A veces caes. Caes muy lento y muy profundo. Contemplas cómo la luz empieza a desaparecer. Las sombras te acompañan mientras te sumerges hasta terminar en la más completa oscuridad.
Has dejado de caer. Ya estás ahí. Al fondo de tu abismo. Tus pies tocan suelo firme, tus ojos no ven más colores que el negro de tu profundidad. Permaneces ahí. Te sientes a gusto, inmersa en tu oscuridad. Por fin sientes paz… La serenidad del silencio que sólo la noche regala.
Pasan las horas, los días… a veces semanas hasta que algo perturba esa paz. Oyes cómo gritan tu nombre a lo lejos, miras hacia arriba, hacia esa luz que decidiste dejar de mirar y ves una silueta. Apartas la vista, pero la silueta te sigue llamando. Te lanza una cuerda y te pide que la agarres, pero no lo haces… No quieres subir. Aún no. Es demasiado pronto.
Ignoras la cuerda, la silueta y la luz, pero la voz te sigue llamando, sigue ahí esperando. Esa voz nunca se calla. Grita tu nombre sin cesar, llamándote cada vez más fuerte. Ya no estás a gusto… Ya no hay paz en la oscuridad. Ahora hay ruido. Un ruido incesante y más molesto que la propia luz de la que huiste. Sólo quieres que pare, que vuelva el silencio, la paz… pero sabes que la silueta sólo callará si agarras la cuerda y subes.
No quieres subir, pero es la hora. Hay demasiado ruido en la oscuridad. Así que cedes, agarras la cuerda y empiezas a subir. Despacio, igual que bajaste, pero subir es más difícil que bajar. La gravedad está en tu contra. Mientras subes sientes un dolor cada vez más intenso. Te duele cada músculo, te duele hasta el alma, pero sigues subiendo.
La oscuridad se va alejando y vuelven las sombras. Las sombras te asustan casi más que la luz. Son tu limbo. El recuerdo del caos de tus pensamientos. Y quieres dejarte caer, volver a la paz de tu oscuridad, pero sabes que ahí abajo ya no hay paz y sólo te queda una opción: Subir.
La luz cada vez es más intensa, te ciega, te abruma, te desorienta. Duele, pero sigues subiendo. Te has desgarrado la piel, pero lo has conseguido. Ya estás arriba. Tus pies destrozados vuelven a tocar suelo firme y tus ojos van acostumbrándose a esa luz que antes te cegaba y empiezas a ver colores, a reconocer lo que te rodea. La madera de los árboles, el frondor de sus hojas, todo se ha vuelto nítido. Ahora la ves. Aquella silueta que no callaba te mira en silencio. Silencio por fin. Reconoces su rostro. Eres tú. Siempre has sido tú.
Miras a tu alrededor. Colores, silencio y paz. Paz al fin. Ya has vuelto y ahora todo está bien. Ya no hay miedo. ¿Y todo este tormento para qué? Para aprender. Tuviste que caer y permanecer en el fondo, a oscuras el tiempo suficiente para comprender que tu lugar está arriba, en la luz. Aunque te ciegue, aunque duela. Porque abajo, en la oscuridad, la paz es transitoria. Abajo, antes o después, volverá el ruido. Tu interior gritando cada vez más fuerte que ese no es tu sitio. Y no callará. No estarás en paz hasta que subas. Hasta que te enfrentes a las sombras y vuelvas a la luz.
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