José Padilla sentía miedo en su casa; oía pasos, voces perturbadoras e inquietantes.

Todo empezó una noche cuando, de vuelta a casa, se encontró con la luz encendida del salón. Estaba seguro de que él no se la había dejado y empezó a obsesionarse, a presumir la presencia de un espíritu maligno, un ser del averno, de un monstruo que le espiaba desde las sombras.

Días después, a la una de la madrugada, cuando sentado a la mesa se disponía a cenar, sintió cómo unos dientes de hielo le mordían la nuca. De golpe, se le encogió el estómago; dio tal respingo, que el tenedor que llevaba en la mano, como si cobrase vida, se zafó y, dando un salto mortal, se precipitó al vacío. Al chocar contra el terrazo, profirió un ruido metálico, agudo; un bramido que le hirió los oídos de tal manera que su corazón, sobresaltado, se detuvo un instante. Una gota de sudor suspendida en el lateral de la frente empezó a resbalar poco a poco por su sien izquierda.

Con ojos desorbitados, buscó al espectro; a la causa de aquel repentino escalofrío. Al girar la cabeza, obtuvo respuesta: el gélido viento de la noche se colaba por la ventana entreabierta. Rio. Fue una risa nerviosa, histérica, hueca como la de un demente, que resonó en el comedor y se clavó en el silencio de la noche, destripándolo, como el cuchillo de un asesino perturbado.

Con manos temblorosas, trató de alcanzar el tenedor caído, aquel tridente del demonio, que parecía estar vivo girando, todavía, sobre sí mismo. En esa posición, encorvado con la vista a ras de suelo, divisó entre las patas de las sillas y la mesa los pies de aquel monstruoso ser, que por fin se manifestaba. José Padilla, aterrado, se incorporó lentamente. El espectro de cabellos negros, lacios, muertos sobre los hombros y que le ocultaban parte de la faz verdosa, dio un paso hacia él y, después de hacer una atroz mueca y de agitar violentamente sus brazos, gritó:

—¡Estoy harta! ¡Todas las noches vuelves a casa borracho! Esto tiene que acabar.

Entonces, José Padilla recordó que estaba casado.

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