Mirábamos las estrellas que nos regalaba aquella noche fría y sin
luna. En silencio, dejándonos golpear por el mar que dejaba el
sonido al chocar con la embarcación. Vi entonces una estrella muy
brillante, en lo que supuse por su posición, que debía ser el
horizonte. Un punto brillante sumergido en el todo que ese momento
era la noche.
¡Un
barco! ¡Un barco! Gritó con voz estridente una mujer detrás de mí,
señalando a aquel punto diminuto en el horizonte.
Todos
empezaron a gritar desesperados, pequeños y mayores, mujeres y
hombres y niños. Yo aún dudaba en si era una estrella o un barco.
Era algo tan diminuto que todos aquellos gritos se perdían en la
garganta oscura y profunda de la noche. Pero quién era yo para
despertarlos, para levantar el velo frío de la esperanza en aquella
noche.
Alguno
se atrevió a levantarse y alzar los brazos, pero la patera se
desequilibró a un lado y a otro con violencia, tanto que alguien le
tiró del pantalón para sentarle de nuevo.
Pensé
que daba igual si yo tenia razón y aquello era una estrella más, o
si la razón la tenia la mujer de la voz estridente y era un barco.
De cualquiera de las formas, ni la estrella ni el barco iban a
hacernos caso. Nadie ni nada iba a cambiar nuestro destino esa noche.
Ni las siguientes. Ni ninguna noche más porque los que llegamos a
Europa en esa embarcación, no podremos olvidar el frío, ni las
estrellas, ni el miedo ni los muertos que lanzábamos al mar para
aligerar peso. Nadie ni nada cambiará nuestras noches, porque
siempre son la misma, desde el momento en que cerramos lo ojos
para atrevernos a soñar, esas noches vuelven una y otra vez. Es el
verdadero precio que hemos pagado, el dinero que nos cobraron por una
plaza en aquella nauseabunda embarcación, no es nada comparado con
el precio que estamos pagando al cerrar los ojos todas las noches del
resto de nuestras nuevas vidas.
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