AÑOS DE SILENCIO
(marzo de 1993)
Arturo estaba en su casa, sentado. Era una tarde de otoño. Su mirada se perdía a través de la ventana. El paisaje que contemplaba era el de un inmenso árbol meciéndose cadenciosamente, del cual, de tiempo en tiempo, se desprendía alguna hoja amarillenta que flotaba hasta desaparecer en quién sabe cuál otro paisaje. Detrás y encima del árbol se extendía un cielo blanquecino, y en los espacios donde no se veía el árbol o el cielo, se erguían los muros de la casa contigua, sobre los cuales se estrellaba su opaca mirada. Quizá pensara en algo o quizá no. Esto no podía decirse, pues su rostro carecía de expresión. La casa estaba silenciosa, todo en ella permanecía quieto.
Arturo miró su reloj, tomó el bastón y se puso de pie. Como impulsado por un llamado inaudible fue hasta la puerta de calle. Al abrirla, vio a Jerónimo, su viejo amigo, quien entró sin mirarlo. Al parecer, todos los días, a esa hora, ocurría lo mismo con asombrosa exactitud. Ambos se encaminaron hasta el recinto donde había estado Arturo. Éste se sentó y siguió mirando por la ventana. Jerónimo se quedó de pie observando a su amigo durante algunos segundos, luego él también comenzó a mirar el vaivén de las ramas del gigantesco árbol. Jerónimo tampoco poseía expresión alguna. Sólo podía percibírsele una especie de éxtasis que lo empujaba a contemplar las hojas danzando en la brisa.
La casa continuaba muda, con ellos dentro, sin hablarse, sin gestos ni ademanes. Sólo llegaban hasta el recinto los gritos de los niños que pasaban por la calle o algún sonido de motor rugiente, aunque todo era lejano, casi imperceptible.
Al anochecer Arturo apartó la mirada de la ventana y recordó lo que había hecho la mañana anterior: Estuvo todo el tiempo junto a su amigo Jerónimo sentado en el banco de la plaza, observando el paso de la gente, el picotear de las palomas y, de vez en cuando, escuchando las candentes conversaciones de los jóvenes. Después pensó en que a eso lo había hecho todos los días de la semana pasada, y del mes anterior, y de los últimos años, y cuando estuvo a punto de reprocharse su mutismo, reflexionó en lo que lo había llevado a ello y se tranquilizó.
Los mismos pensamientos se sucedían en Jerónimo, quien estaba preparando té para él y su amigo.
Después de beber sus infusiones lentamente, Jerónimo, quien a pesar de no vivir en ella, conocía la casa como si fuera suya, se levantó de la silla y, caminando hasta un viejo mueble, sacó el juego de dominó. Las fichas, al caer sobre la mesa, produjeron el ruido más violento del día; este estrépito actuó como detonante para que los pensamientos de Jerónimo se activaran. Miró a su amigo, y dudando primero, se decidió finalmente a preguntar:
– ¿Por qué no hablamos hoy Arturo? –
Éste, con voz entrecortada, respondió:
– ¿Vos creés que a nuestra edad, después de haber hablado ya de todo, podríamos decir algo que importe? –
– No lo sé. – dijo Jerónimo con desgano.
Ordenaron las fichas que tenían enfrente y comenzaron a jugar; la casa continuaba en absoluto silencio.
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