda y elaborar las monedas que rodaron por las manos de todos los colombianos por esas calendas.

En cierta ocasión, el aparecimiento de cualquier situación restrictiva le impidió regresar con el resto de paseantes y se encontró en la ineludible responsabilidad de ser amo, señor y mayordomo del espléndido terruño sanlorencino. Las dos primeras semanas fueron ágiles, atractivas, productivas y de enorme gozo. Pero también fueron la oportunidad para que empezaran a acumularse en su humanidad, las veleidades mundanas, hasta el punto de sentirse absolutamente preso y cautivo del “mal de vereda”. Lo ahogaba la abstinencia, lo atormentaba el influjo de Eros y lo masacraba la tormenta del deseo y la lujuria. Lo mas grave de toda esta tragedia, es que en la comarca no existía opción alguna para el desahogo y, en consecuencia, también cayó preso de las alucinaciones y el delirio.

Una tarde cualquiera de esos días de tormento, Rocollón estaba sentado en el patio de la casa campesina, absorto en sus sueños de esencia voluptuosa y encumbrado en las nubes del antojo, mientras que una gallina de color saratano, por mas señas, se paseaba y se paseaba ante sus ojos turulatos. De repente y a manera de sortilegio, Rocollón vuelve a tierra con la feliz idea de haber encontrado la cura a sus males de calor irresistible. Y lo que tenía que suceder, sucedió, entregando como saldo, la satisfacción sexual del recordado tío y el deplorable caminar derrengado del ave de corral. El único detalle por consignar, no me consta bajo ninguna circunstancia, pero las lenguas difamatorias de bolsilandia, narraban con insistencia, que El Apolo cerropeladense era muy bien dotado.

En la medida en que la vida no se queda con nada, esa tarde regresó intempestivamente el abuelo, quien además de alabar la forma como Rocollón había ejercido sus temporales responsabilidades, también ordeno la preparación de un suculento sancocho de gallina para la comida, utilizando para ese menester, la cosecha de la finca y la gallinita saratana, que parecía estar enferma. Hacia las siete de la noche se sirvió la cena y en justo premio a la labor desarrollada, al provisional amo, señor y mayordomo, le sirvieron una de las presas mas llenas de sabor: La rabadilla. Por supuesto, a partir de ese día, Rocollón excluyó del menú de sus gustos, al sancocho de gallina de campo.

Y AL FINAL, COMO NADIE PIERDE. TERMINA ESTE CUENTO BOLSIVERDE.

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