Indagué entre tus encantos en un momento de admiración:
tu presencia,
magnánima perennemente cual regia corona,
me transmitía el mismo aplomo y serenidad que necesitaba mi alma,
adolorida en ocasiones por las excesivas mochilas que soporta;
tus palabras,
suaves, pausadas y convincentes, tranquilizaban mi espíritu, alborotado y, por naturaleza, nervioso e inquieto,
y lo conducía a un relajado estado de calma que rayaba lo soporífero;
tu mirada,
densa y penetrante,
afianzaba mi confianza y me llenaba de fe a la vez que impregnaba de esperanza cada milímetro de mi corazón;
tus manos, cálidas y de aterciopelado candor,
se convirtieron en el asidero donde,
cual firme noray,
dejé fijada mi autoestima, infravalorada en mis momentos de debilidad, que no son pocos…
Y seguiría llevando al pilar de lo admirable cada particular encanto que posees,
tantos como mi admiración percibe con una simple mirada que te ofrezca.
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