La noche muda es único testigo.

Sobre el promontorio, el templo amasa su sueño secular. Un sendero abrupto lleva a la escalinata que serpentea hasta alcanzar la base rectangular de su estructura. De los altos muros emergen suplicantes las pilastras. Dentro, la luz de la luna cubre de plata un patio interior en el que la hierba se estremece removida por el viento. En su centro, un apilamiento de piedras desiguales sostiene una plancha de pizarra dispuesta en horizontal imitando un altar; y en sus vértices, descansan sobre sus respectivas peanas, cuatro esfigies de bronce, ciegas y ajenas al ámbito y al tiempo que habitan. Rodea el patio, un peristilo de marmóreas columnas; en sus corredores, la oscuridad es herida a trechos por el baile incesante de las llamas en las antorchas fijadas con apliques de cobre a los paramentos; de ellas, gotea el alquitrán mancillando los adoquines, y el sordo goteo se apareja a las estridulaciones erráticas de los grillos ocultos entre los arbustos de los arriates que se arremolinan en torno a la pila central. De fondo, el viento tibio ronronea caracoleando entre las pálidas columnas del peristilo.

La luna llena ha alcanzado el cenit. Es el momento prefijado, definitivo.

Sube por la escalinata y avanza por el soportal hacia el arco de entrada, pero se detiene sin traspasarlo, sobrecogido: el horror inminente hace irreal la escena. Sobre la afilada pizarra, una mujer yace con su turgente cuerpo desnudo; se despereza: quiere estar preparada. Cuando reconoce, en la silueta que le observa bajo el intradós, al visitante, un fogonazo de excitación le trepida en los muslos calientes que se abren y se prodigan. Brilla su aterciopelada piel aún palpitante; también, la linea perfecta del acero fatal que ha venido a buscarla.

«El cúmulo jamás será tálamo» se repite en letanía el visitante invocando la fuerza de una renuncia que lo alivie. No obstante, una esperanza quiere aún sobrevivir en su atribulado corazón: que el rigor de la luctuosa tarea ahogue cualquier resquicio de piedad, amor o deseo. Pero es vana, y por ello efímera, esta creencia. La templada firmeza, coraza precisa de todo verdugo, no dará el consuelo a su dolor que se prolongará, hasta lo inhumano, haciendo de él un cadáver en vida.

Ella, impávida, así lo cree y espera para consumar su venganza.

29 de agosto de 2022

David Galán Parro

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