El lápiz. Otra vez él, solitario, tumbado encima de la mesa esperando que mis dedos abracen su cintura.

Lo clavo en el centro del folio con la fuerza justa para no romper la punta ni desgarrar el lienzo. Suavemente estiro hacia la derecha recorriendo el camino sinuoso que le apetezca a mi mano. Asombrado, donde quería dibujar una recta, se alza una forma convexa, más pronunciada la subida, más suave la bajada, todo ello de izquierda a derecha. Paro en ese punto dispuesto a regresar al origen y trazo por debajo otra curva, pero ésta menos acusada.

“¡Leche!, si quería repetir la misma línea por debajo, pero al contrario, y no me sale. ¡Bah!”

Tiro el lápiz sobre la mesa y, pensativo, aparto la mirada hacia la ventana.

“Total, no soy dibujante.”

Cuando decido levantarme, fijo instintivamente la mirada en ese par de trazos. Y me quedo pillado. «¿Qué es esto?» Supongamos que entre ambos rayones dibujo un círculo. ¿Y si meto uno mas pequeño, concéntrico y negro?… Sigamos suponiendo que le doy color y arrastro unas pinceladas como con un peine por la parte de arriba.

«¿No es esto un ojo?»

No. Es una mirada…

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