La Profecia de los Seis Rios

Antes de la última batalla contra los conquistadores, donde moriría inmolado con todos sus guerreros, el cacique le ordenó al último jaibaná que quedaba en la tribu, atravesar el valle de los seis ríos y llevar la ofrenda de cosecha hasta la montaña de corazón negro que ardía.  El jaibaná era un joven aprendiz que vio morir a su maestro degollado a espada, cuando los conquistadores saquearon los pectorales sagrados del templo del sol.  Ya había tenido visiones donde los seis ríos teñidos de sangre manchaban la tierra y una tea encendida quemaba en forma de cruz toda la comarca.

En la oscuridad previa a las primeras luces del alba, al iniciar su peregrinación, el jaibaná aspiró dos bocanadas de tabaco, se sentó a mirar las señales de las nubes sobre los cerros lejanos y escuchó el susurro de la brisa entre los guayacanes florecidos.  Luego tomó una pequeña bola de sal, cuatro pescados ahumados, un manojo de hojas machacadas de coca, llenó con agua una vejiga de cuero de venado y se marchó.  Tenía la certeza de no regresar a su tribu.  Sabía que al terminar su misión ya no habría sobrevivientes.  Pachamama le dio a entender que no estaba enojada por falta de ofrendas.  Tampoco las necesitaba.  El gran Viracocha
acogería a su pueblo en su maloca inmensa y eso lo reconfortó.  Solo faltaba su propio sacrificio.

Dos días después encontró el lugar indicado en sus visiones.  Tendió su manta, se sentó y lanzó los huesos de jaguar.  En seguida sacó una daga ceremonial de obsidiana, se hizo un corte en la palma de su mano izquierda y dejó chorrear la sangre sobre los huesos.  Pronunció un conjuro mientras mambeaba coca.  Luego guardó los huesos de jaguar en una vasija de barro pequeña y la enterró en el lugar, se sentó y cerró los ojos en un largo trance. Las estrellas dieron vueltas sobre él.  Vio el cielo cambiar de color varias veces.  El olor del monte se desvaneció entre las sombras y lo lleno de vértigo hasta que se vio inmóvil en medio de un salón oscuro y silencioso.  Su espíritu se apagó y quedó detenido en el tiempo, oculto bajo el manto de Pachamama.  Su existencia dejó de medirse en lunas.  El gran Viracocha le reveló que luego de un latido del universo, durante la construcción de un templo al dios de la cruz, un habitante del nuevo mundo hallaría la vasija de barro.  En ese momento, el aire se agitaría invocando la presencia de las creencias antiguas, el agua embravecida de los seis ríos socavaría los cimientos de la ciudad surgida sobre sus orillas y la tierra despertaría con un súbito furor para iniciar el retorno del pueblo que habita en la maloca grande.

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